viernes, 11 de marzo de 2011

El mayor defensor de la mujer

De entre todas las personas que a lo largo de la Historia han defendido a la mujer, su dignidad y derechos frente a toda explotación e injusticia, abriendo una puerta grande a su condición de seres humanos iguales en todo a los varones, Jesús de Nazaret es el que mejor lo ha hecho. Los relatos evangélicos no dejan resquicio a la duda.

En efecto, Jesús sigue siendo el mejor ejemplo porque actúa sin fisuras para erradicar cualquier rechazo humano o condena legal socio religiosa a las que, ya entonces, estaban abocadas las mujeres por serlo. En aquella Palestina, las mujeres estaban marginadas y se encontraban entre las más pobres (sobre todo las viudas); no podían sobrevivir a menos que fueran parte de un hogar patriarcal, con lo que eso significaba. No era bien visto que un hombre conversara con una extraña, y las reglas prohibían encontrarse a solas con una mujer, mirarla si estaba casada e incluso saludarla. Era un deshonor para un alumno de los escribas hablar con una mujer en la calle. No digamos para un escriba.

Los deberes de la esposa consistían en atender a las necesidades de la casa, pero una mujer casada no se podía oponer a que bajo su mismo techo vivieran una o más concubinas de su marido. En cambio, si ella era sorprendida en adulterio, el marido tenía el derecho de matarla (a pedradas). Estaba obligada a obedecer a su marido como a su dueño. Por su parte, los hijos estaban obligados a colocar el respeto debido al padre por encima del de la madre. Y en caso de peligro de muerte había que salvar primero al marido. La mujer tampoco servía como testigo (igual que los niños y los esclavos) salvo en casos excepcionales.
Las mujeres judías eran especialmente impuras durante su menstruación. Si inadvertidamente tocaban a un hombre durante la regla, estaban obligadas a someterse a un ritual de purificación que duraba una semana antes poder volver a orar en el templo. Las mujeres que padecían desarreglos menstruales estaban marginadas socialmente. Pero Jesús no se preocupa en absoluto acerca de este ritual -ni de otros- de impureza cuando se trata de devolver la dignidad y la humanidad perdida injustamente, ni del tabú de quedar él también impuro.

En el templo y en la sinagoga varones y mujeres estaban rigurosamente separados, las mujeres siempre en lugares inferiores, secundarios. En el templo las mujeres solo tenían acceso hasta el patio reservado para ellas y solo podían escuchar. Ellas eran invisibles además de impuras e inferiores, y no tenían poder alguno. Solamente partiendo de este trasfondo de la época podemos apreciar plenamente la postura de Jesús ante la mujer como un acontecimiento inaudito.

Resulta impactante la actitud radicalmente inclusiva de Jesús con todas las mujeres que se cruzaron en su vida, cuasi invisibles y sin poder ni influencia sobre nadie. Jamás se le atribuye a Jesús algo que pudiera resultar lesivo, marginador de la mujer ni discriminatorio. Nunca se refiere a ellas como algo malo, ni en ninguna parábola aparece como persona inferior a pesar de las leyes existentes. Tampoco les previene nunca a sus discípulos de la tentación que podría suponerles una mujer, como entonces era frecuente. Para Jesús, la mujer tiene la misma dignidad y categoría que el hombre. Por eso, su círculo de amistades es mixto, en el que hombres y mujeres viven y viajan juntos, mantiene amistad con ellas y las defiende cuando son injustamente censuradas.

Contra todo pronóstico socio religioso, algunas le acompañaban en la predicación junto a sus discípulos: María la de Cleofás, Juana, mujer de Cusa, mayordomo de Herodes, entre otras. Algunas incluso eran mujeres a las que Jesús había curado de malos espíritus -como fue el caso de María la Magdalena-, lo que entonces se entendía por estar dominadas por las fuerzas del mal; es decir, gente sospechosa. Sin olvidar que la mujer samaritana -pagana, cismática y pecadora- es la única persona que recibe la revelación de Jesús como Mesías y se convierte en misionera consiguiendo que su pueblo crea en Él.

Por tanto, no es de extrañar que fuesen mujeres las más fieles seguidoras de Jesús hasta cuando sus discípulos lo abandonaron. Son varias las mujeres a las que Jesús atendió y curó, como la suegra de Pedro, la madre del joven de Naín, la mujer encorvada, la siro fenicia (pagana) o la mujer que llevaba enferma doce años. Tuvo que llamar poderosamente la atención que Jesús curase a mujeres (impuras) y que les pusiese como ejemplos de fe mientras dejase a hombres honorables y cumplidores de la Ley de Dios sin experimentar en carne propia sus prodigios. Entre estos gestos de amor, la curación a una hemorroísa tiene un gran valor simbólico, ya que las mujeres cargaban sobre sus hombros su corporeidad en forma de pecado. Pero con esta curación Jesús redime a la condición femenina del oprobio de pecadora. Jesús percibe su toque en el manto, un toque a todas luces impuro según la tilde de la ley, quedando sana en público mientras escuchaba por boca de Jesús como le llamaba hija y le devuelve la paz.

Curiosamente, a Jesús no le acusaron de ser un libertino o mujeriego. A Jesús lo acusaron de blasfemo, de agitador político, de endemoniado, de estar perturbado y loco, a pesar de su amor lleno de ternura, compasión y misericordia infinitas, de delicadeza, que busca la fraternidad como signo de su Reino. Jesús escandaliza a los fariseos al valorarles menos que a las prostitutas, porque ellas creyeron en el amor mientras que ellos solo estaban pagados de sí mismos. Suena muy actual.

Pero si algo rompe aún más los moldes es su actitud con las pecadoras. Aquellas leyes protegían únicamente a los hombres, mientras la mujer repudiada o divorciada quedaba en una situación humillante que solía degenerar en la prostitución. Una vez más, Jesús se muestra sorprendente por su actitud con las mujeres: se puso a defender el corazón de aquella conocida prostituta en casa de su invitado marcando la distancia enorme que había entre el legalismo fariseo y el Reino de amor que propugna Jesús. Y se deja tocar y ungir los pies a pesar de que caía en impureza legal. Más impactante aún es el incidente de la mujer sorprendida en adulterio. A Jesús le ponen entre la espada y la pared: o la misericordia o la justicia, y si se quiere condenar a aquella mujer, se ha de condenar lo mismo al hombre que estaba con ella. No la condena, en contra de la legislación vigente de lapidación, discriminatoria y abusiva para la mujer. Estas actitudes de Jesús significaron una inmensa novedad en el marco de aquella época: la defensa de la mujer reivindicada como igual al varón, en todo, e igual ante Dios.
Este principio liberador que Jesús practicó hasta el final fue una audaz semilla sin que las consecuencias históricas fuesen inmediatas excepto en su pronta eliminación física, ajusticiado como un vulgar delincuente. Pero ahí quedó el poderoso germen, su ejemplo de amor que ha resistido a la Historia, y que ahora tiene más valor que nunca como acicate para que hagamos lo mismo, cuando tantas mujeres siguen discriminadas a pesar de que ahora algunas leyes les sean más favorables.

Publicado en: Noticias de Navarra,7/03/11 y ALCNOTICIAS

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