Por. Emilio Monjo, España*
Al pensar en la situación de reforma religiosa que se vive en España en el siglo XVI, la respuesta que se dé a ésa pregunta es fundamental para la comprensión del propio tiempo de los hechos y para nuestro presente en la aplicación de sus principios.
Siempre lo es, pero en este caso de manera especial, la importancia del adecuado uso del lenguaje. Si planteáramos la pregunta diciendo si los que se agrupan bajo el genérico “disidentes religiosos” eran católicos o protestantes (o evangélicos si gusta más el término), se habría incurrido en la confusión de lo que debe ser el vehículo de la verdad: el lenguaje.
Para nuestros padres y hermanos reformadores del XVI no existía más que Una Iglesia, Santa y Católica; luego estaba lo que el diablo había fabricado: herejías, corrupciones y, especialmente, la iglesia de Roma (“papismo”, “romanismo”, en su modo de hablar). Ellos siempre se presentaron como católicos; su fe era la católica, por eso entendían que su deber era avisar contra el peligro para esa Iglesia Católica que suponía la acción y poder de Roma, la cual aparecía como anticatólica por excelencia.
En la Confesión de Londres (1560/1), donde Casiodoro de Reina explica la fe de la iglesia española allí exiliada, escribe: “Por esta confesión protestamos que somos miembros de la Iglesia Católica”. Cuando trata en el capítulo XV “de la disciplina eclesiástica” dice: “(…) Que por ella primeramente se procura retener a los fieles, que son congregados en algún cierto lugar, en la justicia y limpieza de vida, asimismo en la unidad de la fe y consentimiento de doctrina que profesa la Iglesia Católica”. (Una buena muestra de la riqueza espiritual de nuestra iglesia en Londres en ese tiempo es que, al tratar el tema de la disciplina eclesiástica, no propone un reglamento para ejercerla, sino que se limita a declarar que como es algo bueno para la Iglesia, “nosotros nos sujetamos a ella de buena voluntad, deseando y pidiendo ser enseñados con caridad de los que mejor sintieren, y corregidos con la misma en las faltas que en nosotros, como hombres, se hallaren”.)
Antonio del Corro, en su confesión que incorpora a la edición del comentario a Romanos (volumen VI de la Colección “Obras de los Reformadores Españoles del siglo XVI”) declara de la Iglesia Católica que “la Iglesia es una sola, y que ésta no está encerrada, como antiguamente entre los judíos, en un ángulo o reino, sino que es católica y universal y difundida por todo el orbe de la Tierra”. Por ello avisará tantas veces en sus escritos este autor que la mayor perversión de esa Iglesia Católica es la pretensión de Roma de encerrarla en su jurisdicción.
Juan Pérez de Pineda en todas sus “amonestaciones al cristiano lector” luego de explicar la doctrina antigua (la Católica) sobre diversos asuntos de la fe, y contraponer la doctrina nueva (la romana), asume la vida y existencia de la Iglesia como entidad ajena a Roma (Breve Tratado de Doctrina). La enseñanza católica es la opuesta a la que pretende la iglesia de Roma.
Cipriano de Valera, en su presentación a “todos los fieles de la nación española” de su traducción de la Institución de Calvino, dice que la doctrina que les ofrece en sus páginas “es la doctrina de Cristo anunciada en el mundo por sus Apóstoles, y por consiguiente es doctrina sana, antigua y verdaderamente Católica y Apostólica, por la cual los hombres alcanzan verdadero conocimiento de Cristo”. Ésa es la doctrina que enseñan hoy, añade, en las “Iglesias reformadas”. En otro lugar (Dos Tratados: del Papa y de la Misa) presenta la situación hablando de “los cristianos católicos, de religión reformada”, con ello nos proporciona la terminología más adecuada. Efectivamente, las iglesias que se han desprendido del dominio de Roma, son iglesias de la Iglesia Católica de religión reformada. (Es evidente que “reformada” en este caso nada tiene que ver con un sentido denominacional actual.)
Muchos han caído en la trampa del lenguaje, la “perversión de palabras” ante la que previene la Escritura, ha producido un efecto mortífero. El discurso y la estética equívoca de Roma, de la que ha sido hija predilecta su Inquisición, ha colocado a los oponentes como “luteranos”, calvinistas”, “protestantes”, etc. Incluso entre los que están fuera de la iglesia de Roma, se la nombra como “la Iglesia” o “la Iglesia Católica”.
Nuestros reformadores del XVI, sin embargo, vieron claramente la trampa y no cayeron en ella. Siempre se presentaron como católicos, y expusieron su fe como la fe Católica frente a las desviaciones de Roma (o de cualquier otro grupo herético). La breve, pero correctísima, indicación que se hace sobre María Bohórquez en la pasarela de reflexión sobre la intolerancia que se ha abierto en parte de la antigua sede del tribunal de la Inquisición en Triana (Sevilla) muestra esta situación. Se dice que defendió su fe como “católica” ante sus acusadores. La Inquisición, como con todos los demás de la iglesia clandestina de Sevilla, la condenó por “luterana”. (¡No la iba a condenar por fidelísima católica!) Esto tiene implicaciones importantes. Entre otras, que nuestro reformadores, al considerar al rey o al emperador, “católicos”, les emplazan para que libren con su actuación a la Iglesia Católica de la tiranía y corrupción de la iglesia de Roma. ¡Cuánto se habrá avanzado si se recupera ese lenguaje!
Termino esta reflexión señalando otro aspecto importante: nuestros reformadores fueron católicos (de religión reformada) que estuvieron en lugares diversos, pero en esos lugares “estaban” como una simple circunstancia: unos en la iglesia de Inglaterra, otros en la iglesia Luterana, otros en la iglesia de Ginebra, otros (¡esos tuvieron el más alto honor!) en la iglesia pequeñita, clandestina, de Sevilla (o de Valladolid, o tantos otros lugares). Seguramente perderá el tiempo quien pretenda hacerlos miembros de alguna denominación eclesiástica actual.
Doy las gracias a esta revista por alojar en su espacio estas palabras; también a quien haya tenido la paciencia de terminar la lectura de esta reflexión, y les invito a que (más o menos) dentro de unas tres semanas, d. v., nos volvamos a encontrar. Este apartado se ocupará de la Reforma en España en el siglo XVI, vista en el contexto de la europea, pero no como quien visita unas ruinas inútiles, sino como quien tiene en sus manos unos planos y proyectos con los que el Señor edificó a su Iglesia, y que siguen vigentes para edificarla también en nuestra época. De eso se trata.
*Emilio Monjo es historiador, escritor y director del CIMPE. Ademas, es de la Colección Historia de la Editorial MAD. En cuanto al campo de formación y académico es Doctor en Filosofía por la Universidad de Sevilla, y autor de varias obras.
Fuente: © E. Monjo Bellido, ProtestanteDigital.com (España, 2010).
Al pensar en la situación de reforma religiosa que se vive en España en el siglo XVI, la respuesta que se dé a ésa pregunta es fundamental para la comprensión del propio tiempo de los hechos y para nuestro presente en la aplicación de sus principios.
Siempre lo es, pero en este caso de manera especial, la importancia del adecuado uso del lenguaje. Si planteáramos la pregunta diciendo si los que se agrupan bajo el genérico “disidentes religiosos” eran católicos o protestantes (o evangélicos si gusta más el término), se habría incurrido en la confusión de lo que debe ser el vehículo de la verdad: el lenguaje.
Para nuestros padres y hermanos reformadores del XVI no existía más que Una Iglesia, Santa y Católica; luego estaba lo que el diablo había fabricado: herejías, corrupciones y, especialmente, la iglesia de Roma (“papismo”, “romanismo”, en su modo de hablar). Ellos siempre se presentaron como católicos; su fe era la católica, por eso entendían que su deber era avisar contra el peligro para esa Iglesia Católica que suponía la acción y poder de Roma, la cual aparecía como anticatólica por excelencia.
En la Confesión de Londres (1560/1), donde Casiodoro de Reina explica la fe de la iglesia española allí exiliada, escribe: “Por esta confesión protestamos que somos miembros de la Iglesia Católica”. Cuando trata en el capítulo XV “de la disciplina eclesiástica” dice: “(…) Que por ella primeramente se procura retener a los fieles, que son congregados en algún cierto lugar, en la justicia y limpieza de vida, asimismo en la unidad de la fe y consentimiento de doctrina que profesa la Iglesia Católica”. (Una buena muestra de la riqueza espiritual de nuestra iglesia en Londres en ese tiempo es que, al tratar el tema de la disciplina eclesiástica, no propone un reglamento para ejercerla, sino que se limita a declarar que como es algo bueno para la Iglesia, “nosotros nos sujetamos a ella de buena voluntad, deseando y pidiendo ser enseñados con caridad de los que mejor sintieren, y corregidos con la misma en las faltas que en nosotros, como hombres, se hallaren”.)
Antonio del Corro, en su confesión que incorpora a la edición del comentario a Romanos (volumen VI de la Colección “Obras de los Reformadores Españoles del siglo XVI”) declara de la Iglesia Católica que “la Iglesia es una sola, y que ésta no está encerrada, como antiguamente entre los judíos, en un ángulo o reino, sino que es católica y universal y difundida por todo el orbe de la Tierra”. Por ello avisará tantas veces en sus escritos este autor que la mayor perversión de esa Iglesia Católica es la pretensión de Roma de encerrarla en su jurisdicción.
Juan Pérez de Pineda en todas sus “amonestaciones al cristiano lector” luego de explicar la doctrina antigua (la Católica) sobre diversos asuntos de la fe, y contraponer la doctrina nueva (la romana), asume la vida y existencia de la Iglesia como entidad ajena a Roma (Breve Tratado de Doctrina). La enseñanza católica es la opuesta a la que pretende la iglesia de Roma.
Cipriano de Valera, en su presentación a “todos los fieles de la nación española” de su traducción de la Institución de Calvino, dice que la doctrina que les ofrece en sus páginas “es la doctrina de Cristo anunciada en el mundo por sus Apóstoles, y por consiguiente es doctrina sana, antigua y verdaderamente Católica y Apostólica, por la cual los hombres alcanzan verdadero conocimiento de Cristo”. Ésa es la doctrina que enseñan hoy, añade, en las “Iglesias reformadas”. En otro lugar (Dos Tratados: del Papa y de la Misa) presenta la situación hablando de “los cristianos católicos, de religión reformada”, con ello nos proporciona la terminología más adecuada. Efectivamente, las iglesias que se han desprendido del dominio de Roma, son iglesias de la Iglesia Católica de religión reformada. (Es evidente que “reformada” en este caso nada tiene que ver con un sentido denominacional actual.)
Muchos han caído en la trampa del lenguaje, la “perversión de palabras” ante la que previene la Escritura, ha producido un efecto mortífero. El discurso y la estética equívoca de Roma, de la que ha sido hija predilecta su Inquisición, ha colocado a los oponentes como “luteranos”, calvinistas”, “protestantes”, etc. Incluso entre los que están fuera de la iglesia de Roma, se la nombra como “la Iglesia” o “la Iglesia Católica”.
Nuestros reformadores del XVI, sin embargo, vieron claramente la trampa y no cayeron en ella. Siempre se presentaron como católicos, y expusieron su fe como la fe Católica frente a las desviaciones de Roma (o de cualquier otro grupo herético). La breve, pero correctísima, indicación que se hace sobre María Bohórquez en la pasarela de reflexión sobre la intolerancia que se ha abierto en parte de la antigua sede del tribunal de la Inquisición en Triana (Sevilla) muestra esta situación. Se dice que defendió su fe como “católica” ante sus acusadores. La Inquisición, como con todos los demás de la iglesia clandestina de Sevilla, la condenó por “luterana”. (¡No la iba a condenar por fidelísima católica!) Esto tiene implicaciones importantes. Entre otras, que nuestro reformadores, al considerar al rey o al emperador, “católicos”, les emplazan para que libren con su actuación a la Iglesia Católica de la tiranía y corrupción de la iglesia de Roma. ¡Cuánto se habrá avanzado si se recupera ese lenguaje!
Termino esta reflexión señalando otro aspecto importante: nuestros reformadores fueron católicos (de religión reformada) que estuvieron en lugares diversos, pero en esos lugares “estaban” como una simple circunstancia: unos en la iglesia de Inglaterra, otros en la iglesia Luterana, otros en la iglesia de Ginebra, otros (¡esos tuvieron el más alto honor!) en la iglesia pequeñita, clandestina, de Sevilla (o de Valladolid, o tantos otros lugares). Seguramente perderá el tiempo quien pretenda hacerlos miembros de alguna denominación eclesiástica actual.
Doy las gracias a esta revista por alojar en su espacio estas palabras; también a quien haya tenido la paciencia de terminar la lectura de esta reflexión, y les invito a que (más o menos) dentro de unas tres semanas, d. v., nos volvamos a encontrar. Este apartado se ocupará de la Reforma en España en el siglo XVI, vista en el contexto de la europea, pero no como quien visita unas ruinas inútiles, sino como quien tiene en sus manos unos planos y proyectos con los que el Señor edificó a su Iglesia, y que siguen vigentes para edificarla también en nuestra época. De eso se trata.
*Emilio Monjo es historiador, escritor y director del CIMPE. Ademas, es de la Colección Historia de la Editorial MAD. En cuanto al campo de formación y académico es Doctor en Filosofía por la Universidad de Sevilla, y autor de varias obras.
Fuente: © E. Monjo Bellido, ProtestanteDigital.com (España, 2010).
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