Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego porque así lo quiero. Tengo poder para entregar mi vida, y tengo poder para volver a recibirla, pues esto es lo que mi Padre me ha ordenado hacer. Juan 10.18, Traducción en Lenguaje Actual
1. La salvación es una entrega de amor
Las acciones redentoras de Dios en la historia enfrentaron siempre la oposición del establishment amparado en la supuesta necesidad de mantener las cosas para beneficio de todos, aunque siempre lo fue para unos cuantos. De ahí que las lecturas, contra-lecturas y diversas interpretaciones de dichas acciones siempre estuvieron en la palestra aunque el acceso de los más desprotegidos a ellas estuviera filtrado por las mediaciones políticas, religiosas y culturales más interesadas en controlar la religiosidad popular que en servir como canales de bendición para esas clases subalternas.
Esta es una de las razones por las que cuando el Cuarto Evangelio presenta la decisión de Jesús de entregar su vida como un valiente y significativo acto de amor, se cimbraron de arriba abajo las estructuras mentales, psicológicas y espirituales del sistema vigente, pues estaban al servicio de la enajenación de los sujetos, de esta vida presente, entendida como una cadena de sucesos aparentemente inevitables, guiada por una fatalidad ciega según el pensamiento greco-romano (las Moiras o las Parcas), al servicio de las clases dominantes y que conducía a cada persona a través de un destino trazado sin remedio, siempre en el marco de una dominación jerárquica sancionada por la violencia, en este caso, del casi omnipresente Imperio Romano.
El proyecto redentor encarnado por Jesús por supuesto que no aceptaba estas imposiciones inevitables, puesto que se conducía por otras premisas. La entrega de amor que representa su esfuerzo por hacer accesibles los beneficios de la gracia de Dios para las mayorías fue la máxima expresión de la tarea divina de conducir la historia humana por senderos de una efectiva aplicación de la vida deseada, instalada y sostenida por Él. Como escribe Franz Hinkelammert al situar el marco histórico de la muerte de Jesús según la describe el Cuarto Evangelio:
Juan había mostrado las razones de la rabia que le tenían a Jesús. Los revelaba constantemente en su hipocresía de la ley, y al no convertirse, los dejaba como mentirosos. […] Juan escribe […] una o dos décadas después de la destrucción de Jerusalén y del Templo por los romanos. Ha sido la gran catástrofe del pueblo judío y era, por supuesto también sentido por los judíos cristianos como gran catástrofe. Juan ahora dice del Sanedrín del tiempo de Jesús, que ya preveía esta catástrofe, tenía miedo frente a ella y que buscaba matar a Jesús para prevenirla. […] La muerte de Jesús no salvó el Templo y Jerusalén, ni la Nación [como esperaba el Sumo Sacerdote, 11.49-51]. Pero reivindica otro sentido de la profecía […] Lo reivindica como salvador más allá de la existencia de Jerusalén y del Templo.[1]
En suma, y a los ojos de la historia de su tiempo, con el realismo más grande de que el Dios redentor fue capaz, Jesús, mediante el más supremo acto de amor, hizo presente la intención del Padre de propugnar por la efectividad de una vida que verdaderamente pudiera llevar ese nombre, en medio de la idolatría de los falsos nacionalismos, religiosidades y esperanzas. La vida que ofrece Jesús es más grande que cualquier forma de mezquindad humana.
2. Jesús asume la entrega de su vida voluntariamente
La imaginería del pastor excelente que traslucen las famosas palabras de Jesús en Juan 10 conduce su discurso hasta el extremo de anunciar la entrega voluntaria de su vida. Este lenguaje procedente de la imagen del pastor heroico se relaciona con la intención juanina de mostrar cómo Jesús ha venido a dar la vida eterna a sus seguidores, es decir, el grupo de hombres y mujeres dispuestos a acompañarlo en el camino de la luz. Dándose a sí mismo, como se esboza desde el cap. 6, Jesús es un manantial de vida que brota de su propio cuerpo en actitud sacramental para el mundo y especialmente para las comunidades que reivindican su nombre. Explica Dodd:
“Cristo va realmente a encontrar la muerte en su conflicto con los falsos dirigentes, y con su muerte dará vida a otros, de una forma tan real como un pastor podía salvar las vidas de sus ovejas luchando contra el lobo a costa de su propia vida. Si esto no dice toda la historia, proporciona, al menos, parte de la respuesta a la pregunta de 6.52, que no había recibido contestación: ‘¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?”.[2]
Una lectura meramente sacrificial de la entrega voluntaria de su vida, coloca a Jesús únicamente como mártir, pero deja de señalar la conflictividad que con tanta intensidad se destaca en el Cuarto Evangelio, pues a la propuesta de vida con que él se coloca frente a los poderes de su tiempo, la respuesta del sistema político-religioso es de muerte, dirigida en primer lugar contra él y luego contra sus seguidores/as. La entrega de Jesús es acompañada de una campaña mortífera para tratar de acabar con el proyecto divino de instalar la vida en el centro de la existencia humana en todos sus niveles. En contraste, la actitud pastoral del maestro de Nazaret consistió en otorgar vida con cada una de sus acciones y, más aún, en enfrentar ya fuera simbólica o efectivamente, al fuerza con que los poderes mundanos se opusieron a su intención reivindicadora y salvífica:
Su don de vida y luz encuentra rechazo. Los que lo rechazan son presentados en el acto mismo de atraer sobre ellos el juicio inevitable de Dios sobre los que prefieren las tinieblas a la luz. Pero con este mismo acto están preparando la muerte de Cristo, mediante la cual él da vida al mundo. Por un ligero cambio de pensamiento, su muerte misma es un juicio sobre los que maquinan mediante su rechazo de la luz, como la muerte heroica del noble pastor denuncia tanto la codicia del ladrón como la cobarde deserción del asalariado.[3]
Dodd añade que de esta manera se prepara el escenario para la afirmación de 12.31, en el sentido de que la muerte de Cristo es “el juicio de este mundo” y que, al mismo tiempo, esa muerte es la condición necesaria para que de la semilla enterrada brote la vida nueva (12.24). Dicho en otras palabras: Juan expone a Jesús anticipándose a los planes de matarlo y modificando ese proyecto en una plan de deliberada entrega que exhibe las características criminales del sistema que acabará con su vida, sin contar con que él ha decidido entregar su vida y volverla a tomar como parte de un proyecto divino capaz de estar por encima de los proyectos de muerte y destrucción dirigidos contra su persona. Jesús no hace alarde de un poder extraordinario que le permita estar más allá de las realidades de este mundo, sino que, por el contrario, acepta y anuncia que su vida terminará conflictivamente por su oposición a las estructuras de poder del mundo y el ejercicio de una libertad ante las leyes, desconocida hasta ese momento, pero que su filiación divina y la certeza de que estaba cumpliendo con el encargo de Dios (“dar vida plena”) le permitirán recuperar su vida para transmitirla a su pueblo, el nuevo pueblo de Dios, guiado ahora por la luz y no por las tinieblas.
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[1] F. Hinkelammert, El grito del sujeto. Del teatro-mundo del evangelio de Juan al perro-mundo de la globalización. San José, DEI, 1998, pp. 58-59.
[2] C.H.Dodd, Interpretación del Cuarto Evangelio. Madrid, Cristiandad, 1978, p. 360.
[3] Idem. Énfasis agregado.
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