Por. Carlos Martínez García, México*
Tiempo de abrazos, comidas, regalos y listas de buenos propósitos. Las calles, fachadas de las casas e interiores se llenan de luces. En México, donde el calendario está lleno de festividades, y la gente participa en distintos eventos, sin saber con precisión el por qué de una fiesta determinada, de lo que se trata es de pasársela bien, celebrar con estridencia y olvidarse de las dificultades de la vida.
No está mal del todo el ánimo festivo. Un rescate del auténtico sentido de la Navidad, desde la perspectiva bíblica, debe ir por desbordarse de alegría ante el cumplimiento de la milenaria promesa cuyo corazón es la encarnación del Mesías. En un escenario marginal, humilde e insignificante –desde el punto de vista del poder político de entonces– se humaniza el infinito. El Verbo eterno se relativiza para mostrar amor solidario a toda fragilidad humana.
Una lectura panorámica de las narraciones de la natividad de Jesús debe contagiarnos el alma, corazón y mente de diversas formas para hacer fiesta porque el “Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1:14). La festividad tiene que ser personal y comunitaria, en los ámbitos individual, familiar y social.
La celebración cristiana de la revelación máxima y plena de Dios (Hebreos 1:1-4) tiene que ser proclamada verbalmente y con un testimonio de vida acorde al reconocimiento de Jesús como Salvador y Señor. Una de las formas verbales de anunciar que la luz ha llegado para disipar todas las tinieblas (Lucas 1:79) es cantar con corazones alegres, espíritus desbordados que confiesan musicalmente el milagro de la encarnación.
Ante el anuncio del nacimiento del Cristo que llega a desatar todo yugo de esclavitud, se debe responder entonando himnos de bienvenida y adoración. En el Evangelio de Lucas nos conmueve el canto de María, que exalta al Señor porque llega a subvertir, a poner de cabeza, el orden impuesto por los intereses materiales dominantes.
También, narra Lucas, canta el padre de Juan el Bautista, y reconoce la iniciativa redentora del Señor porque nos ha enviado “un poderoso Salvador”. Zacarías, en su himno, festeja “la entrañable misericordia de nuestro Dios”. De forma poética declara que “nos visitará desde el cielo el sol naciente”, y que su objetivo será “dar luz a los que viven en las tinieblas, en la más terrible oscuridad, para guiar nuestros pasos por las sendas de la paz”.
El tercer himno es el de Simeón, quien “aguardaba con esperanza la redención de Israel” (Lucas 2:25). Lleno del Espíritu, conmovido porque en el pequeño Jesús que toma en sus brazos sus “ojos han visto la salvación”, declara con gozo que ese bebé es “la luz que ilumina a las naciones”. Se cumple así el anuncio de Isaías, que perfila al Mesías/Siervo como el cumplimiento del pacto prometido y camino iluminador de alcances universales: “Para abrir los ojos de los ciegos, para liberar de la cárcel a los presos y del calabozo a los que habitan en tinieblas” (42:6-7).
Otros himnos/poemas que festejan a la cúspide de la revelación progresiva de Dios los encontramos en Filipenses 2:6-11, Efesios 1:3-14, Colosenses 1:15-20, y esa especie de sinfonía grandiosa que es Juan 1:1-18, que concluye el concierto con afirmaciones que deben llevarnos al gozo desbordante: “la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto nunca, el Hijo unigénito, que es Dios y que vive en unión íntima con el Padre, nos lo ha dado a conocer”.
Para que la fiesta no quede nada más en, como decimos en México, pachanga, o como le llaman en otras partes, bochinche; que se agota en el momento mismo que se va el último invitado a la celebración, el festejo de Navidad debe llevarnos al compromiso con Jesús. Porque el pesebre se proyecta hacia la cruz, como bien lo comprendió Jorge Luis Borges: “[…] Dios quiere andar entre los hombres/ Y nace de una madre, como nacen/ Los linajes que en polvo se deshacen,/ Y le será entregado el orbe entero,/ Aire, agua, pan, mañanas, piedra y lirio,/ Pero después la sangre del martirio,/ El escarnio, los clavos y el madero”. Entre el pesebre y la cruz se desarrolla la misión de quien es el “camino, la verdad y la vida” (Juan 14:6).
El compromiso tiene que ser integral, de toda la vida y la vida toda. Nuestra ética personal y comunitaria, para quienes creemos que la Navidad no se agota en una fiesta sino que es una forma de vida, debe moldearse con las enseñanzas de Jesús y su puesta en práctica diariamente. Porque pura verbalización de las normas del Reino, pero sin seguimiento de ellas, es hacer ruidos ensordecedores (1 Corintios 13:1) pero sin la sustancia que da la obediencia a las palabras de Jesús (Mateo 7:24-27).
Nuestras sociedades están ávidas por ver congruencia entre lo proclamado y lo vivido. Los seguidores de Jesús debiéramos aquilatar esa demanda y construir comunidades que contrasten con el mundo en que están insertas. Un compromiso con la proclamación integral, verbal y conductual, del Evangelio es la única forma en que, según el espíritu neotestamentario, se da auténtico testimonio de Jesús.
El compromiso con la ética de Jesús, con la ética del Reino a la que se sujetan los discípulos y discípulas de quien anduvo “sanando toda enfermedad y toda dolencia” (Mateo 9:35), nos lleva, necesariamente a la transformación. Ésta se refleja en nuevas formas de ver a las personas y las circunstancias que les rodean. La transformación valorativa, que inicia en la adoración al nacido en un pesebre, tiene como horizonte el crecimiento constante de nuestro conocimiento y práctica de los principios del Evangelio.
La transformación tiene que hacerse palpable en la transformisión, palabra que no existe en castellano pero que acuñamos para tratar de capturar un llamado al pueblo de Dios. Somos convocados a una misión al estilo de Jesús, a tejer todos los días la misión transformadora que enfrenta toda clase de cautividad que ensombrece vidas y sociedades. La nuestra es una misión, como la de Jesús, consistente en “dar luz a los que viven en las tinieblas, en la más terrible oscuridad, [y] guiar nuestros pasos por las sendas de la paz” (Lucas 1:79).
Para cumplir su transformisión el Dios eterno nos imitó, se hizo ser humano. Nos corresponde ahora imitarle, seguir su ejemplo de entrega por los demás en un mundo dominado por el egoísmo y corroído por las injusticias. La convocatoria es muy clara: “[…] imiten a Dios, como hijos muy amados, y lleven una vida de amor, así como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como ofrenda y sacrificio fragante a Dios” (Efesios 5:1). En la Navidad celebramos la encarnación, que es entrega en beneficio de los que viven bajo penumbras, porque “esta luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no han podido extinguirla” (Juan 1:5).
Hagamos fiesta en Navidad, compartamos cantos, viandas, abrazos y besos. Y continuemos el festejo comprometidos con los valores del Reino encabezado por Jesús, para transformar los horizontes de dolor y desintegración en otros, que no son originados por un proyecto meramente humano. Nuestra tarea es alcanzar lo que otros dicen es imposible: declarar el fin de la servidumbre, hacer de los valles montañas, de los montes y las colinas praderas, enderezar los caminos sinuosos y aplanar los llenos de obstáculos, “para que todo el mundo contemple la salvación que Dios envía” (Isaías 40:1-5, Lucas 3:5-6).
La celebración cristiana de la revelación máxima y plena de Dios (Hebreos 1:1-4) tiene que ser proclamada verbalmente y con un testimonio de vida acorde al reconocimiento de Jesús como Salvador y Señor. Una de las formas verbales de anunciar que la luz ha llegado para disipar todas las tinieblas (Lucas 1:79) es cantar con corazones alegres, espíritus desbordados que confiesan musicalmente el milagro de la encarnación.
Ante el anuncio del nacimiento del Cristo que llega a desatar todo yugo de esclavitud, se debe responder entonando himnos de bienvenida y adoración. En el Evangelio de Lucas nos conmueve el canto de María, que exalta al Señor porque llega a subvertir, a poner de cabeza, el orden impuesto por los intereses materiales dominantes.
También, narra Lucas, canta el padre de Juan el Bautista, y reconoce la iniciativa redentora del Señor porque nos ha enviado “un poderoso Salvador”. Zacarías, en su himno, festeja “la entrañable misericordia de nuestro Dios”. De forma poética declara que “nos visitará desde el cielo el sol naciente”, y que su objetivo será “dar luz a los que viven en las tinieblas, en la más terrible oscuridad, para guiar nuestros pasos por las sendas de la paz”.
El tercer himno es el de Simeón, quien “aguardaba con esperanza la redención de Israel” (Lucas 2:25). Lleno del Espíritu, conmovido porque en el pequeño Jesús que toma en sus brazos sus “ojos han visto la salvación”, declara con gozo que ese bebé es “la luz que ilumina a las naciones”. Se cumple así el anuncio de Isaías, que perfila al Mesías/Siervo como el cumplimiento del pacto prometido y camino iluminador de alcances universales: “Para abrir los ojos de los ciegos, para liberar de la cárcel a los presos y del calabozo a los que habitan en tinieblas” (42:6-7).
Otros himnos/poemas que festejan a la cúspide de la revelación progresiva de Dios los encontramos en Filipenses 2:6-11, Efesios 1:3-14, Colosenses 1:15-20, y esa especie de sinfonía grandiosa que es Juan 1:1-18, que concluye el concierto con afirmaciones que deben llevarnos al gozo desbordante: “la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto nunca, el Hijo unigénito, que es Dios y que vive en unión íntima con el Padre, nos lo ha dado a conocer”.
Para que la fiesta no quede nada más en, como decimos en México, pachanga, o como le llaman en otras partes, bochinche; que se agota en el momento mismo que se va el último invitado a la celebración, el festejo de Navidad debe llevarnos al compromiso con Jesús. Porque el pesebre se proyecta hacia la cruz, como bien lo comprendió Jorge Luis Borges: “[…] Dios quiere andar entre los hombres/ Y nace de una madre, como nacen/ Los linajes que en polvo se deshacen,/ Y le será entregado el orbe entero,/ Aire, agua, pan, mañanas, piedra y lirio,/ Pero después la sangre del martirio,/ El escarnio, los clavos y el madero”. Entre el pesebre y la cruz se desarrolla la misión de quien es el “camino, la verdad y la vida” (Juan 14:6).
El compromiso tiene que ser integral, de toda la vida y la vida toda. Nuestra ética personal y comunitaria, para quienes creemos que la Navidad no se agota en una fiesta sino que es una forma de vida, debe moldearse con las enseñanzas de Jesús y su puesta en práctica diariamente. Porque pura verbalización de las normas del Reino, pero sin seguimiento de ellas, es hacer ruidos ensordecedores (1 Corintios 13:1) pero sin la sustancia que da la obediencia a las palabras de Jesús (Mateo 7:24-27).
Nuestras sociedades están ávidas por ver congruencia entre lo proclamado y lo vivido. Los seguidores de Jesús debiéramos aquilatar esa demanda y construir comunidades que contrasten con el mundo en que están insertas. Un compromiso con la proclamación integral, verbal y conductual, del Evangelio es la única forma en que, según el espíritu neotestamentario, se da auténtico testimonio de Jesús.
El compromiso con la ética de Jesús, con la ética del Reino a la que se sujetan los discípulos y discípulas de quien anduvo “sanando toda enfermedad y toda dolencia” (Mateo 9:35), nos lleva, necesariamente a la transformación. Ésta se refleja en nuevas formas de ver a las personas y las circunstancias que les rodean. La transformación valorativa, que inicia en la adoración al nacido en un pesebre, tiene como horizonte el crecimiento constante de nuestro conocimiento y práctica de los principios del Evangelio.
La transformación tiene que hacerse palpable en la transformisión, palabra que no existe en castellano pero que acuñamos para tratar de capturar un llamado al pueblo de Dios. Somos convocados a una misión al estilo de Jesús, a tejer todos los días la misión transformadora que enfrenta toda clase de cautividad que ensombrece vidas y sociedades. La nuestra es una misión, como la de Jesús, consistente en “dar luz a los que viven en las tinieblas, en la más terrible oscuridad, [y] guiar nuestros pasos por las sendas de la paz” (Lucas 1:79).
Para cumplir su transformisión el Dios eterno nos imitó, se hizo ser humano. Nos corresponde ahora imitarle, seguir su ejemplo de entrega por los demás en un mundo dominado por el egoísmo y corroído por las injusticias. La convocatoria es muy clara: “[…] imiten a Dios, como hijos muy amados, y lleven una vida de amor, así como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como ofrenda y sacrificio fragante a Dios” (Efesios 5:1). En la Navidad celebramos la encarnación, que es entrega en beneficio de los que viven bajo penumbras, porque “esta luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no han podido extinguirla” (Juan 1:5).
Hagamos fiesta en Navidad, compartamos cantos, viandas, abrazos y besos. Y continuemos el festejo comprometidos con los valores del Reino encabezado por Jesús, para transformar los horizontes de dolor y desintegración en otros, que no son originados por un proyecto meramente humano. Nuestra tarea es alcanzar lo que otros dicen es imposible: declarar el fin de la servidumbre, hacer de los valles montañas, de los montes y las colinas praderas, enderezar los caminos sinuosos y aplanar los llenos de obstáculos, “para que todo el mundo contemple la salvación que Dios envía” (Isaías 40:1-5, Lucas 3:5-6).
*Carlos Mnez. Gª es sociólogo, escritor, e investigador del Centro de Estudios del Protestantismo Mexicano.
Fuente: © Carlos Martínez García, ProtestanteDigital.com (España, 2010).
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