sábado, 17 de julio de 2010

Campeones del mundo

Por. Wenceslao Calvo, España*
El domingo y lunes, 11 y 12 de julio de 2010, Madrid fue una explosión de euforia popular. Las gentes se echaron a las calles, nada más producirse el pitido final del árbitro, para festejar el triunfo que consagraba a España como campeona del mundo de fútbol. Se dice que nada semejante se había visto nunca en la capital, aunque contemplando las imágenes en blanco y negro a cámara rápida del 14 de abril de 1931, el día que fue proclamada la II República, no resulta tan fácil hacer esa afirmación; con todo, es posible que así sea.
Y es que ante la dura realidad presente y el inquietante panorama futuro, el fútbol ha venido a poner la única nota agradable capaz de generar ilusión y levantar la moral de un pueblo alicaído, sumido en una profunda depresión. Cuando las noticias, rumores y sobresaltos de índole económica, social y política nos dibujan un cuadro casi como los plasmados por Goya en su ´etapa negra´, el fútbol ha tenido la virtud de sacarnos por unos días de la sima del pesimismo y elevarnos hasta las nubes de la exaltación y la gloria.
Claro que pasado mañana, cuando toda esta euforia colectiva haya pasado, volveremos a la sombría realidad, aunque siempre habrá quien diga: ¡Que nos quiten lo bailao! Creo que ahora puedo comprender mejor a otras naciones, cuya frustración es tan profunda en tantos aspectos y sus expectativas tan oscuras, que se vuelcan totalmente en el fútbol, como si tuviera poder redentor.
Pero en estos días de tanta saturación futbolística me venía a la mente el pasaje de 1 Corintios 9:24-27, en el que el apóstol Pablo compara la vida cristiana con una competición deportiva. Sin duda, las asociaciones son totalmente actuales y vigentes, pareciendo que dicha carta fue escrita ayer mismo. Y es que el mundo del siglo XXI no es tan diferente del mundo del siglo I.
Veamos algunas de las enseñanzas que se desprenden de ese texto:
La existencia de un triunfo. Es evidente que el triunfo es lo que da propósito a la competición, no teniendo sentido participar de no haberlo. De hecho, hay una concatenación intrínseca entre la una y el otro, porque en la misma idea de competición ya está implícita la de triunfo. La vida cristiana es una competición y por lo tanto hay aparejado un triunfo.
La cantidad de aspirantes al mismo. Todos los que han participado en este Mundial de fútbol acudían con la aspiración o el sueño de ganar. Muchos equipos de todo el mundo que también aspiraron a estar en Johannesburgo, quedaron ya eliminados en las fases previas. De la misma manera, hay mucha gente que le gustaría tener las bendiciones prometidas por Dios a través de Cristo.
El triunfo es únicamente para el que vence. Aunque la ciudad de Madrid iba a darles un gran recibimiento a los futbolistas españoles aun en el caso de que no hubieran ganado la final, hasta tal punto se consideraba una hazaña lo que habían hecho, la realidad es que lo que cuenta es quién ganó. Los derrotados, incluso el que cae en la final, a fin de cuentas son eso, derrotados. No hay diferencia en ese aspecto con la vida cristiana, donde finalmente lo que importa es llegar hasta el final y ganar.
El galardón del triunfo. En el campeonato del mundo de fútbol es una copa de oro, así como en los tiempos del siglo I era una corona de laurel. Y junto a ello el prestigio, la fama y la gloria. Aunque todo eso lo denomina el apóstol Pablo ´corruptible´, mientras que el triunfo que se pone delante del cristiano es de naturaleza imperecedera.
La renuncia para conseguirlo. Todo lo que vale cuesta. De ahí el esfuerzo y ardor que han puesto nuestros futbolistas para llegar adonde han llegado. ¿Merece la pena luchar por algo que en definitiva es terrenal y no merecerá, mucho más, pelear por algo que es celestial? Si éstos no han escatimado sacrificios para llegar a la cima, ¿no seremos capaces nosotros de negarnos a todo aquello que nos lo pueda impedir.
El favorito no puede confiarse. Es sabido que la confianza engañosa es el precedente de la derrota. No es garantía de nada ser favorito. Es más, puede ser incluso un peligro partir con tal condición. Lo mismo pasa en la vida cristiana. De ahí que asistamos, con más frecuencia de la debida, a fracasos sonoros en personas de renombre y fama que un día hicieron profesión de fe cristiana. Grandes conversiones, grandes decepciones. Si alguna vez ha habido alguien que tenía la condición de favorito, ése fue el apóstol Pablo. Y sin embargo, lejos de confiarse en su apostolado, en sus dones o en sus inmensos logros, admite la posibilidad de ser derrotado, si no toma medidas radicales.
El peor adversario. En el caso del cristiano no es el contrincante externo, sino el interno. En efecto, hay algo dentro de nosotros mismos, que es el peor enemigo que puede haber. Se le llama ´carne´, ´vieja naturaleza´ o ´concupiscencia´, entre otros nombres, para designar esa fuerza descomunal que se yergue para someternos a su señorío y arrebatarnos el triunfo. Es un combate a muerte, no habiendo posibilidad de término medio.
Compitamos, pues, en la más importante y grande de las competiciones, sabiendo que lo que está en juego no tiene comparación.
´¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado.´ (1 Corintios 9:24-27)

*Wenceslao Calvo es conferenciante, predicador y pastor en una iglesia de Madrid

Fuente: © W. Calvo, ProtestanteDigital.com (España, 2010).

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Al realizar un comentario, esperamos que el mismo sea proactivo y no reactivo. Evitemos comentarios despectivos y descalificativos que en nada ayuda. ¡Sos inteligente y sabe lo que digo!