Por. Rev. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México
1. Encarnación y libertad: lectura “navideña” de Juan 1
La manera en que el Cuarto Evangelio introduce el mensaje de Jesús parecería chocar con la imagen tradicional de la Navidad, pero lo cierto es que esta versión de la obra salvadora, aunque no incluya los detalles habituales es una indagación muy profunda en los motivos que Dios tuvo para hacer nacer a su Hijo en el mundo. Las primeras palabras (1.1-2), referidas a los momentos más remotos (“En el principio”) remiten inevitablemente al Génesis y colocan la palabra Logos (“palabra, sentido, razón de ser”) como el eje alrededor del cual se va a narrar teológicamente lo sucedido. Jesús de Nazaret, presentado aquí como el Logos, como la Palabra fundante, siempre estuvo cerca, al lado de, frente a Dios. “El Logos era Dios”, se subraya, con lo que la compañía de Dios era un encuentro continuo, dinámico con aquella realidad que vendría al mundo a dar el sentido completo al esfuerzo de revelación del triunfo de la luz sobre las tinieblas. Hubo un diálogo fraterno allá en la eternidad, como si el Padre y el Hijo se hubieran puesto de acuerdo para llevar a cabo la Encarnación: un pacto de gracia entre ellos para realizar la obra redentora e iluminadora.
Una “lectura navideña” del Cuarto Evangelio necesariamente se debe ocupar de mirar al Creador en compañía de la Palabra (1.3), esa presencia (femenina, por cierto) mostrada tan intensamente por la literatura sapiencial (Pr 8) para destacar la calidad de la creación divina. “Sin él nada fue hecho” (v. 3b): “la Palabra creativa de Dios fue la fuente de la vida […] Y si la humanidad la hubiera realizado, la vida aportada por esta Palabra era su luz, la luz dada por Dios para caminar en ella (no debemos olvidar que la luz fue la primera cosa creada”.[1] El texto, tácitamente, habla ya del rechazo humano a la luz divina, es decir, a la manifestación de su rechazo a la maldad antes y después de la manifestación de la presencia humana del Logos en el mundo. En otras palabras, Dios siempre ha deseado que su luz ilumine al mundo para superar la maldad y el pecado.
Estamos, así, ante un himno cristológico que celebra la venida del Hijo de Dios al mundo como el advenimiento de la vida: la identificación de ésta con la luz (v. 5). Este prólogo del Evangelio describe al Hijo en el cielo y su descenso al mundo para iluminar su oscuridad y redimirlo. La obra de Dios se manifiesta mediante en un doble esfuerzo: por un lado, es como si este pasaje nos mostrara los “preparativos” de Dios para enviar a su Hijo y, por otro, la lucha por establecer en el mundo los valores de la vida que sólo vienen de Él, en constante conflicto aludido por la frase: “La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no se sostienen ante ella (v. 5)”. El texto subraya que la oscuridad no ha podido (ni podrá) imponerse a la luz. Su presencia en el mundo es el gran enemigo a vencer, pero de antemano se destaca su incapacidad para derrotar los propósitos divinos. Pablo se referirá a ella cuando hable de algo tan poético y práctico como “las armas de la luz” (Romanos 13.12). Un ejemplo de apego a ella es la figura de Juan (vv. 6-8), quien sin ser la luz era portador y anunciador de la misma. Él vino a dar testimonio de “la humanidad de la luz” (Brown) y su labor de precursor es reconocida ampliamente porque estuvo en función de “que todos creyesen por él”.
2. El esquema luz-tinieblas y su aplicación a la obra de Jesús
La luz es la gran metáfora divina que sirve para mostrar la forma en que el Logos se abrirá paso en el mundo. Es, pues, un gran motivo navideño que se destaca de múltiples maneras, tal como lo hizo, por ejemplo, un creyente como Vincent van Gogh en su insistencia por los girasoles, flores enamoradas de la luz, símbolo de la fe apegada a ella. Esa “luz verdadera” (v. 9), frase típica del vocabulario juanino, venía a este mundo a confrontarse con él, dominado por la oscuridad. Ésta, simbolizada sobre todo por los judíos, rechazaría el impacto de la luz encarnizadamente (como dan testimonio los 12 primeros capítulos del libro). “En el mundo estaba, pero el mundo no lo conoció” (v. 10): venía a su lugar propio (“lo suyo, los suyos”, v. 11), pero éste lo rechazó tajantemente. Pero algunos creyeron, y esos hombres y mujeres obtuvieron la filiación divina (v. 12): “El Hijo pudo exhalar su Espíritu de nueva vida sobre éstos/as, igual que Dios exhaló el espíritu de vida sobre Adán. Habría ahora una nueva creación para reemplazar la antigua que había rechazado a Dios. Los creyentes son aquellos a quienes el Padre le ha dado al Hijo, a quienes predestinó mediante una predestinación que se manifiesta al hacer la buena obra de Dios”.[2] Esta nueva filiación los coloca al lado mismo del Hijo de Dios, no engendrado por voluntad humana (v. 13), otro motivo “navideño” tradicional que alude a la nueva forma de vida a la que son llamados los hijos e hijas de Dios.
El v. 14, auténtica cumbre teológica sobre la Encarnación del Hijo de Dios en el mundo, destaca el hecho supremo de la verdadera entrada del Logos en el mundo y señala también la realidad de un “nuevo pacto” inspirado en el antiguo. Por eso la frase que le sigue a la afirmación “Y aquel Logos se encarnó” es, literalmente:”y estableció su tabernáculo entre nosotros” (“habitó entre nosotros, los seres humanos”). El autor del Cuarto Evangelio, en lucha frontal contra el docetismo (que afirmaba la falsedad de la humanidad de Jesús) intenta subrayar la humanidad del Hijo de Dios por sobre todas las cosas: “En el nuevo pacto, la humanidad de la Palabra, su carne, viene a ser la suprema localización de la presencia divina y su gloria. Se destaca lo divino y lo humano de Jesús al mismo tiempo. La gracia y la verdad que rodean al Logos, son las de Dios mismo. De todo esto dio testimonio Juan y anunció que “de su plenitud nos serviríamos todos” (v. 16), como afirmación sublime de la gracia y la verdad divinas, no ya el predominio de la ley.
La libertad a la que son llamados los hijos e hijas de Dios se fundamenta en este trabajo divino por superar a la ley: el Hijo viene a superar a Moisés mediante la eliminación del legalismo y el inicio de una nueva relación de vida y luz con Dios. Si “a Dios nadie lo vio jamás” (v. 18), el único Hijo, quien brotó de las entrañas del Padre, “ha venido a darlo a conocer”. Sólo él, conociéndolo desde su eternidad, puede manifestarlo plenamente. Ésta es la razón de la libertad plena, aquella que subrayará el propio Jesús cuando establecerá su relación con el conocimiento de la verdad, única posibilidad de liberación completa de todas las esclavitudes. Esto es apenas el principio de la lucha de Jesús, la Luz- de-Dios-en-el-mundo, para establecer la libertad en el mundo, en la cual, según el testimonio del Cuarto Evangelio, lo acompañó la comunidad que reivindicó y justificó su escritura y práctica en medio de la oposición, principalmente del judaísmo tradicional. Es por eso que en este Evangelio la voz de un sujeto plural creyente acompaña la proclamación y la praxis de la libertad de los hijos e hijas de Dios y su grito traspasa la historia para mostrar la manera en que Dios ha estado siempre del lado de los seres humanos libres de toda forma de opresión (Hinkelammert).
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[1] R. Brown, The Gospel and Epistles of John. A concise commentary. p. 22.
[2] Ibid., p. 23.
1. Encarnación y libertad: lectura “navideña” de Juan 1
La manera en que el Cuarto Evangelio introduce el mensaje de Jesús parecería chocar con la imagen tradicional de la Navidad, pero lo cierto es que esta versión de la obra salvadora, aunque no incluya los detalles habituales es una indagación muy profunda en los motivos que Dios tuvo para hacer nacer a su Hijo en el mundo. Las primeras palabras (1.1-2), referidas a los momentos más remotos (“En el principio”) remiten inevitablemente al Génesis y colocan la palabra Logos (“palabra, sentido, razón de ser”) como el eje alrededor del cual se va a narrar teológicamente lo sucedido. Jesús de Nazaret, presentado aquí como el Logos, como la Palabra fundante, siempre estuvo cerca, al lado de, frente a Dios. “El Logos era Dios”, se subraya, con lo que la compañía de Dios era un encuentro continuo, dinámico con aquella realidad que vendría al mundo a dar el sentido completo al esfuerzo de revelación del triunfo de la luz sobre las tinieblas. Hubo un diálogo fraterno allá en la eternidad, como si el Padre y el Hijo se hubieran puesto de acuerdo para llevar a cabo la Encarnación: un pacto de gracia entre ellos para realizar la obra redentora e iluminadora.
Una “lectura navideña” del Cuarto Evangelio necesariamente se debe ocupar de mirar al Creador en compañía de la Palabra (1.3), esa presencia (femenina, por cierto) mostrada tan intensamente por la literatura sapiencial (Pr 8) para destacar la calidad de la creación divina. “Sin él nada fue hecho” (v. 3b): “la Palabra creativa de Dios fue la fuente de la vida […] Y si la humanidad la hubiera realizado, la vida aportada por esta Palabra era su luz, la luz dada por Dios para caminar en ella (no debemos olvidar que la luz fue la primera cosa creada”.[1] El texto, tácitamente, habla ya del rechazo humano a la luz divina, es decir, a la manifestación de su rechazo a la maldad antes y después de la manifestación de la presencia humana del Logos en el mundo. En otras palabras, Dios siempre ha deseado que su luz ilumine al mundo para superar la maldad y el pecado.
Estamos, así, ante un himno cristológico que celebra la venida del Hijo de Dios al mundo como el advenimiento de la vida: la identificación de ésta con la luz (v. 5). Este prólogo del Evangelio describe al Hijo en el cielo y su descenso al mundo para iluminar su oscuridad y redimirlo. La obra de Dios se manifiesta mediante en un doble esfuerzo: por un lado, es como si este pasaje nos mostrara los “preparativos” de Dios para enviar a su Hijo y, por otro, la lucha por establecer en el mundo los valores de la vida que sólo vienen de Él, en constante conflicto aludido por la frase: “La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no se sostienen ante ella (v. 5)”. El texto subraya que la oscuridad no ha podido (ni podrá) imponerse a la luz. Su presencia en el mundo es el gran enemigo a vencer, pero de antemano se destaca su incapacidad para derrotar los propósitos divinos. Pablo se referirá a ella cuando hable de algo tan poético y práctico como “las armas de la luz” (Romanos 13.12). Un ejemplo de apego a ella es la figura de Juan (vv. 6-8), quien sin ser la luz era portador y anunciador de la misma. Él vino a dar testimonio de “la humanidad de la luz” (Brown) y su labor de precursor es reconocida ampliamente porque estuvo en función de “que todos creyesen por él”.
2. El esquema luz-tinieblas y su aplicación a la obra de Jesús
La luz es la gran metáfora divina que sirve para mostrar la forma en que el Logos se abrirá paso en el mundo. Es, pues, un gran motivo navideño que se destaca de múltiples maneras, tal como lo hizo, por ejemplo, un creyente como Vincent van Gogh en su insistencia por los girasoles, flores enamoradas de la luz, símbolo de la fe apegada a ella. Esa “luz verdadera” (v. 9), frase típica del vocabulario juanino, venía a este mundo a confrontarse con él, dominado por la oscuridad. Ésta, simbolizada sobre todo por los judíos, rechazaría el impacto de la luz encarnizadamente (como dan testimonio los 12 primeros capítulos del libro). “En el mundo estaba, pero el mundo no lo conoció” (v. 10): venía a su lugar propio (“lo suyo, los suyos”, v. 11), pero éste lo rechazó tajantemente. Pero algunos creyeron, y esos hombres y mujeres obtuvieron la filiación divina (v. 12): “El Hijo pudo exhalar su Espíritu de nueva vida sobre éstos/as, igual que Dios exhaló el espíritu de vida sobre Adán. Habría ahora una nueva creación para reemplazar la antigua que había rechazado a Dios. Los creyentes son aquellos a quienes el Padre le ha dado al Hijo, a quienes predestinó mediante una predestinación que se manifiesta al hacer la buena obra de Dios”.[2] Esta nueva filiación los coloca al lado mismo del Hijo de Dios, no engendrado por voluntad humana (v. 13), otro motivo “navideño” tradicional que alude a la nueva forma de vida a la que son llamados los hijos e hijas de Dios.
El v. 14, auténtica cumbre teológica sobre la Encarnación del Hijo de Dios en el mundo, destaca el hecho supremo de la verdadera entrada del Logos en el mundo y señala también la realidad de un “nuevo pacto” inspirado en el antiguo. Por eso la frase que le sigue a la afirmación “Y aquel Logos se encarnó” es, literalmente:”y estableció su tabernáculo entre nosotros” (“habitó entre nosotros, los seres humanos”). El autor del Cuarto Evangelio, en lucha frontal contra el docetismo (que afirmaba la falsedad de la humanidad de Jesús) intenta subrayar la humanidad del Hijo de Dios por sobre todas las cosas: “En el nuevo pacto, la humanidad de la Palabra, su carne, viene a ser la suprema localización de la presencia divina y su gloria. Se destaca lo divino y lo humano de Jesús al mismo tiempo. La gracia y la verdad que rodean al Logos, son las de Dios mismo. De todo esto dio testimonio Juan y anunció que “de su plenitud nos serviríamos todos” (v. 16), como afirmación sublime de la gracia y la verdad divinas, no ya el predominio de la ley.
La libertad a la que son llamados los hijos e hijas de Dios se fundamenta en este trabajo divino por superar a la ley: el Hijo viene a superar a Moisés mediante la eliminación del legalismo y el inicio de una nueva relación de vida y luz con Dios. Si “a Dios nadie lo vio jamás” (v. 18), el único Hijo, quien brotó de las entrañas del Padre, “ha venido a darlo a conocer”. Sólo él, conociéndolo desde su eternidad, puede manifestarlo plenamente. Ésta es la razón de la libertad plena, aquella que subrayará el propio Jesús cuando establecerá su relación con el conocimiento de la verdad, única posibilidad de liberación completa de todas las esclavitudes. Esto es apenas el principio de la lucha de Jesús, la Luz- de-Dios-en-el-mundo, para establecer la libertad en el mundo, en la cual, según el testimonio del Cuarto Evangelio, lo acompañó la comunidad que reivindicó y justificó su escritura y práctica en medio de la oposición, principalmente del judaísmo tradicional. Es por eso que en este Evangelio la voz de un sujeto plural creyente acompaña la proclamación y la praxis de la libertad de los hijos e hijas de Dios y su grito traspasa la historia para mostrar la manera en que Dios ha estado siempre del lado de los seres humanos libres de toda forma de opresión (Hinkelammert).
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[1] R. Brown, The Gospel and Epistles of John. A concise commentary. p. 22.
[2] Ibid., p. 23.
Fuente: Enviando por Leopoldo Cervantes-Ortiz, Teólogo mexicano, médico y poeta.
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