Por. César Vidal, España*
Señalaba yo en mi última entrega que es imposible comprender el nacimiento de la democracia moderna sin hacer referencia al peso de la Reforma y, en especial, del pensamiento puritano en su configuración. Los progres norteamericanos llevan décadas intentando negar ese aspecto indiscutible y, desde luego, han conseguido que los medios de comunicación y no pocos profesores universitarios asuman la tesis – bien falsa, por cierto – de que los Padres fundadores eran una especie de descreídos laicistas que abominaban de la herencia puritana.
Semejante disparate quedaría fácilmente disipado sólo con aplicar el principio protestante de acudir a las fuentes para ver lo que dicen. Es lo que pienso hacer en mis próximas entregas. En ésta, intentaré mostrar cómo el peso del puritanismo fue decisivo en el proceso constitucional de la primera democracia moderna y como, efectivamente, así fue reconocido por los contemporáneos del proceso. En la siguiente, me ocuparé de la mentalidad de los creadores de esa primera democracia de los que sólo uno fue teísta – desde luego, no ateo ni agnóstico – y otro católico.
Como señaló en su día el estadista inglés sir James Stephen, el calvinismo político se resumía en cuatro puntos: 1. La voluntad popular era una fuente legítima de poder de los gobernantes; 2. Ese poder podía ser delegado en representantes mediante un sistema electivo; 3. En el sistema eclesial clérigos y laicos debían disfrutar de una autoridad igual aunque coordinada y 4. Entre la iglesia y el estado no debía existir ni alianza ni mutua dependencia. Sin duda, se trataba de principios que, actualmente, son de reconocimiento prácticamente general en occidente pero que en el siglo XVI distaban mucho de ser aceptables.
Durante el siglo XVII, los puritanos ingleses optaron fundamentalmente por dos vías. No pocos decidieron emigrar a Holanda -donde los calvinistas habían establecido un peculiar sistema de libertades que proporcionaba refugio a judíos y seguidores de diversas fes- o incluso a las colonias de América del norte. De hecho, los famosos y citados Padres peregrinos del barco Mayflower no eran sino un grupo de puritanos. Por el contrario, los que permanecieron en Inglaterra formaron el núcleo esencial del partido parlamentario -en ocasiones hasta republicano- que fue a la guerra contra Carlos I, lo derrotó y, a través de diversos avatares, resultó esencial para la consolidación de un sistema representativo en Inglaterra.
La llegada de los puritanos a lo que después sería Estados Unidos fue un acontecimiento de enorme importancia. Puritanos fueron entre otros John Endicott, primer gobernador de Massachusetts; John Winthrop, el segundo gobernador de la citada colonia; Thomas Hooker, fundador de Connecticut; John Davenport, fundador de New Haven; y Roger Williams, fundador de Rhode Island. Incluso un cuáquero como William Penn, fundador de Pennsylvania y de la ciudad de Filadelfia, tuvo influencia puritana ya que se había educado con maestros de esta corriente teológica. Desde luego, la influencia educativa fue esencial ya que no en vano Harvard -como posteriormente Yale y Princeton- fue fundada en 1636 por los puritanos.
Cuando estalló la revolución americana a finales del siglo XVIII, el peso de los puritanos en las colonias inglesas de América del norte era enorme. De los aproximadamente tres millones de americanos que vivían a la sazón en aquel territorio, 900.000 eran puritanos de origen escocés, 600.000 eran puritanos ingleses y otros 500.000 eran calvinistas de extracción holandesa, alemana o francesa. Por si fuera poco, los anglicanos que vivían en las colonias eran en buena parte de simpatía calvinista ya que se regían por los Treinta y nueve artículos, un documento doctrinal con esta orientación. Así, dos terceras partes al menos de los habitantes de los futuros Estados Unidos eran calvinistas y el otro tercio en su mayoría se identificaba con grupos de disidentes como los cuáqueros o los bautistas. La presencia, por el contrario, de católicos era casi testimonial y los metodistas aún no habían hecho acto de presencia con la fuerza que tendrían después en Estados Unidos. Afirmar, pues, como han hecho algunos, que el peso de los puritanos ya no existía en el s. XVIII constituye una muestra indudable de ignorancia supina o de mala fe rampante.
Naturalmente, así lo vieron los contemporáneos. De hecho, el panorama resultaba tan obvio que en Inglaterra se denominó a la guerra de independencia de Estados Unidos “la rebelión presbiteriana” y el propio rey Jorge III afirmó: “atribuyo toda la culpa de estos extraordinarios acontecimientos a los presbiterianos”. Por lo que se refiere al primer ministro inglés Horace Walpole, resumió los sucesos ante el parlamento afirmando que “la prima América se ha ido con un pretendiente presbiteriano”. No se equivocaban y, por citar un ejemplo significativo, cuando el general británico Cornwallis fue obligado a retirarse para, posteriormente, capitular en Yorktown, todos los coroneles del ejército americano salvo uno eran presbíteros de iglesias presbiterianas. Por lo que se refiere a los soldados y oficiales de la totalidad del ejército, algo más de la mitad también pertenecían a esta corriente religiosa. ¡Como influencia histórica inexistente no estaba nada mal!
El influjo de los puritanos resultó especialmente decisivo en la redacción de la constitución. Ciertamente, los cuatro principios del calvinismo político arriba señalados fueron esenciales a la hora de darle forma, pero a ellos se unió otro absolutamente esencial que, por si solo, sirve para explicar el desarrollo tan diferente seguido por la democracia en el mundo anglosajón y en el resto de occidente. La Biblia -y al respecto las confesiones surgidas de la Reforma fueron muy insistentes- enseña que el género humano es una especie profundamente afectada moralmente como consecuencia de la caída de Adán. Por supuesto, los seres humanos pueden hacer buenos actos y realizar acciones que muestran que, aunque empañadas, llevan en sí la imagen y semejanza de Dios. Sin embargo, la tendencia al mal es innegable y hay que guardarse de ella cuidadosamente. Por ello, el poder político debe dividirse para evitar que se concentre en unas manos -lo que siempre derivará en corrupción y tiranía- y debe ser controlado. Esta visión pesimista -¿o simplemente realista?- de la naturaleza humana ya había llevado en el siglo XVI a los puritanos a concebir una forma de gobierno eclesial que, a diferencia del episcopalismo católico o anglicano, dividía el poder eclesial en varias instancias que se frenaban y contrapesaban entre sí evitando la corrupción.
Esa misma línea fue la seguida a finales del siglo XVIII para redactar la constitución americana. De hecho, el primer texto independentista norteamericano no fue, como generalmente se piensa, la declaración de independencia redactada por Thomas Jefferson sino el texto del que el futuro presidente norteamericano la copió. Éste no fue otro que la Declaración de Mecklenburg, un texto suscrito por presbiterianos de origen escocés e irlandés, en Carolina del norte el 20 de mayo de 1775. La Declaración de Mecklenburg contenía todos los puntos que un año después desarrollaría Jefferson desde la soberanía nacional a la lucha contra la tiranía pasando por el carácter electivo del poder político y la división de poderes. Por añadidura, fue aprobada por una asamblea de veintisiete diputados -todos ellos puritanos- de los que un tercio eran presbíteros de la iglesia presbiteriana incluyendo a su presidente y secretario. La deuda de Jefferson con la Declaración de Mecklenburg ya fue señalada por su biógrafo Tucker, pero además cuenta con una clara base textual y es que el texto inicial de Jefferson -que ha llegado hasta nosotros- presenta notables enmiendas y éstas se corresponden puntualmente con la declaración de los presbiterianos.
El carácter puritano de la Constitución -reconocido magníficamente, por ejemplo, por el español Emilio Castelar- iba a tener una trascendencia innegable. Mientras que el optimismo antropológico de Rousseau derivaba en el terror de 1792 y, al fin y a la postre, en la dictadura napoleónica o el no menos optimismo socialista propugnaba un paraíso cuya antesala era la dictadura del proletariado, los puritanos habían trasladado desde sus iglesias a la totalidad de la nación un sistema de gobierno que podía basarse en conceptos desagradables para la autoestima humana pero que, traducidos a la práctica, resultaron de una eficacia y solidez incomparables.
Si a este aspecto sumamos además la práctica de algunas cualidades como el trabajo, el impulso empresarial, el énfasis en la educación o la fe en un destino futuro que se concibe como totalmente en manos de un Dios soberano, justo y bueno contaremos con muchas de las claves para explicar no sólo la evolución histórica de Estados Unidos sino también sus diferencias con los demás países del continente.
Por supuesto, los ciudadanos de las repúblicas situadas al sur del río Grande pueden seguir culpando a los Estados Unidos de todos sus males, pero semejante actitud, en no escasa medida, resulta semejante a la del niño que no ha estudiado y arroja la responsabilidad de su holgazanería sobre el profesor que, supuestamente, le tiene manía. La herencia indígena que algunos se empeñan todavía en reivindicar, la mentalidad católica de siglos, el peso de la masonería presente desde los Padres de las patrias hispanoamericanas, la corrupción galopante, la falta de una justicia independiente y la inclinación hacia modelos intervencionistas de izquierdas se encuentran en la base del desastre hispanoamericano a la hora de crear sistemas verdaderamente democráticos.
Al respecto, la lectura de libros como Del buen salvaje al buen revolucionario del venezolano Carlos Rangel pueden ser una buena vacuna contra tanta demagogia barata que pretende culpar hasta de los ciclones a los Estados Unidos. Por el contrario, la ausencia de esos factores al norte del río Grande y la implantación de un verdadero sistema democrático emanado de principios bíblicos explica también, en no escasa medida, el desarrollo histórico no sólo de los Estados Unidos sino también del Canadá. Pero sobre la necesidad de sustentar la democracia en una cosmovisión cristiana surgida de la Biblia hablaré, Dios mediante, en mi próxima entrega.
Continuará.
*César Vidal es escritor, historiador y teólogo
Fuente: © C. Vidal, ProtestanteDigital.com
Señalaba yo en mi última entrega que es imposible comprender el nacimiento de la democracia moderna sin hacer referencia al peso de la Reforma y, en especial, del pensamiento puritano en su configuración. Los progres norteamericanos llevan décadas intentando negar ese aspecto indiscutible y, desde luego, han conseguido que los medios de comunicación y no pocos profesores universitarios asuman la tesis – bien falsa, por cierto – de que los Padres fundadores eran una especie de descreídos laicistas que abominaban de la herencia puritana.
Semejante disparate quedaría fácilmente disipado sólo con aplicar el principio protestante de acudir a las fuentes para ver lo que dicen. Es lo que pienso hacer en mis próximas entregas. En ésta, intentaré mostrar cómo el peso del puritanismo fue decisivo en el proceso constitucional de la primera democracia moderna y como, efectivamente, así fue reconocido por los contemporáneos del proceso. En la siguiente, me ocuparé de la mentalidad de los creadores de esa primera democracia de los que sólo uno fue teísta – desde luego, no ateo ni agnóstico – y otro católico.
Como señaló en su día el estadista inglés sir James Stephen, el calvinismo político se resumía en cuatro puntos: 1. La voluntad popular era una fuente legítima de poder de los gobernantes; 2. Ese poder podía ser delegado en representantes mediante un sistema electivo; 3. En el sistema eclesial clérigos y laicos debían disfrutar de una autoridad igual aunque coordinada y 4. Entre la iglesia y el estado no debía existir ni alianza ni mutua dependencia. Sin duda, se trataba de principios que, actualmente, son de reconocimiento prácticamente general en occidente pero que en el siglo XVI distaban mucho de ser aceptables.
Durante el siglo XVII, los puritanos ingleses optaron fundamentalmente por dos vías. No pocos decidieron emigrar a Holanda -donde los calvinistas habían establecido un peculiar sistema de libertades que proporcionaba refugio a judíos y seguidores de diversas fes- o incluso a las colonias de América del norte. De hecho, los famosos y citados Padres peregrinos del barco Mayflower no eran sino un grupo de puritanos. Por el contrario, los que permanecieron en Inglaterra formaron el núcleo esencial del partido parlamentario -en ocasiones hasta republicano- que fue a la guerra contra Carlos I, lo derrotó y, a través de diversos avatares, resultó esencial para la consolidación de un sistema representativo en Inglaterra.
La llegada de los puritanos a lo que después sería Estados Unidos fue un acontecimiento de enorme importancia. Puritanos fueron entre otros John Endicott, primer gobernador de Massachusetts; John Winthrop, el segundo gobernador de la citada colonia; Thomas Hooker, fundador de Connecticut; John Davenport, fundador de New Haven; y Roger Williams, fundador de Rhode Island. Incluso un cuáquero como William Penn, fundador de Pennsylvania y de la ciudad de Filadelfia, tuvo influencia puritana ya que se había educado con maestros de esta corriente teológica. Desde luego, la influencia educativa fue esencial ya que no en vano Harvard -como posteriormente Yale y Princeton- fue fundada en 1636 por los puritanos.
Cuando estalló la revolución americana a finales del siglo XVIII, el peso de los puritanos en las colonias inglesas de América del norte era enorme. De los aproximadamente tres millones de americanos que vivían a la sazón en aquel territorio, 900.000 eran puritanos de origen escocés, 600.000 eran puritanos ingleses y otros 500.000 eran calvinistas de extracción holandesa, alemana o francesa. Por si fuera poco, los anglicanos que vivían en las colonias eran en buena parte de simpatía calvinista ya que se regían por los Treinta y nueve artículos, un documento doctrinal con esta orientación. Así, dos terceras partes al menos de los habitantes de los futuros Estados Unidos eran calvinistas y el otro tercio en su mayoría se identificaba con grupos de disidentes como los cuáqueros o los bautistas. La presencia, por el contrario, de católicos era casi testimonial y los metodistas aún no habían hecho acto de presencia con la fuerza que tendrían después en Estados Unidos. Afirmar, pues, como han hecho algunos, que el peso de los puritanos ya no existía en el s. XVIII constituye una muestra indudable de ignorancia supina o de mala fe rampante.
Naturalmente, así lo vieron los contemporáneos. De hecho, el panorama resultaba tan obvio que en Inglaterra se denominó a la guerra de independencia de Estados Unidos “la rebelión presbiteriana” y el propio rey Jorge III afirmó: “atribuyo toda la culpa de estos extraordinarios acontecimientos a los presbiterianos”. Por lo que se refiere al primer ministro inglés Horace Walpole, resumió los sucesos ante el parlamento afirmando que “la prima América se ha ido con un pretendiente presbiteriano”. No se equivocaban y, por citar un ejemplo significativo, cuando el general británico Cornwallis fue obligado a retirarse para, posteriormente, capitular en Yorktown, todos los coroneles del ejército americano salvo uno eran presbíteros de iglesias presbiterianas. Por lo que se refiere a los soldados y oficiales de la totalidad del ejército, algo más de la mitad también pertenecían a esta corriente religiosa. ¡Como influencia histórica inexistente no estaba nada mal!
El influjo de los puritanos resultó especialmente decisivo en la redacción de la constitución. Ciertamente, los cuatro principios del calvinismo político arriba señalados fueron esenciales a la hora de darle forma, pero a ellos se unió otro absolutamente esencial que, por si solo, sirve para explicar el desarrollo tan diferente seguido por la democracia en el mundo anglosajón y en el resto de occidente. La Biblia -y al respecto las confesiones surgidas de la Reforma fueron muy insistentes- enseña que el género humano es una especie profundamente afectada moralmente como consecuencia de la caída de Adán. Por supuesto, los seres humanos pueden hacer buenos actos y realizar acciones que muestran que, aunque empañadas, llevan en sí la imagen y semejanza de Dios. Sin embargo, la tendencia al mal es innegable y hay que guardarse de ella cuidadosamente. Por ello, el poder político debe dividirse para evitar que se concentre en unas manos -lo que siempre derivará en corrupción y tiranía- y debe ser controlado. Esta visión pesimista -¿o simplemente realista?- de la naturaleza humana ya había llevado en el siglo XVI a los puritanos a concebir una forma de gobierno eclesial que, a diferencia del episcopalismo católico o anglicano, dividía el poder eclesial en varias instancias que se frenaban y contrapesaban entre sí evitando la corrupción.
Esa misma línea fue la seguida a finales del siglo XVIII para redactar la constitución americana. De hecho, el primer texto independentista norteamericano no fue, como generalmente se piensa, la declaración de independencia redactada por Thomas Jefferson sino el texto del que el futuro presidente norteamericano la copió. Éste no fue otro que la Declaración de Mecklenburg, un texto suscrito por presbiterianos de origen escocés e irlandés, en Carolina del norte el 20 de mayo de 1775. La Declaración de Mecklenburg contenía todos los puntos que un año después desarrollaría Jefferson desde la soberanía nacional a la lucha contra la tiranía pasando por el carácter electivo del poder político y la división de poderes. Por añadidura, fue aprobada por una asamblea de veintisiete diputados -todos ellos puritanos- de los que un tercio eran presbíteros de la iglesia presbiteriana incluyendo a su presidente y secretario. La deuda de Jefferson con la Declaración de Mecklenburg ya fue señalada por su biógrafo Tucker, pero además cuenta con una clara base textual y es que el texto inicial de Jefferson -que ha llegado hasta nosotros- presenta notables enmiendas y éstas se corresponden puntualmente con la declaración de los presbiterianos.
El carácter puritano de la Constitución -reconocido magníficamente, por ejemplo, por el español Emilio Castelar- iba a tener una trascendencia innegable. Mientras que el optimismo antropológico de Rousseau derivaba en el terror de 1792 y, al fin y a la postre, en la dictadura napoleónica o el no menos optimismo socialista propugnaba un paraíso cuya antesala era la dictadura del proletariado, los puritanos habían trasladado desde sus iglesias a la totalidad de la nación un sistema de gobierno que podía basarse en conceptos desagradables para la autoestima humana pero que, traducidos a la práctica, resultaron de una eficacia y solidez incomparables.
Si a este aspecto sumamos además la práctica de algunas cualidades como el trabajo, el impulso empresarial, el énfasis en la educación o la fe en un destino futuro que se concibe como totalmente en manos de un Dios soberano, justo y bueno contaremos con muchas de las claves para explicar no sólo la evolución histórica de Estados Unidos sino también sus diferencias con los demás países del continente.
Por supuesto, los ciudadanos de las repúblicas situadas al sur del río Grande pueden seguir culpando a los Estados Unidos de todos sus males, pero semejante actitud, en no escasa medida, resulta semejante a la del niño que no ha estudiado y arroja la responsabilidad de su holgazanería sobre el profesor que, supuestamente, le tiene manía. La herencia indígena que algunos se empeñan todavía en reivindicar, la mentalidad católica de siglos, el peso de la masonería presente desde los Padres de las patrias hispanoamericanas, la corrupción galopante, la falta de una justicia independiente y la inclinación hacia modelos intervencionistas de izquierdas se encuentran en la base del desastre hispanoamericano a la hora de crear sistemas verdaderamente democráticos.
Al respecto, la lectura de libros como Del buen salvaje al buen revolucionario del venezolano Carlos Rangel pueden ser una buena vacuna contra tanta demagogia barata que pretende culpar hasta de los ciclones a los Estados Unidos. Por el contrario, la ausencia de esos factores al norte del río Grande y la implantación de un verdadero sistema democrático emanado de principios bíblicos explica también, en no escasa medida, el desarrollo histórico no sólo de los Estados Unidos sino también del Canadá. Pero sobre la necesidad de sustentar la democracia en una cosmovisión cristiana surgida de la Biblia hablaré, Dios mediante, en mi próxima entrega.
Continuará.
*César Vidal es escritor, historiador y teólogo
Fuente: © C. Vidal, ProtestanteDigital.com
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