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miércoles, 4 de agosto de 2010

El silencio culpable de Lorna

Por. José de Segovia, España*

“El sentimiento de culpabilidad que experimenta la protagonista de El silencio de Lorna” –la última película de los hermanos Dardenne– es para sus autores “de un exotismo absoluto”, porque “la culpabilidad respecto a lo que nuestros actos provocan en los demás ya casi no existe”. La explicación para estos cineastas belgas está en que “para sentirse culpable hay que olvidarse de uno mismo durante unos instantes”. Algo que, según ellos, “sucede cada vez menos”.
Dos años después de ser premiada en el festival de Cannes como el mejor guión del año 2008, llega a nuestras pantallas la obra más compleja que han hecho los Dardenne desde que llegaron a convertirse en la gran esperanza del cine social europeo con La promesa en 1996. Estos veteranos documentalistas nos presentaban ya al mismo actor que todavía protagoniza sus películas –Jérémie Renier–, entonces un adolescente atrapado en un dilema irresoluble entre la moral y la familia. El padre desesperado que vende a su hijo en El niño (2005), para intentar luego recuperar al bebé en el mercado negro, es ahora un drogadicto al que elimina la mafia rusa, cuando trata de rehabilitarse.
Los Dardenne nos muestran una Europa desamparada, traumatizada y sin rumbo. Fieles al principio de que lo particular es universal, ruedan todas sus películas en su propia ciudad –Seraing–, el paisaje decadente de la región industrial donde ellos mismos crecieron. Sus historias nos muestran el drama del paro como en Rosetta (1999), la llegada de los inmigrantes y la aparición de las mafias, por medio de unos personajes casi adolescentes. Los jóvenes protagonistas de su cine ya no tienen padres que les digan lo que está bien y lo que está mal. Viven la completa desaparición de toda autoridad y punto de referencia, en un mundo marcado por la brutalidad de las relaciones humanas y la precariedad social.
¿REDENCIÓN IMPOSIBLE?
Lorna es una albano-kosovar que adquiere la nacionalidad belga en Lieja, casándose con un yonqui. Su muerte por una sobredosis provocada, es el golpe que sesga la película en dos. Su ausencia pesa sobre el silencio de Lorna, que calla por lo que sabe y quiere proteger. El problema es que las mentiras que sostienen su vida no pueden ocultar la realidad de su perplejidad e indefensión, que la llevarán a la locura por la que acaba hablando a un bebé que no existe.
La cámara, con la que los Dardenne observan esta historia con cierta distancia, parece estar siempre al lado del mal. La falsedad nos impide enfrentarnos a una verdad siempre oculta: una boda encubierta para engañar a la policía, un divorcio por una culpa que no existe, un homicidio disfrazado de sobredosis y un embarazo inventado. Cuando esperamos que ella se redima, educando al hijo del hombre que ha matado, los creadores se muestran inmisericordes con su personaje. “Su culpabilidad la conduce a la locura”, dice Luc Dardenne.
¿DESTINO TRÁGICO?
Si en El hijo, un profesor de un taller de carpintería acepta como aprendiz al asesino de su hijo, en una maravillosa fábula sobre el perdón y la reconciliación –que recibió una mención especial del jurado ecuménico protestante de Cannes el año 2002–, aquí todo parece abocado a un destino trágico. ¿Dónde está la esperanza humanista de los Dardenne?
La desaparición de la cámara en mano pegada a la nuca de sus personajes –que ha caracterizado su cine–, ha dado lugar ahora a una distancia que lleva al espectador a observar a Lorna con un sentido crítico que nos permite desaprobar sus decisiones e incluso juzgarla.
“La sociedad actual nos impulsa a pensar sólo en nosotros mismos, a ganar más dinero, a tener más confort, a ser mejores que los demás, a hacernos famosos aunque sea durante cinco minutos –observan los cineastas belgas–. Y a reemplazar las cosas cuando ya no nos gustan o cuando han dejado de resultarnos útiles, incluso los seres humanos”.
LA VERDADERA HUMANIDAD
“Nos preguntamos cómo podemos seguir siendo seres humanos en los momentos en que somos más susceptibles de transformarnos en bestias –dicen los Dardenne–. Intentamos que nuestros personajes sientan cierta nostalgia por su condición de humanos. Que se acuerden remotamente de lo que supone querer a los demás. Que duden entre convertirse en crápulas o ser personas. Pero no somos bobos. Sabemos perfectamente que, en muchas ocasiones, el hombre es un lobo para el hombre.”
Los Dardenne no se hacen ilusiones. Saben que el camino para encontrar la verdadera humanidad pasa necesariamente por enfrentarse al problema de la culpa del ser humano. Ya que como nos solía recordar Francis Schaeffer, hay una culpa, más allá del sentimiento de culpa. Es esa culpa objetiva de la que Dios nos salva por medio de Cristo, que nos hace auténticamente humanos.
Creados a imagen de Dios (Génesis 1:26), debíamos ser como Cristo en su verdadera humanidad. La vida cristiana no es, sin embargo, la imitación de Cristo que el misticismo ascético nos ha presentado a lo largo de la Historia. La afirmación de la vida, que llamamos santidad, viene de reconocer que es Él quien nos hace aceptables a Dios por la justicia de otro, Cristo Jesús (Romanos 5:18).



FUERA Y MÁS ALLÁ DE NOSOTROS
La salvación está por lo tanto fuera de nosotros. Cristo es la realización de la vida que no podemos encontrar por nuestros logros o fracasos. La diferencia entre el creyente y el no creyente no está –como dice Tim Keller– en que uno se arrepiente y el otro no, sino en que el cristiano se arrepiente de su propia justicia. Cristo nos salva así –como dice el predicador de Nueva York–, no sólo de nuestras maldades, sino también de nuestras bondades.
“El mensaje del Evangelio no es que Dios amó de tal manera al mundo que inspiró a un judío para que enseñara lo bueno que es que nos amemos los unos a los otros –decía el maestro de Keller, el profesor Ed Clowney–. En esta sensación nuestra como humanos de encontrarnos perdidos, nos hemos ido apartando poco a poco del Señor, pero Jesús vino precisamente a buscar y salvar cuanto estuviera perdido. Se acerca a nosotros tal y como se acercó a Zaqueo (Lucas 19:5), trayendo salvación con su sola presencia, pues era precisamente su persona y su compañía lo que habíamos perdido. Lo que Cristo ofrece es su propia persona.”
EL BUEN PASTOR
No hay relación posible en el ámbito humano que pueda igualarse a la aceptación que experimentamos en Jesucristo. No es que Dios justifique el pecado, lo que hace es perdonarlo. Nuestra compasión no será la que conmueva a las personas, ni nuestra mano la que las guíe. Cristo es el verdadero Pastor, cuya voz rompe nuestro silencio culpable. La vida que viene del Espíritu de Dios es la que nos llevará a amar, como Él nos amó primero. Hasta el final (Juan 13:1)...
Sus ovejas –como la juventud perdida de estas películas–, andan descarriadas (Isaías 53:6), hasta que oyen su voz. Le siguen, al reconocer en Él al buen Pastor (Juan 10:4), que nos guía por el camino que Él mismo ha recorrido. Nos lleva entonces de la mano, mientras seguimos sus pisadas (1 Pedro 2:21). Su presencia nos da seguridad y aliento. Su voz rompe el silencio de toda culpabilidad y falsa confianza.
Entendemos entonces que el amor que ha creado todas las cosas, ha vencido en Cristo Jesús y sostiene este universo bajo su Trono de Gracia, que hace que “el hombre no esté acabado” –como dicen los autores de El silencio de Lorna–. Porque en Cristo siempre hay esperanza.
Al “sentir la necesidad de un lazo con el prójimo que no sea para utilizarlo –como dice Luc Dardenne–, sino un lazo humano”, escuchemos la voz de Aquel cuyo amor nos une en una compasión por la que ya no debemos preguntarnos: “¿Quién es mi prójimo?” El Buen Samaritano que es Cristo Jesús, nos da la respuesta.
Su bondad y su misericordia nos buscan, cuando estamos lejos de su presencia, mientras sus palabras de amor nos hacen sentir seguros en sus brazos. El nunca nos dejará, ni abandonará. Porque el buen Pastor, su vida da por las ovejas (Juan 10:11).

*José de Segovia es periodista, teólogo y pastor en Madrid

Fuente: © J. de Segovia. ProtestanteDigital.com (España, 2010)

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