domingo, 5 de junio de 2011

CREEMOS EN DIOS-PADRE: PODER, COMPASIÓN Y TERNURA

Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México

Jesús osa dirigirse a Dios como un hijo a su padre: la reserva que toda la Biblia testimonia es rota en un punto preciso: la audacia es posible porque comenzó un tiempo nuevo.
Paul Ricœur
1. Un Dios que quiso ser padre
La breve afirmación con que comienza el Credo Apostólico, aun cuando está resumida en una visión individual de la fe, desde la primera persona, acumula siglos de discusión, experiencia y reflexión, además de que condensa la manera en que las Escrituras muestran el esfuerzo divino por que la humanidad lo vea como alguien cercano, afable, cariñoso, desde la figura simbólica y auténtica de un progenitor atento a todo lo que sucede. El Dios-Padre del Credo no es solamente una afirmación dogmática: es también el testimonio agradecido hacia el esfuerzo auto-revelador de un Dios que emergió de la historia de fe de un pueblo para hacerse palpable en las luchas de toda la humanidad con la firmeza y ternura de un padre amoroso. Ciertamente, las etapas por las que ha atravesado dicha revelación no fueron fáciles. Podría decirse que el Antiguo Testamento “preparó” a la humanidad para recibir la paternidad de Dios como el mayor don concebible en medio de la historia siempre conflictiva. Torres Queiruga advierte: “…la paternidad de Dios viene siempre fundamentada en un acto histórico: la salida de Egipto. Lo cual quiere subrayar que se trata de una elección, no de una generación”.[1] Los salmos expresan esa filiación con un acento propio de la época: “Igual que la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Yahvé para quienes le temen; pues él sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos polvo” (103.13-14).
Los profetas también afirmaron esta familiaridad con acentos muy sensibles, inmersos como estaban en las complejas coyunturas históricas del pueblo. Isaías, por ejemplo, observa: “Pues bien, Yahvé, tú eres nuestro Padre. Nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero. La hechura de tus manos somos nosotros” (64.7-8). Oseas, testigo de una experiencia profunda, habla de amor y perdón incondicionales: “Y, con todfo, yo enseñé a Efraín a caminar, tomándolo en mis brazos […] Mi corazón se conmueve, mis entrañas se estremecen” (11.3, 8-9). Y Jeremías muestra a Dios como un padre preocupado y atento: “¡Si es mi hijo Efraín, mi niño, mi encanto! Cada vez que lo reprendo, me acuerdo de ello, se me conmueven las entrañas y cedo a la compasión” (31.20). Todas estas aseveraciones proceden de una intensa mentalidad patriarcal que, a contracorriente de otros momentos, expone abiertamente asomos de ternura y de una sensibilidad paternal que, sin ceder a la energía con que debía acompañarse la comprensión de las acciones divinas, no deja de sorprender por la manera en que comienza a abrir la puerta a otra forma de ser padre.
Una de los episodios remotos más controversiales en este proceso fue el episodio del fallido sacrificio de Isaac por parte de Abraham, su padre, que ha marcado permanentemente cualquier intento por atisbar, desde aquella época, el “rostro paternal” de un Dios que deseaba marcar la diferencia con las divinidades cananeas y que, paradójicamente, solicita una prueba de fidelidad a quien había llamado para ser “padre de todos los creyentes”. Se trata de uno de los más altos momentos de crisis en la historia de la revelación divina: un ser humano, objeto de la promesa divina para alcanzar a toda la humanidad, experimenta en el fruto mismo de esa promesa la necesidad de demostrar su apego al Dios que lo ha llamado para que su propia paternidad sea el vehículo y la comprobación de su elección. La llamada “obediencia” con que asume la orden de entregar (o devolver) a su hijo atraviesa radicalmente la historia de salvación, la cual se desarrollará como una afirmación o negación de ese momento climático.
2. El tiempo nuevo de la paternidad de Dios en Jesús
El discurso y la práctica de Jesús de Nazaret se nutrió y fue el resultado de su experiencia de la paternidad de Dios, de quien él alcanzó su aprobación (“complacencia”, según la clásica versión Reina-Valera, Mt 3.17). Esta legitimación celestial de la obra de Jesús introdujo al mundo la posibilidad de relacionarse con Dios de otra manera, más cercana, en el marco de las nuevas condiciones propiciadas por la cercanía del Reino de Dios. En Jesús, la realidad y el simbolismo de la paternidad divina
…alcanza su grandeza insuperable y rompe todas las expectativas, adquiriendo una intensidad y una ternura que asombrarán y alimentarán para siempre a toda experiencia religiosa. En Jesús, la vivencia del Padre —la vivencia del Abbá— constituye el núcleo más íntimo y original de su personalidad. De ella, como de un centro vital, mana para Él una confianza sin límites que aún hoy hace inconfundible su figura. Confianza que, por otra parte, supo contagiar a los demás.[2]
El gran estudioso del tema del Abbá, Joachim Jeremias, destacó muy bien las resonancias infantiles (ligadas al requisito indispensable para entrar al Reino de Dios: “ser como niños”, Mr 10.13-16) del habla para dirigirse a Dios como “papá, papito”, como forma de apego al progenitor, pero con una dosis enorme de audacia y radicalidad por la confianza adquirida con la divinidad, algo impensable en otras épocas. El tiempo nuevo exigía una nueva forma de afectividad paterna. Jesús muestra muchas veces el júbilo por esta nueva cercanía y la expresa en un canto que resume muy bien su experiencia:
“¡Padre, tú gobiernas en el cielo y en la tierra! Te doy gracias porque no mostraste estas cosas a los que conocen mucho y son sabios. En cambio, las mostraste a gente humilde y sencilla. Y todo, Padre, porque tú así lo has querido”.
Y dijo a los que estaban allí: “"Mi Padre me ha dado todo, y es el único que me conoce, porque soy su Hijo. Nadie conoce a mi Padre tan bien como yo. Por eso quiero hablarles a otros acerca de mi Padre, para que ellos también puedan conocerlo” (Mt 11.25-27, Traducción en Lenguaje Actual).
La última afirmación, al igual que las que aparecen el Sermón del Monte, especialmente en 5.38-48, al referirse al cuidado quer Dios tiene por su creación, subrayan que Jesús entregó este símbolo a sus discípulos, es decir, a aquellos/as que deseaban dirigirse a Dios con espíritu sincero y espontáneo, más allá de las fórmulas, y aun cuando él les enseña a orar de una manera distinta, como una nueva fórmula, la idea que transmite es que “Dios queda definitivamente revelado como paternidad entrañable, como esa fuente de confianza y ternura que alimentaba el misterio de Jesús y que se abre en adelante para todo hombre”.[3] Torres Queiruga llama la atención hacia el hecho de que ni siquiera las mejores traducciones actuales logran transmitir la radicalidad de Jesús para llamar “papá” a Dios, pues a lo mucho se llega a traducir como “padre querido”. ¡Eso nos habla claramente del atrevimiento con que Jesús desveló el nuevo rostro de Dios para la humanidad!
Lejos de cualquier forma de sentimentalismo, Jesús coloca la paternidad de Dios como el umbral de la superación de las formas externas de la religión, sometidas a formalismos y solemnidades que, en vez de acercar la figura de Dios, la han alejado sin remedio para muchas personas. Sin banalizar la paternidad divina, Jesús la ubica como la más sólida posibilidad de comunión y familiaridad con el Creador. Y advierte que experimentar a Dios como Padre es algo muy serio, que debe restringirse muy bien: “No le digan padre a nadie, porque el único padre que ustedes tienen es Dios, que está en el cielo” (Mt 23.9).
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[1] A. Torres Queiruga, Creo en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre. Santander, Sal Terrae, 1986 (Presencia teológica, 34) p. 90.
[2] Ibid., p. 92.
[3] Ibid., p. 93. Énfasis agregado.

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