Por. L. Cervantes-Ortiz, México*
Después de que en 1945 la chilena Gabriela Mistral (1889-1957) obtuvo para América latina el primer premio Nobel de Literatura, solamente otros cinco escritores del subcontinente han alcanzado esta distinción: Miguel Ángel Asturias (Guatemala, 1967), el también chileno Pablo Neruda (1973), Gabriel García Márquez (Colombia, 1982) y ahora el peruano Mario Vargas Llosa, sin olvidar a otros dos poetas nacidos en estas tierras: Saint-John Perse (1960) y Derek Walcott (1992). Mucho tiempo se especuló, además, con el nombre de Jorge Luis Borges, a quien, al parecer, la Academia Sueca le negó el premio debido a sus posturas políticas. Eso sin contar los nombres mayores de la primera mitad del siglo (César Vallejo, Vicente Huidobro o Rómulo Gallegos, entre muchos).
Un repaso de cada autor premiado puede servir para apreciar la manera en que se ha percibido el peso específico de la literatura latinoamericana, tan ignorada en otras épocas. Porque también se ha dicho que cada premio recibido representa el reconocimiento de los logros en géneros específicos. Así, el otorgado a Mistral y Paz implicaría la valoración de la poesía, tan importante incluso antes del llamado boom de la década de los 60; y Asturias, García Márquez, y ahora Vargas Llosa, de este grupo de escritores que provocó una auténtica moda en todo el mundo. Sea como fuere, lo cierto es que la calidad indiscutible de los autores elegidos ubica sus aportaciones en el plano universal.
Mistral (1889-1957) obtuvo el premio antes de ser reconocida en su país con premios locales. Su trabajo poético, encasillado durante una época en el ámbito de la sensibilidad femenina, ha sido rescatado con los años como parte de la gran tradición lírica chilena, en la que destacan nombres como los de Pablo de Rokha y Braulio Arenas. En obras como Desolación (1922) y Ternura (1924) los temas predominantes son la soledad y el dolor sin matices trágicos, pero con un lenguaje sólido y sostenido.
Asturias (1899-1974), a su vez, dueño de una cultura firmemente anclada en el pasado prehispánico de su país, vio proyectada ampliamente su obra gracias al galardón. Novelas como El señor Presidente (1946) y Hombres de maíz (1949) tuvieron una fuerte resonancia, pues su autor, no tan ligado al grupo de escritores del boom, exploró como pocos el sustrato indígena, con el agregado de una visión ideológica comprometida con las luchas de su tiempo.
Neruda (1902-1973) tuvo que esperar muchos años para obtener el premio, que recibió dos años de antes de su muerte, en el inicio mismo de la dictadura. Militante comunista durante buena parte de su vida, dejó una profunda huella en la poesía en español, al grado de que, como se dijo mucho tiempo, existían sólo dos escuelas o corrientes, la “vallejiana”, plena de dramatismo humano, y la “nerudiana”, de fuerte compromiso social y celebración histórico-geográfica. En ese sentido, la crítica le ha reprochado sus poemas celebratorios del estalinismo, al mismo tiempo que le reconoce sus cumbres expresivas: Residencia en la tierra (1935) y Canto general (1950), por citar sólo dos, sin olvidar, claro está, Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1922), su máximo best-seller. Los versos del poema 20 han resonando en varias generaciones de enamorados de todo el mundo: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche./ Escribir, por ejemplo: ´La noche está estrellada,/ y tiritan, azules, los astros, a lo lejos´./ El viento de la noche gira en el cielo y canta./ Puedo escribir los versos más tristes esta noche./ Yo la quise, y a veces ella también me quiso./ En las noches como ésta la tuve entre mis brazos./ ¡La besé tantas veces bajo el cielo infinito!/ Ella me quiso, a veces yo también la quería./ ¡Como no haber amado sus grandes ojos fijos!”.
García Márquez también fue reconocido con el premio Nobel 15 años después de la aparición de su obra más conocida, Cien años de soledad (1967), a la cual le siguieron otros trabajos de enorme calidad como El otoño del patriarca (1975) y Crónica de una muerte anunciada (1981). Para muchos, él fue quien mejor aplicó los postulados de “lo real maravilloso” (frase acuñada por Alejo Carpentier) o “realismo mágico”, una especie de fórmula que trató de explicar cierto estilo cultivado por algunos autores más y mediante el cual combinaban algunos sucesos históricos transfigurados gracias a elementos fantásticos que funcionaban como un contrapunto narrativo y estético.
Cuando Octavio Paz ganó el premio, se encontraba en la cúspide de su carrera como poeta y ensayista, y más allá de la polémica provocada por sus opiniones políticas, nadie discutía la calidad de sus textos. Su poesía, reunida primeramente en Libertad bajo palabra (1949) y después en La estación violenta (1958), Salamandra (1962) y otros títulos, es el testimonio de una incesante voluntad creadora.
Tal vez sea “Piedra de sol” (1957) el poema que mejor muestra su voz en pleno despliegue de facultades, pues no sólo dialoga con la historia, mundial y mexicana, sino que además es un magnífico experimento verbal realizado en 584 endecasílabos en verso blanco:
…voy por tu cuerpo como por el mundo,
tu vientre es una plaza soleada,
tus pechos dos iglesias donde oficia
la sangre sus misterios paralelos,
mis miradas te cubren como yedra,
eres una ciudad que el mar asedia,
una muralla que la luz divide
en dos mitades de color durazno,
un paraje de sal, rocas y pájaros
bajo la ley del mediodía absorto… […]
Madrid, 1937,
en la Plaza del Ángel las mujeres
cosían y cantaban con sus hijos,
después sonó la alarma y hubo gritos,
casas arrodilladas en el polvo,
torres hendidas, frentes esculpidas
y el huracán de los motores, fijo:
los dos se desnudaron y se amaron
por defender nuestra porción eterna,
nuestra ración de tiempo y paraíso…
Ahora, con Vargas Llosa se premia una obra iniciada en 1963 con La ciudad y los perros, que alcanzó sus máximos logros en obras como Conversación en la Catedral (1969) y La guerra del fin del mundo (1981), intento éste último de “novela total”, recibida por la crítica como uno de los grandes monumentos narrativos auténticamente latinoamericanos, pues los sucesos narrados acontecen en Brasil, un territorio casi desconocido para los autores en español. Hace algunos años, el historiador costarricense Jaime Prieto realizó una magnífica interpretación teológica de la novela,(1) en un esfuerzo que debe ser atendido como parte del muy necesario diálogo entre teología y literatura, muestra del cual hay varias evidencias en algunos países. Vargas Llosa es un escritor enamorado de su región, como da muestras claras en el Diccionario del amante de América latina (2006), un tomo obligado para quien desee penetrar de verdad en las entrañas mismas de la historia y la cultura de la llamada Patria Grande.
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1) J. Prieto, “Conceptos de Dios en La guerra del fin del mundo. (Análisis teológico de Antonio Consejero en la novela de Mario Vargas Llosa”, en Vida y Pensamiento, vol. 17, núm. 2, 1997, pp. 38-54.
*Cervantes-Ortiz es escritor, médico, teólogo y poeta mexicano.
Fuente: © L. Cervantes-Ortiz, ProtestanteDigital.com (España, 2010).
Después de que en 1945 la chilena Gabriela Mistral (1889-1957) obtuvo para América latina el primer premio Nobel de Literatura, solamente otros cinco escritores del subcontinente han alcanzado esta distinción: Miguel Ángel Asturias (Guatemala, 1967), el también chileno Pablo Neruda (1973), Gabriel García Márquez (Colombia, 1982) y ahora el peruano Mario Vargas Llosa, sin olvidar a otros dos poetas nacidos en estas tierras: Saint-John Perse (1960) y Derek Walcott (1992). Mucho tiempo se especuló, además, con el nombre de Jorge Luis Borges, a quien, al parecer, la Academia Sueca le negó el premio debido a sus posturas políticas. Eso sin contar los nombres mayores de la primera mitad del siglo (César Vallejo, Vicente Huidobro o Rómulo Gallegos, entre muchos).
Un repaso de cada autor premiado puede servir para apreciar la manera en que se ha percibido el peso específico de la literatura latinoamericana, tan ignorada en otras épocas. Porque también se ha dicho que cada premio recibido representa el reconocimiento de los logros en géneros específicos. Así, el otorgado a Mistral y Paz implicaría la valoración de la poesía, tan importante incluso antes del llamado boom de la década de los 60; y Asturias, García Márquez, y ahora Vargas Llosa, de este grupo de escritores que provocó una auténtica moda en todo el mundo. Sea como fuere, lo cierto es que la calidad indiscutible de los autores elegidos ubica sus aportaciones en el plano universal.
Mistral (1889-1957) obtuvo el premio antes de ser reconocida en su país con premios locales. Su trabajo poético, encasillado durante una época en el ámbito de la sensibilidad femenina, ha sido rescatado con los años como parte de la gran tradición lírica chilena, en la que destacan nombres como los de Pablo de Rokha y Braulio Arenas. En obras como Desolación (1922) y Ternura (1924) los temas predominantes son la soledad y el dolor sin matices trágicos, pero con un lenguaje sólido y sostenido.
Asturias (1899-1974), a su vez, dueño de una cultura firmemente anclada en el pasado prehispánico de su país, vio proyectada ampliamente su obra gracias al galardón. Novelas como El señor Presidente (1946) y Hombres de maíz (1949) tuvieron una fuerte resonancia, pues su autor, no tan ligado al grupo de escritores del boom, exploró como pocos el sustrato indígena, con el agregado de una visión ideológica comprometida con las luchas de su tiempo.
Neruda (1902-1973) tuvo que esperar muchos años para obtener el premio, que recibió dos años de antes de su muerte, en el inicio mismo de la dictadura. Militante comunista durante buena parte de su vida, dejó una profunda huella en la poesía en español, al grado de que, como se dijo mucho tiempo, existían sólo dos escuelas o corrientes, la “vallejiana”, plena de dramatismo humano, y la “nerudiana”, de fuerte compromiso social y celebración histórico-geográfica. En ese sentido, la crítica le ha reprochado sus poemas celebratorios del estalinismo, al mismo tiempo que le reconoce sus cumbres expresivas: Residencia en la tierra (1935) y Canto general (1950), por citar sólo dos, sin olvidar, claro está, Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1922), su máximo best-seller. Los versos del poema 20 han resonando en varias generaciones de enamorados de todo el mundo: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche./ Escribir, por ejemplo: ´La noche está estrellada,/ y tiritan, azules, los astros, a lo lejos´./ El viento de la noche gira en el cielo y canta./ Puedo escribir los versos más tristes esta noche./ Yo la quise, y a veces ella también me quiso./ En las noches como ésta la tuve entre mis brazos./ ¡La besé tantas veces bajo el cielo infinito!/ Ella me quiso, a veces yo también la quería./ ¡Como no haber amado sus grandes ojos fijos!”.
García Márquez también fue reconocido con el premio Nobel 15 años después de la aparición de su obra más conocida, Cien años de soledad (1967), a la cual le siguieron otros trabajos de enorme calidad como El otoño del patriarca (1975) y Crónica de una muerte anunciada (1981). Para muchos, él fue quien mejor aplicó los postulados de “lo real maravilloso” (frase acuñada por Alejo Carpentier) o “realismo mágico”, una especie de fórmula que trató de explicar cierto estilo cultivado por algunos autores más y mediante el cual combinaban algunos sucesos históricos transfigurados gracias a elementos fantásticos que funcionaban como un contrapunto narrativo y estético.
Cuando Octavio Paz ganó el premio, se encontraba en la cúspide de su carrera como poeta y ensayista, y más allá de la polémica provocada por sus opiniones políticas, nadie discutía la calidad de sus textos. Su poesía, reunida primeramente en Libertad bajo palabra (1949) y después en La estación violenta (1958), Salamandra (1962) y otros títulos, es el testimonio de una incesante voluntad creadora.
Tal vez sea “Piedra de sol” (1957) el poema que mejor muestra su voz en pleno despliegue de facultades, pues no sólo dialoga con la historia, mundial y mexicana, sino que además es un magnífico experimento verbal realizado en 584 endecasílabos en verso blanco:
…voy por tu cuerpo como por el mundo,
tu vientre es una plaza soleada,
tus pechos dos iglesias donde oficia
la sangre sus misterios paralelos,
mis miradas te cubren como yedra,
eres una ciudad que el mar asedia,
una muralla que la luz divide
en dos mitades de color durazno,
un paraje de sal, rocas y pájaros
bajo la ley del mediodía absorto… […]
Madrid, 1937,
en la Plaza del Ángel las mujeres
cosían y cantaban con sus hijos,
después sonó la alarma y hubo gritos,
casas arrodilladas en el polvo,
torres hendidas, frentes esculpidas
y el huracán de los motores, fijo:
los dos se desnudaron y se amaron
por defender nuestra porción eterna,
nuestra ración de tiempo y paraíso…
Ahora, con Vargas Llosa se premia una obra iniciada en 1963 con La ciudad y los perros, que alcanzó sus máximos logros en obras como Conversación en la Catedral (1969) y La guerra del fin del mundo (1981), intento éste último de “novela total”, recibida por la crítica como uno de los grandes monumentos narrativos auténticamente latinoamericanos, pues los sucesos narrados acontecen en Brasil, un territorio casi desconocido para los autores en español. Hace algunos años, el historiador costarricense Jaime Prieto realizó una magnífica interpretación teológica de la novela,(1) en un esfuerzo que debe ser atendido como parte del muy necesario diálogo entre teología y literatura, muestra del cual hay varias evidencias en algunos países. Vargas Llosa es un escritor enamorado de su región, como da muestras claras en el Diccionario del amante de América latina (2006), un tomo obligado para quien desee penetrar de verdad en las entrañas mismas de la historia y la cultura de la llamada Patria Grande.
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1) J. Prieto, “Conceptos de Dios en La guerra del fin del mundo. (Análisis teológico de Antonio Consejero en la novela de Mario Vargas Llosa”, en Vida y Pensamiento, vol. 17, núm. 2, 1997, pp. 38-54.
*Cervantes-Ortiz es escritor, médico, teólogo y poeta mexicano.
Fuente: © L. Cervantes-Ortiz, ProtestanteDigital.com (España, 2010).
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