Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México.
El Dios de la oración/poesía habita en mis deseos y ocupa los nombres de ellos:
A veces, cuando el niño sin madre llora dentro de mí, Madre...
A veces, cuando el niño quiere jugar, Padre...
Cuando anhelo una Madre, Dios es Ella, sólo Ella. Cualquier y agregada a ella sería el fin de mi nostalgia.
Cuando deseo un Padre, Dios es Él, sólo Él: este es el nombre de mi nostalgia, en ese preciso momento...[1] Rubem Alves
1. Dios siente como madre
La tradición bíblica no dejó de expresar a Dios en lenguaje femenino, pues también éste es vehículo expresivo para la revelación de Dios. Algunos ejemplos de esto:
· Dios-madre es incapaz de olvidarse de un hijo de sus entrañas: “Sión decía: Me ha abandonado Dios, el Señor me ha olvidado. ¿Acaso olvida una mujer a su hijo, y no se apiada del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Is 49.14-15; véase también Sal 25.6 y Sal 116.5).
· Dios se compara a una madre que consuela a sus hijos. “Como consuela la propia madre así os consolaré yo” (Is 66.13).
· La tradición profética describe así el comportamiento maternal de Dios para con su pueblo: “Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo [...] Yo enseñé a andar a Efraín y lo llevé en mis brazos. Con cuerdas de ternura, con lazos de amor, los atraía; fui para ellos como quien alza un niño hasta sus mejillas y se inclina hasta él para darle de comer [...] El corazón me da un vuelco, todas mis entrañas se estremecen” (Os 11, 1-8);
· En la tradición sapiencial, la sabiduría de Dios se presenta personificada en una figura femenina (Prov 8,22-26); entre la Sabiduría y la Mujer existe una estrecha correlación, que permite una transmutación simbólica entre la una y la otra (Prov 31,10.26.30); en el Nuevo Testamento, Cristo es identificado con la Sabiduría de Dios (I Cor 1,24-30; Mt 11.19; Jn 6.35).
· Al final de la historia, Dios tendrá un gesto de madre amorosa, enjugando las lágrimas de nuestros ojos cansados de tanto llorar (Ap 5.1, 4).[2]
Jesús abrió la puerta para conocer otro modelo de Dios, no sólo con su intención de experimentar la paternidad de Dios de otro modo, sino también al atisbar la realidad del amor de Dios en femenino. Acaso uno de los momentos en que consiguió concentrar dicha intuición con mayor intensidad fue cuando dirigió sus palabras a Jerusalén en plan abiertamente diferente a lo masculino: “¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus pollitos debajo de sus alas, y no quisiste!” (Mt 23.37; Lc 13.34, BLA). La metáfora de lo femenino aporta una perspectiva nueva, que relanza el ímpetu profético y a la vez expone o desvela el rostro femenino oculto de Dios.
Las metáforas para referirse a Dios subrayan también la dificultad para conocerlo plenamente. Cuando sólo se utiliza la relación padre-hijo/a como única referencia para hablar de la relación entre Dios y el ser humano el modelo del padre puede convertirse en un objeto idolátrico, pues se acaba considerándolo como única descripción de Dios. Pero Dios es, a la vez, parecido y distinto de lo que indican nuestras metáforas y existen muchas razones para utilizar metáforas femeninas y masculinas sobre Dios. Cerrarse al amor de Dios experimentado en femenino empobrece, antropológicamente, nuestra experiencia de lo masculino, y nos reduce la visión de lo humano como una plenitud múltiple vivida desde la diversidad. Dejamos de ver aquellos aspectos de la existencia que Dios mismo ha querido experimentar. Porque lo cierto es que necesitamos ambos rostros de Dios, pero no siempre al mismo tiempo, pues, como ha escrito Rubem Alves, a veces necesitamos el amor o el afecto de un hombre o de una mujer y en esos momentos no se requiere el amor del otro género.[3] Dios nos sale al encuentro también como madre, en nuestra propia progenitora y en todas las mujeres que forman parte de nuestra vida. Es una realidad inevitable e insustituible, a pesar de las amargas experiencias que hayamos vivido. Nuestra fe y la idea de revelación que tengamos, también estarán incompletas si no abrimos el ser a esta posibilidad de encuentro.
2. “…y se salvará teniendo hijos si…”: maternidad y salvación en horizonte crítico
Con estas ideas en mente, afrontar un texto como I Tim 2, y especialmente el v. 15, requiere situar las intenciones del mismo en un marco social y eclesial que permita no incurrir en excesos interpretativos, ideológicos y culturales. Si consideramos que este documento pertenece al conjunto de cartas denominadas “pastorales” y que responde, por ello, a la necesidad de normar las relaciones interpersonales en algunas comunidades cristianas de finales del primer siglo de nuestra era, esto mismo nos puede ayudar a percibir que las tendencias hacia la institucionalización del judeo-cristianismo, tal como se vivía ya fuera de Palestina, enfrentaron la necesidad de equilibrar las prácticas de poder en su interior. La escuela paulina, a la que pertenece la epístola, estaba muy consciente de que si las mujeres en algunas ciudades y comunidades habían alcanzado cierto grado de emancipación, las familias correrían el riesgo de “desregularse” y que esto, en el ambiente patriarcal dominado por el imperio romano, eventualmente sería mal visto.[4] Las mujeres ricas tenían una participación muy activa en la comunidad cristiana y debían sujetarse a una normatividad que impidiera la incomprensión social que el cristianismo otorgaba a las personas.
Curiosamente, la celebración del 10 de mayo forma parte de un proceso de exaltación y subordinación de las mujeres, pues de manera similar a como sucede en el catolicismo, se les coloca como a la Virgen María en los altares, pero en la práctica cotidiana se lleva a cabo una serie de procesos para reducir su autoestima, por decir lo menos. En este sentido, I Tim 2 intenta subordinar a la mujer mediante una suerte de “chantaje espiritual” basado en las obras para obtener la salvación: lejos del mensaje paulino sustentado en la inutilidad de las obras para salvarse, a las mujeres se les exige practicar la maternidad y así alcanzar el favor de Dios. La “consagración al hogar”, es decir, al espacio doméstico y no público. Como resume Tamez, el texto intentaría “convencer a las mujeres de su comunidad de que debían seguir los roles que la tradición ha implantado de acuerdo con los géneros. Esta sería la lectura más difícil de acuerdo con nuestras creencias actuales, pero también la que mejor encaja con la problemática de aquel momento en la comunidad cristiana”.[5]
De modo que hoy es una enorme responsabilidad nuestra definir con qué espíritu cristiano queremos seguir celebrando el milagro y la bendición de la maternidad en nuestro ámbito.
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[1] R. Alves, “A veces…”, en Saborear el infinito. Antología de textos. México, Dabar-Centro Basilea, 2008, pp. 206-207.
[2] Luis López Catalán, “Dios: Padre y madre”, en www.mercaba.org/Fichas/Claretianos/dios_padre_y_madre.htm.
[3] Elsa Tamez, Teólogos de la liberación hablan sobre la mujer. San José, dei, 1986, pp. 84-85.
[4] E. Tamez, Luchas de poder en los orígenes del cristianismo. Un estudio de la 1ª carta a Timoteo. San José, DEI, 2004, pp. 29-43.
[5] Ibid., p. 92.
El Dios de la oración/poesía habita en mis deseos y ocupa los nombres de ellos:
A veces, cuando el niño sin madre llora dentro de mí, Madre...
A veces, cuando el niño quiere jugar, Padre...
Cuando anhelo una Madre, Dios es Ella, sólo Ella. Cualquier y agregada a ella sería el fin de mi nostalgia.
Cuando deseo un Padre, Dios es Él, sólo Él: este es el nombre de mi nostalgia, en ese preciso momento...[1] Rubem Alves
1. Dios siente como madre
La tradición bíblica no dejó de expresar a Dios en lenguaje femenino, pues también éste es vehículo expresivo para la revelación de Dios. Algunos ejemplos de esto:
· Dios-madre es incapaz de olvidarse de un hijo de sus entrañas: “Sión decía: Me ha abandonado Dios, el Señor me ha olvidado. ¿Acaso olvida una mujer a su hijo, y no se apiada del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Is 49.14-15; véase también Sal 25.6 y Sal 116.5).
· Dios se compara a una madre que consuela a sus hijos. “Como consuela la propia madre así os consolaré yo” (Is 66.13).
· La tradición profética describe así el comportamiento maternal de Dios para con su pueblo: “Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo [...] Yo enseñé a andar a Efraín y lo llevé en mis brazos. Con cuerdas de ternura, con lazos de amor, los atraía; fui para ellos como quien alza un niño hasta sus mejillas y se inclina hasta él para darle de comer [...] El corazón me da un vuelco, todas mis entrañas se estremecen” (Os 11, 1-8);
· En la tradición sapiencial, la sabiduría de Dios se presenta personificada en una figura femenina (Prov 8,22-26); entre la Sabiduría y la Mujer existe una estrecha correlación, que permite una transmutación simbólica entre la una y la otra (Prov 31,10.26.30); en el Nuevo Testamento, Cristo es identificado con la Sabiduría de Dios (I Cor 1,24-30; Mt 11.19; Jn 6.35).
· Al final de la historia, Dios tendrá un gesto de madre amorosa, enjugando las lágrimas de nuestros ojos cansados de tanto llorar (Ap 5.1, 4).[2]
Jesús abrió la puerta para conocer otro modelo de Dios, no sólo con su intención de experimentar la paternidad de Dios de otro modo, sino también al atisbar la realidad del amor de Dios en femenino. Acaso uno de los momentos en que consiguió concentrar dicha intuición con mayor intensidad fue cuando dirigió sus palabras a Jerusalén en plan abiertamente diferente a lo masculino: “¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus pollitos debajo de sus alas, y no quisiste!” (Mt 23.37; Lc 13.34, BLA). La metáfora de lo femenino aporta una perspectiva nueva, que relanza el ímpetu profético y a la vez expone o desvela el rostro femenino oculto de Dios.
Las metáforas para referirse a Dios subrayan también la dificultad para conocerlo plenamente. Cuando sólo se utiliza la relación padre-hijo/a como única referencia para hablar de la relación entre Dios y el ser humano el modelo del padre puede convertirse en un objeto idolátrico, pues se acaba considerándolo como única descripción de Dios. Pero Dios es, a la vez, parecido y distinto de lo que indican nuestras metáforas y existen muchas razones para utilizar metáforas femeninas y masculinas sobre Dios. Cerrarse al amor de Dios experimentado en femenino empobrece, antropológicamente, nuestra experiencia de lo masculino, y nos reduce la visión de lo humano como una plenitud múltiple vivida desde la diversidad. Dejamos de ver aquellos aspectos de la existencia que Dios mismo ha querido experimentar. Porque lo cierto es que necesitamos ambos rostros de Dios, pero no siempre al mismo tiempo, pues, como ha escrito Rubem Alves, a veces necesitamos el amor o el afecto de un hombre o de una mujer y en esos momentos no se requiere el amor del otro género.[3] Dios nos sale al encuentro también como madre, en nuestra propia progenitora y en todas las mujeres que forman parte de nuestra vida. Es una realidad inevitable e insustituible, a pesar de las amargas experiencias que hayamos vivido. Nuestra fe y la idea de revelación que tengamos, también estarán incompletas si no abrimos el ser a esta posibilidad de encuentro.
2. “…y se salvará teniendo hijos si…”: maternidad y salvación en horizonte crítico
Con estas ideas en mente, afrontar un texto como I Tim 2, y especialmente el v. 15, requiere situar las intenciones del mismo en un marco social y eclesial que permita no incurrir en excesos interpretativos, ideológicos y culturales. Si consideramos que este documento pertenece al conjunto de cartas denominadas “pastorales” y que responde, por ello, a la necesidad de normar las relaciones interpersonales en algunas comunidades cristianas de finales del primer siglo de nuestra era, esto mismo nos puede ayudar a percibir que las tendencias hacia la institucionalización del judeo-cristianismo, tal como se vivía ya fuera de Palestina, enfrentaron la necesidad de equilibrar las prácticas de poder en su interior. La escuela paulina, a la que pertenece la epístola, estaba muy consciente de que si las mujeres en algunas ciudades y comunidades habían alcanzado cierto grado de emancipación, las familias correrían el riesgo de “desregularse” y que esto, en el ambiente patriarcal dominado por el imperio romano, eventualmente sería mal visto.[4] Las mujeres ricas tenían una participación muy activa en la comunidad cristiana y debían sujetarse a una normatividad que impidiera la incomprensión social que el cristianismo otorgaba a las personas.
Curiosamente, la celebración del 10 de mayo forma parte de un proceso de exaltación y subordinación de las mujeres, pues de manera similar a como sucede en el catolicismo, se les coloca como a la Virgen María en los altares, pero en la práctica cotidiana se lleva a cabo una serie de procesos para reducir su autoestima, por decir lo menos. En este sentido, I Tim 2 intenta subordinar a la mujer mediante una suerte de “chantaje espiritual” basado en las obras para obtener la salvación: lejos del mensaje paulino sustentado en la inutilidad de las obras para salvarse, a las mujeres se les exige practicar la maternidad y así alcanzar el favor de Dios. La “consagración al hogar”, es decir, al espacio doméstico y no público. Como resume Tamez, el texto intentaría “convencer a las mujeres de su comunidad de que debían seguir los roles que la tradición ha implantado de acuerdo con los géneros. Esta sería la lectura más difícil de acuerdo con nuestras creencias actuales, pero también la que mejor encaja con la problemática de aquel momento en la comunidad cristiana”.[5]
De modo que hoy es una enorme responsabilidad nuestra definir con qué espíritu cristiano queremos seguir celebrando el milagro y la bendición de la maternidad en nuestro ámbito.
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[1] R. Alves, “A veces…”, en Saborear el infinito. Antología de textos. México, Dabar-Centro Basilea, 2008, pp. 206-207.
[2] Luis López Catalán, “Dios: Padre y madre”, en www.mercaba.org/Fichas/Claretianos/dios_padre_y_madre.htm.
[3] Elsa Tamez, Teólogos de la liberación hablan sobre la mujer. San José, dei, 1986, pp. 84-85.
[4] E. Tamez, Luchas de poder en los orígenes del cristianismo. Un estudio de la 1ª carta a Timoteo. San José, DEI, 2004, pp. 29-43.
[5] Ibid., p. 92.
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