domingo, 20 de marzo de 2011

PROMOVER EL REINO DE DIOS EN NUESTRA VIDA ENTERA

Por. Rev. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México

1. Las interpretaciones reduccionistas del Reino de Dios
Una de las interpretaciones más riesgosas y eventualmente enajenantes del concepto bíblico de Reino de Dios consiste en ubicarlo únicamente en el futuro y en el más allá de la vida terrenal. A ello ha contribuido la aplicación, un tanto errónea, de la frase sinónima “reino de los cielos” que aparece en varios lugares del Nuevo Testamento (Mt la usa 34 veces), lo que sin duda ha ocasionado que al proyectar la esperanza de la presencia del Reino de Dios únicamente en el futuro se dejen de lado las diversas advertencias del propio Jesús acerca de que ya se había iniciado a través de los diversos signos con que él mismo contribuyó a hacerlo presente en el mundo. Uno de los aspectos más conflictivos, por ejemplo, de la comprensión de la venida del Reino lo constituye el hecho de que la comunidad privilegiada por su acceso al mismo está formada únicamente por aquellos que hayan asumido sus exigencias éticas y espirituales como razón de ser de su vida, según el modelo presentado por Jesús en el llamado Sermón del Monte. Allí, y en amplias secciones de los evangelios sinópticos, la condición única para participar de las bondades del Reino de Dios en la existencia presente es la metanoia, es decir, el arrepentimiento radical y el cambio de orientación de la mente hacia las posibilidades liberadoras, en todos los sentidos, de la acción de Dios en el mundo a través de la persona de Jesús de Nazaret. El seguimiento de los discípulos, hombres y mujeres, fue claramente en esa dirección, pues la transformación que experimentaron los llevó a participar de una forma de vida individual y comunitaria que rebasó, con mucho, lo que Jesús calificó como superación de las enseñanzas de los fariseos y de los escribas, o dicho en otras palabras, la primacía de la acción del amor sobre los preceptos únicamente teóricos o doctrinales de la Ley antigua.
La aparente sustitución del concepto en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas apostólicas y, con ello, el advenimiento de la Iglesia como vanguardia y avanzada del Reino de Dios en el mundo, obligó a ésta a adaptarse a una nueva presencia comunitaria en el mundo y a relativizar algunos de los aspectos más comprometedores del Reino ya comenzado a vivir por Jesús y por sus seguidores. Es lo que el teólogo H. Richard Niebuhr (1894-1962) denominó la secularización y trivialización del Reino”, porque históricamente pareció que la Iglesia comenzó a verse como la encarnación del reino de Dios, siendo que, como sintetiza Ladd: “La Iglesia es el pueblo del Reino, pero no se puede identificar con el Reino”.[1] Además, algunas corrientes teológicas como “liberalismo” minimizaron posteriormente las exigencias éticas fruto del esfuerzo de Dios por redimir a la humanidad y hacían del Reino apenas un anuncio de la forma en que los designios divinos podrían ser cumplidos gracias a ciertos esfuerzos humanos por hacerlos presentes en un mundo encaminado hacia el progreso y la felicidad, algo que sin duda no se cumplió en la época en que estas ideas florecieron. Como dice una frase clásica del mismo H.R. Niehbur, que caricaturizó sin piedad el “mensaje” de esta corriente religiosa: “Un Dios sin cólera conduciría a hombres sin pecado hacia un reino sin juicio por la mediación de un Cristo sin cruz”.[2] Este autor fue más directo aún, al criticar la presencia del Reino en un “país protestante” como Estados Unidos: “La soberanía de Dios fue institucionalizada en leyes, el reino de Cristo en denominaciones y medios de gracia, por lo que la tensión hacia la venida del Reino y la esperanza por esta venida fueron transformados en una sanción moral o en una creencia en el progreso. Como una esperanza del individuo, el Reino venidero se convirtió en un evento ultramundano sin ninguna relación orgánica con el presente”.[3]
Su hermano Reinhold se refirió al impacto histórico y cultural de estas ideas como sigue:
Su Reino de Dios significaba exactamente esa sociedad ideal que la cultura moderna esperaba realizar mediante el proceso evolutivo. La democracia y la Liga de las Naciones habrían de ser las formas políticas de esta idea [...]. El Cristo de la ortodoxia cristiana [...] se convirtió [...] en el símbolo de la bondad y las posibilidades humanas, sin reconocimiento de los límites del hombre y, en seguida, sin reconocimiento de la trascendencia.
El no reconocimiento de las cumbres condujo al cristianismo moderno a una ceguera igual hacia las oscuras profundidades de la vida. El 'pecado' de la ortodoxia cristiana fue identificado con las imperfecciones de la ignorancia, que pronto serían superadas mediante una pedagogía adecuada.[4]
Afortunadamente, surgieron, en el seno mismo de la teología protestante, intentos muy efectivos (como el de Karl Barth) que vinieron a corregir esta visión reduccionista y que han contribuido también a recuperar la visión de la centralidad del Reino de Dios en el mensaje de Jesús.
2. La superioridad del Reino de Dios sobre las limitaciones religiosas
Ciertamente, las tendencias mencionadas y criticadas líneas arriba comenzaron a dar señales de vida ya desde el Nuevo Testamento, cuando el apóstol Pablo tuvo que advertir en su carta a los Romanos, que la creencia y el compromiso en la práctica con el Reino de Dios anunciado, vivido y promovido por Jesús no tenía que nada que ver con las prácticas rituales y religiosas ligadas a las formas exteriores, pues sus objetivos rebasan esos límites y pugnan por instalar en el mundo formas nuevas de convivencia y dignidad humana. Seguir atados a los ritualismos impuestos por jerarquías religiosas no solamente podía alejar de los propósitos específicos del Reino de Dios, sino que además puede desencaminar a los creyentes de la misión que han recibido, esto es, hacer visibles los signos del Reino de Dios a partir de sus vidas.
Por ello, el énfasis de la exhortación paulina en Romanos 14 recae en la capacidad y sensibilidad cristianos ante los hermanos/as débiles, quienes merecen toda la consideración para que su acceso efectivo a las bendiciones derivadas de participar del Reino de Dios en el presente no dependa de “comidas o bebidas” (v. 17) sino, por contraste, en la justicia, la paz y el gozo que, como señales del mismo, produce el Espíritu Santo en la vida de las personas. Esto habla, más bien de la plenitud de vida, bienestar (shalom) que Dios desea instaurar en el mundo, ya desde el presente, en camino hacia el encuentro final con la plenitud del Reino de Dios, tal como aparece después en la visión apocalíptica (Ap 11.15).
Las limitaciones religiosas con que se quiere en ocasiones encerrar las grandezas del Reino de Dios deben ser denunciadas con claridad para advertir los peligros de reducir la visión a la que Dios desea llamar a quienes voluntariamente se comprometen con la esperanza en la venida de esa era anunciada y vivida por Jesús. Sus signos visibles en cada situación humana deben hacer palpable pues el Reino de Dios puede ya vivirse en medio de la historia conflictiva, en una búsqueda que también implica conflictos continuos en la tarea de enfrentar los signos de las fuerzas contrarias a su implantación definitiva en el mundo. La vida cotidiana es, quizá, uno de los espacios más difíciles de “conquistar” para instalar los valores procedentes de la esperanza en la venida del Reino de Dios porque ahí es donde se exige una mayor integridad entre lo que se cree y lo que se vive. Tal vez por eso, también, plantea a la sociedad la duda acerca de los requisitos externos para participar de esta esperanza. Y eso es justamente lo que criticó San Pablo en su carta a los Romanos.
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[1] G.E. Ladd, Teología del Nuevo Testamento. Terrassa, CLIE, 2002 (Estudios teológicos, 2), p. 88.
[2] H. Richard Niebuhr, The Kingdom of God in America. [1937] Nueva introducción de M.E. Marty. Middleton, Universidad Wesleyana, 1988, p. 193.
[3] Ibid., p. 182.
[4] R. Niebuhr, An Interpretation of Christian Ethics. Nueva York, Harper & Bros., 1935, pp. 23-28

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