lunes, 19 de abril de 2010

Mujeres anabautistas

Por. Carlos Martínez García, México*
En la gestación y el crecimiento del anabautismo del siglo XVI las mujeres tuvieron un rol esencial. El anabautismo fue un movimiento popular, y como tal la participación femenina fue amplia, mayor que en cualquier otra expresión de las reformas religiosas que se desataron en Europa a raíz de la rebelión encabezada por Martín Lutero.
En el anabautismo suizo, al que nos hemos referido en artículos anteriores de esta serie, se dio importancia a la acción del Espíritu Santo en la vida de los creyentes, varones y mujeres por igual. Por tal razón hicieron suya la enseñanza de que el Espíritu se derramaba traspasando barreras de clase, educativas, generacionales y de sexo. Las mujeres, desde el entendimiento que los anabautistas tenían de la Biblia, eran también sujetos del accionar del Espíritu Santo.
Dado que en el anabautismo se enfatizaba la conversión personal, el bautismo como expresión pública del compromiso de seguir a Jesús, y la realidad de la Iglesia conformada por creyentes; las mujeres que hicieron suyas las anteriores enseñanzas encontraron que las mismas les proporcionaban principios para ejercer voluntariamente sus creencias y no las impuestas por la simbiosis Estado-Iglesia oficial y/o por el clan familiar. Como integrantes de un movimiento gestado desde abajo de la sociedad, las mujeres anabautistas padecieron una triple marginación. La primera por ser mayoritariamente pobres. La segunda por ser mujeres en una sociedad dominada por el patriarcado. La tercera por haber elegido identificarse con una “secta perniciosa”, demonizada por las autoridades religiosa y políticas.
Lo que sabemos de las mujeres anabautistas del siglo XVI proviene mayormente de las actas de los juicios que debieron enfrentar. Raramente dejaron testimonios escritos por ellas mismas, ya que la mayoría no sabía expresarse por escrito o lo hacía de manera muy rudimentaria. Las actas de esos juicios revelan el carácter, las creencias y redes relacionales de esas mujeres. Pero también denotan las estigmatizaciones, el reduccionismo y las burlas de quienes las juzgaron y sentenciaron al exilio, pagar multas o a la muerte.
El libro coordinado por C. Arnold Snyder y Linda A. Huebert (Profiles of Anabaptist Women: Sixteenth-Century Reforming Pioneers, Wilfrid Laurier University Press, 1996, séptima reimpresión 2008), es una herramienta imprescindible en el rescate de la memoria de varias mujeres que decidieron incorporarse a las filas de un movimiento perseguido. Ambos tienen razón cuando escriben que el “hacer visible las vidas de mujeres del pasado nos beneficia a todos, ya que así brindamos un necesario balance en la memoria histórica de la humanidad”.
Al enfatizar, en el anabautismo, la acción del Espíritu Santo como el agente central en la interpretación de Las Escrituras, esto significaba que una persona llena del Espíritu, ya fuese letrada o analfabeta, podría ser un exegeta verdadero (varón o mujer) frente a un docto teólogo pero carente del Espíritu Santo. Esto escandalizó a los círculos del establishment político y religioso, donde consideraron una afrenta que sencillos varones y mujeres, pero sobre todo mujeres, tuviesen la osadía de encarar a bien preparados eruditos y poderosos señores.
Las mujeres anabautistas ejercitaron la memoria para aprenderse versículos, muchos versículos, de la Biblia. En las actas de sus enjuiciadores quedaron plasmadas sus respuestas cuando eran cuestionadas sobre por qué rechazaban el bautismo de infantes, cómo es que en reuniones caseras practicaban la Cena del Señor en dos especies, pan y vino; qué afirmaban al pedirles cuentas acerca de su desobediencia a las autoridades y sus ordenanzas. Ellas simplemente citaban sobre todo secciones del Nuevo Testamento, para afirmar que su obediencia se la debían a Jesús y sus enseñanzas.
Más que los varones, las mujeres anabautistas, por carecer en su mayoría de la habilidad lecto/escritora, fueron eficaces transmisoras orales del núcleo de creencias que caracterizaron a su movimiento. Muchas de ellas potenciaron sus capacidades cuando se convirtieron y adquirieron, como veremos en nuestro próximo artículo, un poder ejercido por un reducido sector (conformado mayoritariamente por varones) de la población en el siglo XVI, nos referimos al poder de la lectura. Con ésta habilidad, quienes se hicieron de ella, acrecentaron su independencia de los centros que normaban y administraban las creencias de la población en un territorio dado.
Como individuos, en una sociedad dominantemente corporativa, las mujeres anabautistas eran llamadas a ejercer una fe consciente y desarrollar un discipulado personal. Debían responder personalmente y no su padre, esposo o guardián por ellas. Al elegir por ellas mismas una comunidad de fe, estaban rechazando el principio eclesiológico, y político reinante en el siglo XVI, el de que según la religión del rey es la religión del pueblo (cuius regio, eius religio). Porque en el anabautismo nadie podía ni debía imponerle la fe a otro ni a otra.
Los datos muestran que en el siglo XVI del total de anabautistas martirizados por lo menos un tercio fueron mujeres. En regiones de Europa donde la persecución fue más cruenta, y en determinados periodos de tiempo las mujeres anabautistas ejecutadas representaron el 40 por ciento. Fortalecidas en su fe las mujeres eligieron la tortura y/o la muerte, cuando ante ellas también estuvo la posibilidad de retractarse en los juicios y evadir así la pena capital. De algunos casos nos ocuparemos en nuestra próxima entrega.

*Carlos Mnez. Gª es sociólogo, escritor, e investigador del Centro de Estudios del Protestantismo Mexicano.

Fuente: © Carlos Martínez García, ProtestanteDigital.com

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