Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México
Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron.
Juan 20.29, RVR 1960
1. La tensión entre incredulidad y fe: el caso de Tomás
Al parecer, no se necesitó ser moderno para mostrar incredulidad hacia el suceso de la resurrección de Jesús, pues Jn 20 concluye con el famoso episodio en el que Tomás manifiesta dudas acerca de ella. Si el testimonio de María Magdalena, en la primera parte del pasaje (vv. 11-18), no bastó para que los demás discípulos creyeran, ahora el de ellos mismos no le fue suficiente a Tomás, quien solicitó la prueba física, material (v. 25: “Si no metiere mi dedo en el lugar de los clavos… no creeré”) para creerlo de verdad. Su obstinación recuerda la actitud que tuvo ante la muerte de Lázaro (11.16) y ahora quiere ver y tocar. La respuesta de Jesús es condescendiente y, aunque el narrador parece reprobar la acción de Tomás, el resucitado acepta pasar por el examen que solicita Tomás y lo exhorta a no ser incrédulo (v. 27). Ante la comprobación, Tomás cree y lo reconoce (v. 28): “Tomás ha penetrado más allá del aspecto milagroso de la aparición y ha entendido lo que la resurrección-ascensión manifiesta acerca de Jesús”.[1] Jesús, al parecer, se da por bien servido ante la nueva actitud de Tomás, aunque hubiera esperado que no fuera necesaria la comprobación física del acontecimiento de su resurrección.
Se trata, por ello, de una tensión entre la incredulidad y la fe ante una aparición que, aun cuando, envuelta en el halo de lo sobrenatural, plantea, en el marco de la teología juanina, una comprobación no solamente física de la presencia auténtica del Jesús resucitado, sino también una verdadera apuesta de fe: Tomás da varios saltos teológicos, pues además lo reconoce como Señor y Dios, mediante una frase compuesta que recuerda la de Dominus et Deus noster (“Señor y Dios nuestro”) que asumió Domiciano, emperador al momento de la redacción del evangelio y contra cuyas pretensiones hegemónicas se escribiría el Apocalipsis, aunque las fuentes más sólidas de ambos títulos sean las bíblicas: Kyrios (Yahvé) y Theos (Elohim) (Sal 35.23b). Curiosamente, ésta es la afirmación cristológica más importante del Cuarto Evangelio, procedente de unos labios que venían de la experiencia de la incredulidad, esto es, de una conversión genuina.
Las últimas palabras que Jesús pronuncia en este evangelio (v. 29), justo antes del gran resumen que hace el autor (vv. 30-31), son una alabanza y anticipo de quienes creerían, a diferencia de Tomás, sin necesidad de pruebas ni de estar presentes. Se trata, otra vez, de “ver o no ver a Jesús) (cap. 16). Con ello se incluye, lógicamente, a todos quienes se incorporarían a las comunidades juaninas y a las demás (“otro rebaño”: 10.16), con lo que el testimonio de fe del Discípulo Amado alcanzaría su objetivo principal. Creer sin estar presentes en esos momentos fundadores era muy valorado por la propia tradición judía, como se aprecia en esta observación del rabí Simeón ben Lakish: “El prosélito es más amado de Dios que todos los israelitas que estaban en el Sinaí. Porque si aquella gente no hubiera presenciado el trueno, las llamas, el relámpago, el temblor de la montaña y el sonido de la trompeta, no hubiera aceptado la ley de Dios. Pero el prosélito que no ha visto ninguna de estas cosas llega y se entrega a Dios y acepta la ley de Dios. ¿Habrá alguien más amado que este hombre?”.[2] Surge un nuevo tipo de fe, y más valiosa, la no apegada a los hechos fácticos hy que depende del testimonio de los discípulos. Brown describe los alcances futuros de estas palabras del Jesús resucitado: “También el Jesús joánico alaba ahora a la mayoría del pueblo de la nueva alianza que, sin haberle visto, lo proclama por el Espíritu Señor y Dios. Jesús asegura a todos estos discípulos de todos los tiempos y lugares que prevé su situación y los cuenta entre los que comparten la alegría anunciada por su resurrección”.[3] Es la conclusión perfecta del Cuarto Evangelio.
2. Jesús resucita la fe de sus discípulos y unifica a sus seguidores
En el epílogo del evangelio (cap. 21), Jesús se aparece a siete seguidores (vv. 1-14), cuestiona a Pedro sobre su amor a él (vv. 15-19) y equipara los liderazgos de Pedro y el “discípulo amado”. La resurrección le otorga a la comunidad otra dimensión de relación con Jesús: “El Jesús al que ellos conocían aparece transformado y convertido en Señor resucitado”.[4] El carácter marcadamente eclesial del cap. 21 se aprecia en el simbolismo de la pesca y de las ovejas, como señal de la labor misionera y pastoral. “El Jesús resucitado cumple su profecía de arrastrar a todos los hombres hacia sí a través de la misión apostólica simbolizada en la pesca milagrosa y en el arrastre de la red a tierra”.[5] La relación colegiada entre los liderazgos de Pedro y Juan se simboliza en el hecho de que el autor del evangelio le otorga al discípulo amado la primacía en el amor y en la sensibilidad para reconocer a Jesús y a Pedro un lugar en el ministerio apostólico, pero antes de otorgar a Pedro el reconocimiento pastoral, Jesús insiste en preguntarle acerca de su amor. “Si se encomienda a Pedro la tarea de Pastor, debe reunir los requisitos de la tradición joánica sobre el pastoreo: ‘el buen pastor da la vida por las ovejas’ (10.1)”.[6]
En el cuarto Evangelio es el amor lo que caracteriza al discípulo. Jesús quiere saber de Pedro si se reconoce como discípulo. En caso afirmativo, Jesús lo confirma como pastor de la Iglesia. Pedro puede ser Pastor, si primero es Discípulo. Tenemos aquí la Iglesia del discípulo amado, la cual reconoce la autoridad de la Iglesia apostólica a condición que sus autoridades sean discípulos de Jesús. Después de anunciar Jesús su muerte a Pedro, le dice a éste (por primera vez en el Evangelio): “Sígueme”. Pedro se vuelve y ve al discípulo que Jesús amaba. El relato recuerda de manera explícita la última cena y la cercanía del discípulo a Jesús. El relato afirma luego la permanencia del discípulo, que seguramente se refiere a la permanencia de la comunidad del discípulo amado hasta que Jesús venga. Si bien la Iglesia del discípulo reconoce la autoridad de la Iglesia apostólica, dado que ésta también ha llegado a ser discípula, se afirma la continuidad y permanencia de este tipo de Iglesia fundada sobre la memoria del discípulo que Jesús amaba.[7]
El Jesús resucitado es la razón de ser de la existencia de la Iglesia, en sus diversas vertientes, pues este capítulo es el testimonio acercamiento de las comunidades juaninas a las demás comunidades cristianas (apostólicas). Este esfuerzo unificador está en consonancia con las enseñanzas de Jn 17 y proyecta la segunda conclusión del evangelio hacia un ámbito comunitario más amplio. La presencia del Jesús resucitado es capaz de unificar a la Iglesia en medio de sus diversas tendencias doctrinales (discipular y apostólica, al menos) y coloca el testimonio cristiano ante la posibilidad de tener un impacto mayor.
De ahí que el evangelio concluye destacando el testimonio del discípulo amado: “Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero” (v. 24). “La continuidad con Jesús se funda en el discipulado. Es la Iglesia discípula, y no la Iglesia-autoridad, la que asegura la tradición de Jesús. La tradición apostólica queda subordinada a la memoria del discípulo que Jesús amaba. El autor del Evangelio no polemiza con la Iglesia apostólica, pero sí llama la atención acerca de los riesgos de una institucionalización eclesial que olvida la exigencia radical de ser discípulos de Jesús antes de ser autoridad”.[8]
Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron.
Juan 20.29, RVR 1960
1. La tensión entre incredulidad y fe: el caso de Tomás
Al parecer, no se necesitó ser moderno para mostrar incredulidad hacia el suceso de la resurrección de Jesús, pues Jn 20 concluye con el famoso episodio en el que Tomás manifiesta dudas acerca de ella. Si el testimonio de María Magdalena, en la primera parte del pasaje (vv. 11-18), no bastó para que los demás discípulos creyeran, ahora el de ellos mismos no le fue suficiente a Tomás, quien solicitó la prueba física, material (v. 25: “Si no metiere mi dedo en el lugar de los clavos… no creeré”) para creerlo de verdad. Su obstinación recuerda la actitud que tuvo ante la muerte de Lázaro (11.16) y ahora quiere ver y tocar. La respuesta de Jesús es condescendiente y, aunque el narrador parece reprobar la acción de Tomás, el resucitado acepta pasar por el examen que solicita Tomás y lo exhorta a no ser incrédulo (v. 27). Ante la comprobación, Tomás cree y lo reconoce (v. 28): “Tomás ha penetrado más allá del aspecto milagroso de la aparición y ha entendido lo que la resurrección-ascensión manifiesta acerca de Jesús”.[1] Jesús, al parecer, se da por bien servido ante la nueva actitud de Tomás, aunque hubiera esperado que no fuera necesaria la comprobación física del acontecimiento de su resurrección.
Se trata, por ello, de una tensión entre la incredulidad y la fe ante una aparición que, aun cuando, envuelta en el halo de lo sobrenatural, plantea, en el marco de la teología juanina, una comprobación no solamente física de la presencia auténtica del Jesús resucitado, sino también una verdadera apuesta de fe: Tomás da varios saltos teológicos, pues además lo reconoce como Señor y Dios, mediante una frase compuesta que recuerda la de Dominus et Deus noster (“Señor y Dios nuestro”) que asumió Domiciano, emperador al momento de la redacción del evangelio y contra cuyas pretensiones hegemónicas se escribiría el Apocalipsis, aunque las fuentes más sólidas de ambos títulos sean las bíblicas: Kyrios (Yahvé) y Theos (Elohim) (Sal 35.23b). Curiosamente, ésta es la afirmación cristológica más importante del Cuarto Evangelio, procedente de unos labios que venían de la experiencia de la incredulidad, esto es, de una conversión genuina.
Las últimas palabras que Jesús pronuncia en este evangelio (v. 29), justo antes del gran resumen que hace el autor (vv. 30-31), son una alabanza y anticipo de quienes creerían, a diferencia de Tomás, sin necesidad de pruebas ni de estar presentes. Se trata, otra vez, de “ver o no ver a Jesús) (cap. 16). Con ello se incluye, lógicamente, a todos quienes se incorporarían a las comunidades juaninas y a las demás (“otro rebaño”: 10.16), con lo que el testimonio de fe del Discípulo Amado alcanzaría su objetivo principal. Creer sin estar presentes en esos momentos fundadores era muy valorado por la propia tradición judía, como se aprecia en esta observación del rabí Simeón ben Lakish: “El prosélito es más amado de Dios que todos los israelitas que estaban en el Sinaí. Porque si aquella gente no hubiera presenciado el trueno, las llamas, el relámpago, el temblor de la montaña y el sonido de la trompeta, no hubiera aceptado la ley de Dios. Pero el prosélito que no ha visto ninguna de estas cosas llega y se entrega a Dios y acepta la ley de Dios. ¿Habrá alguien más amado que este hombre?”.[2] Surge un nuevo tipo de fe, y más valiosa, la no apegada a los hechos fácticos hy que depende del testimonio de los discípulos. Brown describe los alcances futuros de estas palabras del Jesús resucitado: “También el Jesús joánico alaba ahora a la mayoría del pueblo de la nueva alianza que, sin haberle visto, lo proclama por el Espíritu Señor y Dios. Jesús asegura a todos estos discípulos de todos los tiempos y lugares que prevé su situación y los cuenta entre los que comparten la alegría anunciada por su resurrección”.[3] Es la conclusión perfecta del Cuarto Evangelio.
2. Jesús resucita la fe de sus discípulos y unifica a sus seguidores
En el epílogo del evangelio (cap. 21), Jesús se aparece a siete seguidores (vv. 1-14), cuestiona a Pedro sobre su amor a él (vv. 15-19) y equipara los liderazgos de Pedro y el “discípulo amado”. La resurrección le otorga a la comunidad otra dimensión de relación con Jesús: “El Jesús al que ellos conocían aparece transformado y convertido en Señor resucitado”.[4] El carácter marcadamente eclesial del cap. 21 se aprecia en el simbolismo de la pesca y de las ovejas, como señal de la labor misionera y pastoral. “El Jesús resucitado cumple su profecía de arrastrar a todos los hombres hacia sí a través de la misión apostólica simbolizada en la pesca milagrosa y en el arrastre de la red a tierra”.[5] La relación colegiada entre los liderazgos de Pedro y Juan se simboliza en el hecho de que el autor del evangelio le otorga al discípulo amado la primacía en el amor y en la sensibilidad para reconocer a Jesús y a Pedro un lugar en el ministerio apostólico, pero antes de otorgar a Pedro el reconocimiento pastoral, Jesús insiste en preguntarle acerca de su amor. “Si se encomienda a Pedro la tarea de Pastor, debe reunir los requisitos de la tradición joánica sobre el pastoreo: ‘el buen pastor da la vida por las ovejas’ (10.1)”.[6]
En el cuarto Evangelio es el amor lo que caracteriza al discípulo. Jesús quiere saber de Pedro si se reconoce como discípulo. En caso afirmativo, Jesús lo confirma como pastor de la Iglesia. Pedro puede ser Pastor, si primero es Discípulo. Tenemos aquí la Iglesia del discípulo amado, la cual reconoce la autoridad de la Iglesia apostólica a condición que sus autoridades sean discípulos de Jesús. Después de anunciar Jesús su muerte a Pedro, le dice a éste (por primera vez en el Evangelio): “Sígueme”. Pedro se vuelve y ve al discípulo que Jesús amaba. El relato recuerda de manera explícita la última cena y la cercanía del discípulo a Jesús. El relato afirma luego la permanencia del discípulo, que seguramente se refiere a la permanencia de la comunidad del discípulo amado hasta que Jesús venga. Si bien la Iglesia del discípulo reconoce la autoridad de la Iglesia apostólica, dado que ésta también ha llegado a ser discípula, se afirma la continuidad y permanencia de este tipo de Iglesia fundada sobre la memoria del discípulo que Jesús amaba.[7]
El Jesús resucitado es la razón de ser de la existencia de la Iglesia, en sus diversas vertientes, pues este capítulo es el testimonio acercamiento de las comunidades juaninas a las demás comunidades cristianas (apostólicas). Este esfuerzo unificador está en consonancia con las enseñanzas de Jn 17 y proyecta la segunda conclusión del evangelio hacia un ámbito comunitario más amplio. La presencia del Jesús resucitado es capaz de unificar a la Iglesia en medio de sus diversas tendencias doctrinales (discipular y apostólica, al menos) y coloca el testimonio cristiano ante la posibilidad de tener un impacto mayor.
De ahí que el evangelio concluye destacando el testimonio del discípulo amado: “Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero” (v. 24). “La continuidad con Jesús se funda en el discipulado. Es la Iglesia discípula, y no la Iglesia-autoridad, la que asegura la tradición de Jesús. La tradición apostólica queda subordinada a la memoria del discípulo que Jesús amaba. El autor del Evangelio no polemiza con la Iglesia apostólica, pero sí llama la atención acerca de los riesgos de una institucionalización eclesial que olvida la exigencia radical de ser discípulos de Jesús antes de ser autoridad”.[8]
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[1] R.E. Brown, El Evangelio según Juan. Vol II. XIII-XXI. Madrid, Cristiandad, 1979, p. 1490.
[2] Cit. por Brown, idem.
[3] Idem.
[4] Ibid., pp. 1525.1526.
[5] Ibid., p. 1553. Cf. R.E. Brown, La comunidad del discípulo amado. Salamanca, Sígueme, 1993 (Biblioteca de estudios bíblicos, 43).
[6] R.E. Brown, Las iglesias que los apóstoles nos dejaron. 3ª ed. Bilbao, Descleé de Brouwer, 1998 (Cristianismo y sociedad, 13), pp. 125-126.
[7] Pablo Richard, ““Claves para una re-lectura histórica y liberadora (Cuarto Evangelio y Cartas)”, en RIBLA, núm. 17, www.claiweb.org/ribla/ribla17/1%20claves.htm. Énfasis agregado.
[8] Idem.
[1] R.E. Brown, El Evangelio según Juan. Vol II. XIII-XXI. Madrid, Cristiandad, 1979, p. 1490.
[2] Cit. por Brown, idem.
[3] Idem.
[4] Ibid., pp. 1525.1526.
[5] Ibid., p. 1553. Cf. R.E. Brown, La comunidad del discípulo amado. Salamanca, Sígueme, 1993 (Biblioteca de estudios bíblicos, 43).
[6] R.E. Brown, Las iglesias que los apóstoles nos dejaron. 3ª ed. Bilbao, Descleé de Brouwer, 1998 (Cristianismo y sociedad, 13), pp. 125-126.
[7] Pablo Richard, ““Claves para una re-lectura histórica y liberadora (Cuarto Evangelio y Cartas)”, en RIBLA, núm. 17, www.claiweb.org/ribla/ribla17/1%20claves.htm. Énfasis agregado.
[8] Idem.
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