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domingo, 3 de octubre de 2010

METAMORFOSIS (I): REFORMAR LA FE INDIVIDUAL Y COLECTIVA

Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México*

1. La exhortación a la transformación permanente
“...Sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento para que conozcáis cuál es la buena voluntad de Dios agradable y perfecta…”. Así hemos leído tantas veces en el pasaje de Romanos 12.2, donde el apóstol Pablo exhorta a los creyentes de Roma, a quienes no conocía, a asumir constantemente una nueva visión del mundo, de la vida y de la relación con Dios. De lo que quizá no hemos estado muy conscientes es de que el verbo “transformaos” (RVR 1960), (“cambien de manera de ser”, BLA;“dejaos transformar”, BTI;“cambien su manera de pensar”, DHH) traduce el original griego de donde viene la palabra metamorfosis, más conocida y asociada a ciertos procesos biológicos y hasta a una novela de grandes alcances escrita por Franz Kafka que lleva ese título. Algunas traducciones aplican el criterio dinámico de utilizar más palabras para conseguir que la intensidad del verbo se transmita mejor y así puedas comprenderse más las proyecciones de la exhortación paulina.
Esta palabra, metamorfosis, evoca la necesidad que veía el autor de la epístola de someterse permanentemente a un proceso de cambio mental, espiritual y cultural con el fin supremo de conocer a fondo la voluntad de Dios. Semejante proyecto vital es propuesto como la actitud básica con que debería experimentarse la vida cristiana y, por supuesto, la relación con Dios. Por ello, el famoso postulado Ecclesia reformata et semper reformanda est (Iglesia reformada siempre reformándose), acuñado en los Países Bajos, resume muy bien el espíritu de esta exhortación paulina, pues retoma el impulso para afrontar las realidades presentes con la mirada puesta en las transformaciones que el propio Dios espera que la iglesia lleve a cabo para estar a la altura de sus exigencias.
Hasta aquí todo suena muy bien, porque parecería que las diversas vertientes de la Reforma Protestante asumieron como programa principal la transformación continua de las estructuras eclesiásticas, de sus mentalidades, acciones y proyectos y que esto se ha realizado así desde el siglo XVI hasta la fecha. Esto es completamente falso, porque, lamentablemente, desde los inicios de la Reforma, y con el paso de los años, nunca se establecieron criterios para normar el cumplimiento de este precepto, que ahora sólo es una frase propagandística más para repetir todos los meses de octubre en nuestras iglesias.
La disposición permanente para el cambio en las iglesias debe ser vista como el resultado de la respuesta en obediencia a la acción del Espíritu, quien permanentemente pugna por modificar la mentalidad y actuación de su Iglesia, como se aprecia claramente en las cartas que dirigió en el Apocalipsis a las comunidades del Asia menor, en algunas de las cuales incluso utiliza un lenguaje muy violento para convencerlas de los cambios de rumbo específicos que debían realizar.
Por todo esto, el recuerdo y celebración de los momentos fundadores de las reformas del siglo XVI no debería ser tanto la conmemoración de la obediencia de sus dirigentes y protagonistas, sino también una puesta al día de la nuestra hoy en día, cuando nuevamente somos confrontados con esa exhortación: “Lleven a cabo una metamorfosis en todo lo que hacen”.
2. Reformar la fe de las personas, individual y colectivamente
El énfasis renovador que movió a los reformadores/as del siglo XVI tuvo como punto de partida circunstancias y coyunturas que se conectaron muy bien con el espíritu de las palabras paulinas. De este modo, para Lutero, por ejemplo, el caso de la venta de indulgencias puso en entredicho varios aspectos de la fe individual y colectiva, pues se sumaron factores que, vistos paso a paso evidenciaban la forma en que la comprensión del contenido de las Escrituras había sido falseado. Veamos:
a) El papa y sus colaboradores no podían, de ninguna manera, administrar los elementos escatológicos de la fe como bienes materiales, lo que los hacía culpables de simonía.
b) El destino de los personas más allá de la muerte está única y exclusivamente en las manos de Dios y no puede ser modificado por artilugios materiales y terrenales.
c) La enseñanza de las Escrituras había sido tergiversada en el sentido de que la representación de Dios en el mundo no podía ser puesta en entredicho por las acciones de los dirigentes de la Iglesia.
d) Los integrantes de la Iglesia debían recuperar su papel protagónico para reclamar los derechos que la institución religiosa había asumido como propios e inalienables ante los poderes del mundo y más allá de ellos.
e) La autoridad moral de la Iglesia estaba en crisis, puesto que su estrecha relación con los monarcas de la época (constantinismo) había desnaturalizado su capacidad para exponer las exigencias radicales del Evangelio de Jesucristo.
Por todo lo anterior, se hacía urgente una verdadera reforma, no un reformismo, de las acciones y mentalidades de la Iglesia y de la sociedad, pues ésta se asumía como cristiana en todos sus órdenes, pero no vivía consecuentemente aplicando los valores del Reino de Dios en el mundo y había faltado al principio bíblico de escuchar y obedecer la voz del Espíritu para transformarse en el sentido que Dios deseaba que sucediera. De modo que este pecado, eclesiástico y social, negarse a aceptar las transformaciones impulsadas por el Espíritu, propició que la sociedad acomodara la enseñanza de la Iglesia a sus propios intereses de mantener la situación tal como estaba, cerrando la puerta para los cambios deseados por el Espíritu. Esta lectura teológica que en su momento no fue totalmente expuesta como tal, fue construyéndose sobre la marcha, a medida que avanzaban los diversos movimientos reformadores. Los grandes documentos que se fueron redactando, tales como La libertad del cristiano, de Lutero, o la Institución de la religión cristiana, de Calvino, entre otros, mostraban la necesidad de tomar muy en cuenta las palabras de Romanos 12.1-2 como fundamento del cambio que demandaban las circunstancias para tratar de vivir de acuerdo con las exigencias del Evangelio ante los evidentes signos de descomposición generados por la práctica de la llamada Cristiandad, que era lo que había entrado en una crisis irreversible.
Calvino dedica varias páginas a comentar Ro 12.1-2 y en cuanto al v. 2, utiliza el verbo reformaos para traducir el griego metamorfousthe. Karl Barth explica el mismo versículo así: “Penitencia significa cambiar de modo de pensar. Este cambio de mentalidad es la clave del problema ético, el lugar en el que se produce el giro que apunta a un actuar nuevo. […] Pensar en la eternidad es tener el pensamiento renovado, es cambiar de modo de pensar, es la penitencia”.[1] En suma, la Iglesia pudo y puede cambiar y transformarse, renovarse y reformarse continuamente, cuando toma muy en serio esta visión de presente y futuro, esto es, cuando mira la existencia, su existencia, como una subordinación auténtica y radical a los verdaderos planes de Dios. Porque influir o tratar de cambiar la fe individual y colectiva era el reto mayúsculo que enfrentaron las reformas religiosas y sigue siendo el mismo que enfrentamos ahora.
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[1] K. Barth, Carta a los Romanos. Madrid, BAC, 1999, pp. 511-512.


Fuente: * Leopoldo Cervantes-Ortiz, Teólogo, poeta y escritor mexicano.

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