Por. Leslie Thompson, EE.UU*
Apreciado Carlos:
En tu carta, Carlos, me preguntas si en los años que he sido pastor he tenido algún momento frustrante. ¡He tenido muchos!
Dirigir una iglesia es igual que pastorear ovejas traviesas. Nadie, me parece, quiere quedarse dentro de la cerca espiritual con la que queremos circundar a los miembros. Pareciera que se pasan el tiempo buscando un salidero para escapar de las riendas espirituales que Dios nos ha impuesto. San Pablo nos describe muy bien cuando dice: Queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios, pero veo otra ley en mis miembros que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? (Romanos 7:21-27). No importa lo piadoso que pueda lucir un miembro de la iglesia (incluso el mismo pastor), no te olvides que todos somos pecadores, nadie es “bueno” (Romanos 3:10-18). Solo Cristo nos imparte justicia. Si mantienes esa perspectiva —por terrible que luzca— nada te sorprenderá.
Tal como me pides, permíteme contarte algo en cuanto a un momento frustrante que comprueba todo lo que acabo de decirte.
Todo en la iglesia que pastoreaba en Miami funcionaba a mil maravillas. De domingo a domingo la congregación crecía. Teníamos un programa de música fantástica. Las organizaciones que establecimos en la congregación estaban marchando aceptablemente. Solo había una cosa que me molestaba: la manera en que se vestía uno de mis diáconos los domingos. No sé en qué almacén encontraba sus escandalosas chaquetas. El caso es que cada domingo parecía vestir una nueva, a veces de color rojo, amarillo o azul. Era un arco iris personalizado. Me parecía escandaloso considerando que —en la casa de Dios— bajaba por el pasillo central de la iglesia recogiendo las ofrendas.
Algunos de los miembros más maduros se me acercaron para quejarse. Por supuesto, si él se hubiera quedado sentado durante el servicio dominical matutino (esa hora tan consagrada) no habría causado ningún problema. Te cuento más.
Descubrí que el hombre en cuestión era muy quisquilloso, que se enfadaba fácilmente. Lo comprobé en varias reuniones de diáconos que sosteníamos. Cualquier oposición a las sugerencias que él hacía, era causa para una acalorada disputa. Varias veces me tocó intervenir y calmar las emociones.
Con ese antecedente, puedes imaginarte que cada domingo —para mí— que este diácono recogía la ofrenda, era causa de más y más frustración. Llegó el momento en que yo agachaba la cabeza para no tener que mirar todo aquel colorido bajar por el centro de la iglesia. Hablé con varios líderes de la congregación, pero nadie me daba una solución apropiada de la manera en que como pastor debía tratar a esa oveja conflictiva.
Sugerencias como: “¡Bótelo!” “¡Quítele el puesto de diácono!” “¡Vaya a su casa y quítele todas esas túnicas de diferentes colores que tiene!”, sencillamente me parecían demasiado faltas de espiritualidad. Por fin llegó el momento en que me propuse tomar el buey por las astas y ponerle fin al molesto asunto.
Llamé al diácono y lo invité a almorzar conmigo. En el almuerzo le dije lo que sentía, añadiendo que había recibido quejas de algunos otros en la iglesia. No me dijo nada —creo que fue por respeto—, pero noté que sus labios se pusieron rígidos, por lo que pude ver el latir de los músculos en su cuello. Sabía que de ninguna manera le había gustado la reprimenda. Nos despedimos cortésmente y yo, satisfecho con el cumplimiento de mi deber espiritual, esperé que llegara el domingo para ver el efecto de mis consejos como pastor.
El próximo domingo llegó vestido de negro y con una corbata muy seria. Vi que a su alrededor se habían sentado unos cuantos miembros de la congregación que normalmente no ocupaban esos asientos. Cuando llegó el momento de recoger la ofrenda, no se levantó. Dejó que los demás diáconos lo hicieran. Prediqué mi sermón tranquilamente y luego salí a la entrada de la iglesia para saludar a los que habían asistido ese día. De pronto apareció el diácono, pero no estaba solo. Le seguía el grupo que se habían sentado a su lado. Cuando llegó a mi lado, con las manos cruzadas en su pecho, me dijo: “Pastor Thompson, quédese con la iglesia de la cual usted es dueño. Mis amigos y yo nos vamos a otra”.
¡Ese día perdimos alrededor de quince miembros, todos adultos!
Regresé a casa muy molesto y preguntándome: “¿Quién pecó, el diácono o yo?” Pasé la tarde tratando de justificarme. Me decía a mí mismo que como pastor estaba tratando de proteger a la iglesia; que el deber mío era establecer disciplina; que lo que había hecho era un proceso de limpieza necesario en la iglesia. Sin embargo, pese a los argumentos que tenía a mi favor, sabía en lo profundo de mi corazón que el malo en todo ese episodio había sido yo, no el diácono.
El buen pastor ama a cada oveja, nunca le importa algo tan insignificante como el color de sus chaquetas. Cuando una oveja se pierde, el buen pastor deja a las noventa y nueve para ir y, a toda costa, buscar a la perdida. Yo, en cambio, acababa de echar a quince ovejitas del redil, sencillamente porque no me gustaban las chaquetas tipo arco iris. Lo externo me interesaba más que el valor de la persona hecha a imagen de Dios.
Sí, Carlos, me humillé ante Dios. Le pedí que me perdonara, pero más que todo que me diera un corazón como el de Cristo. Deseaba amar a la gente, sin importar el color de su piel, sus vestimentas, sus costumbres ni sus posesiones.
Seguro que quieres saber qué pasó con los quince que se fueron con él. Hablé con los que pude y les pedí perdón. Ninguno, sin embargo, regresó a la iglesia. Cierto… aprendí una dolorosa lección, pero ¡a qué costo!
Ruego a Dios que, muy temprano en tu ministerio, te llene de ese amor especial que promete derramar en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Romanos 5:5).
Dios te bendiga. Por favor, no dejes de escribirme.
Con el amor de Cristo,
Leslie Thompson
Apreciado Carlos:
En tu carta, Carlos, me preguntas si en los años que he sido pastor he tenido algún momento frustrante. ¡He tenido muchos!
Dirigir una iglesia es igual que pastorear ovejas traviesas. Nadie, me parece, quiere quedarse dentro de la cerca espiritual con la que queremos circundar a los miembros. Pareciera que se pasan el tiempo buscando un salidero para escapar de las riendas espirituales que Dios nos ha impuesto. San Pablo nos describe muy bien cuando dice: Queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios, pero veo otra ley en mis miembros que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? (Romanos 7:21-27). No importa lo piadoso que pueda lucir un miembro de la iglesia (incluso el mismo pastor), no te olvides que todos somos pecadores, nadie es “bueno” (Romanos 3:10-18). Solo Cristo nos imparte justicia. Si mantienes esa perspectiva —por terrible que luzca— nada te sorprenderá.
Tal como me pides, permíteme contarte algo en cuanto a un momento frustrante que comprueba todo lo que acabo de decirte.
Todo en la iglesia que pastoreaba en Miami funcionaba a mil maravillas. De domingo a domingo la congregación crecía. Teníamos un programa de música fantástica. Las organizaciones que establecimos en la congregación estaban marchando aceptablemente. Solo había una cosa que me molestaba: la manera en que se vestía uno de mis diáconos los domingos. No sé en qué almacén encontraba sus escandalosas chaquetas. El caso es que cada domingo parecía vestir una nueva, a veces de color rojo, amarillo o azul. Era un arco iris personalizado. Me parecía escandaloso considerando que —en la casa de Dios— bajaba por el pasillo central de la iglesia recogiendo las ofrendas.
Algunos de los miembros más maduros se me acercaron para quejarse. Por supuesto, si él se hubiera quedado sentado durante el servicio dominical matutino (esa hora tan consagrada) no habría causado ningún problema. Te cuento más.
Descubrí que el hombre en cuestión era muy quisquilloso, que se enfadaba fácilmente. Lo comprobé en varias reuniones de diáconos que sosteníamos. Cualquier oposición a las sugerencias que él hacía, era causa para una acalorada disputa. Varias veces me tocó intervenir y calmar las emociones.
Con ese antecedente, puedes imaginarte que cada domingo —para mí— que este diácono recogía la ofrenda, era causa de más y más frustración. Llegó el momento en que yo agachaba la cabeza para no tener que mirar todo aquel colorido bajar por el centro de la iglesia. Hablé con varios líderes de la congregación, pero nadie me daba una solución apropiada de la manera en que como pastor debía tratar a esa oveja conflictiva.
Sugerencias como: “¡Bótelo!” “¡Quítele el puesto de diácono!” “¡Vaya a su casa y quítele todas esas túnicas de diferentes colores que tiene!”, sencillamente me parecían demasiado faltas de espiritualidad. Por fin llegó el momento en que me propuse tomar el buey por las astas y ponerle fin al molesto asunto.
Llamé al diácono y lo invité a almorzar conmigo. En el almuerzo le dije lo que sentía, añadiendo que había recibido quejas de algunos otros en la iglesia. No me dijo nada —creo que fue por respeto—, pero noté que sus labios se pusieron rígidos, por lo que pude ver el latir de los músculos en su cuello. Sabía que de ninguna manera le había gustado la reprimenda. Nos despedimos cortésmente y yo, satisfecho con el cumplimiento de mi deber espiritual, esperé que llegara el domingo para ver el efecto de mis consejos como pastor.
El próximo domingo llegó vestido de negro y con una corbata muy seria. Vi que a su alrededor se habían sentado unos cuantos miembros de la congregación que normalmente no ocupaban esos asientos. Cuando llegó el momento de recoger la ofrenda, no se levantó. Dejó que los demás diáconos lo hicieran. Prediqué mi sermón tranquilamente y luego salí a la entrada de la iglesia para saludar a los que habían asistido ese día. De pronto apareció el diácono, pero no estaba solo. Le seguía el grupo que se habían sentado a su lado. Cuando llegó a mi lado, con las manos cruzadas en su pecho, me dijo: “Pastor Thompson, quédese con la iglesia de la cual usted es dueño. Mis amigos y yo nos vamos a otra”.
¡Ese día perdimos alrededor de quince miembros, todos adultos!
Regresé a casa muy molesto y preguntándome: “¿Quién pecó, el diácono o yo?” Pasé la tarde tratando de justificarme. Me decía a mí mismo que como pastor estaba tratando de proteger a la iglesia; que el deber mío era establecer disciplina; que lo que había hecho era un proceso de limpieza necesario en la iglesia. Sin embargo, pese a los argumentos que tenía a mi favor, sabía en lo profundo de mi corazón que el malo en todo ese episodio había sido yo, no el diácono.
El buen pastor ama a cada oveja, nunca le importa algo tan insignificante como el color de sus chaquetas. Cuando una oveja se pierde, el buen pastor deja a las noventa y nueve para ir y, a toda costa, buscar a la perdida. Yo, en cambio, acababa de echar a quince ovejitas del redil, sencillamente porque no me gustaban las chaquetas tipo arco iris. Lo externo me interesaba más que el valor de la persona hecha a imagen de Dios.
Sí, Carlos, me humillé ante Dios. Le pedí que me perdonara, pero más que todo que me diera un corazón como el de Cristo. Deseaba amar a la gente, sin importar el color de su piel, sus vestimentas, sus costumbres ni sus posesiones.
Seguro que quieres saber qué pasó con los quince que se fueron con él. Hablé con los que pude y les pedí perdón. Ninguno, sin embargo, regresó a la iglesia. Cierto… aprendí una dolorosa lección, pero ¡a qué costo!
Ruego a Dios que, muy temprano en tu ministerio, te llene de ese amor especial que promete derramar en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Romanos 5:5).
Dios te bendiga. Por favor, no dejes de escribirme.
Con el amor de Cristo,
Leslie Thompson
*Este es un capítulo del nuevo libro de Les Thompson, Cartas a Carlos, el cual será publicado próximamente por Editorial Portavoz. El mismo tiene que ver no solo con las luchas, pruebas, y dificultades que llegan a ser parte existencial de la vida de un pastor, pero también con el supremo gozo que acompaña a los que sirven a Jesucristo.
Fuente: Recursos biblicos Logoi.
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