Leopoldo Cervantes-Ortiz
Toda mi vida modifica el libro que estoy leyendo.[1]
Jorge Luis Borges
Aparte de la poesía, memorizar fragmentos de la Biblia fue para mí un ejercicio indispensable [recita]: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra estaba desordenada y vacía, y el Espíritu de Dios se movía, aleteaba, por encima de las aguas”. Todo esto tenía para mí muchísimo sentido, y yo creo que lo que introdujo la Biblia en mi vida es la belleza de la sonoridad del lenguaje; el lenguaje como un instrumento, al principio, de placer acústico, y luego del reconocimiento de la belleza que sólo radica en la palabra.[2]
Carlos Monsiváis
1. La Biblia y la lectura: un reconocimiento humano y espiritual
Una pregunta resulta forzosa (y forzada) en el momento de abordar este asunto: ¿queremos seguir honrando la tradición evangélica y protestante (lo uno por lo otro…) de apego irrestricto a la lectura de la Biblia? Y otra más que se desprende, irremediablemente, de ella: ¿o deseamos engrosar las estadísticas educativas y culturales que exhiben nuestra pertenencia a un país que lee muy poco o casi nada?, pues como dice H.J. Martin: “El libro ya no ejerce el poder que antes tenía, ya no es más el señor de nuestro razonamiento o de nuestros sentimientos, debido a los nuevos medios de información y comunicación de que ahora disponemos”.[3] ¡Bendita sea la memorización! ¡Bienaventurados los/as que memorizaron porque de ellos ha sido propiedad el contenido de las Sagradas Escrituras! Es verdad, aunque según el testimonio de la propia Escritura, Dios no quiere lectores/as de un solo libro, aunque sea el suyo… La lectura, y no sólo la bíblica, hace pensar, abre universos, permite dialogar con el pensamiento de los diversos autores y permite, además, afrontar la vida de otra manera. Nada menos. Leemos la Biblia y ella, inevitablemente también, nos lee, nos deconstruye como seres humanos, nos devuelve un mundo nuevo y quiere devolvernos al mundo transfigurados en mejores personas para transformarlo en un espacio mejor para vivir según la voluntad de Dios.[4] Las iglesias siempre han sido talleres de lectura sin estar muy conscientes de ello y han tenido que surgir, a veces fuera de ella y, a contracorriente de sus ímpetus autoritarios, iniciativas que coloquen la lectura como una tarea placentera y al mismo tiempo formativa. De ahí el interés por rescatar las frases bíblicas dedicadas a ella: “Bienaventurado el que lee”, “Ocúpate en leer”, “¿Entiendes lo que lees?” y “Me comí el libro”, entre otras, que resumen la manera en que el acceso a la literatura sagrada es la posibilidad de trasponer el umbral de una experiencia insustituible.
Varios libros de la Biblia se refieren a la lectura como acto humano, cultural y religioso. En la historia de la lectura, el acceso a los documentos sagrados siempre planteó que las palabras e incluso las letras tenían una capacidad casi mágica para transmitir la voluntad divina y que habían sido dictadas por la divinidad, de ahí que el trato con las palabras y el mensaje que éstas transmitían entraba a un espacio casi metafísico y, al mismo tiempo, a un proceso en el que no se distinguía entre hablar y leer. Como explica Alberto Manguel: “Los idiomas primordiales de la Biblia —arameo y hebreo— no distinguen entre el acto de leer y el de hablar y designan a los dos con la misma palabra”.[5] Jorge Paredes resume bien el origen de la lectura en un ambiente relacionado también con el origen del pueblo elegido: “La frase es de Proust: la lectura es un fructífero milagro de comunicación en medio de la soledad. Un celebrado acto solitario que no es innato, sino aprendido, y que el ser humano comenzó a desarrollar hace por lo menos 5 300 años en la antigua Mesopotamia cuando aparecieron los primeros sistemas de escritura”.[6]
2. La bienaventuranza y el milagro de la lectura en la Biblia
Las primeras menciones de la lectura están ligadas a al pacto y a la Ley: “Después tomó el libro del pacto y se lo leyó a los israelitas. Entonces ellos dijeron: ‘Cumpliremos todo lo que Dios nos ha ordenado’” (Éx 24.7). La lectura se ligó, desde entonces, al compromiso comunitario de una relación con Dios basada en la obediencia. E incluso ante los ajustes socio-políticos, quedaba en la esfera del poder también esa responsabilidad para cuestionar proféticamente su origen: “Cuando el rey que ustedes nombren comience a reinar, ordenará que le hagan una copia del libro que contiene los mandamientos de Dios. Esa copia quedará bajo su cuidado, y deberá leerla todos los días. Así el rey jamás se sentirá superior a los demás israelitas, sino que aprenderá a obedecer a Dios y a respetar todos sus mandamientos” (Dt 17.18-19). Esa misma perspectiva revisionista se acerca a los cambios que la sociedad requería para restablecer la igualdad: “Luego les dio esta orden: ‘Cada siete años se celebrará el año del perdón de deudas. Cuando llegue ese año, y todos los israelitas estén reunidos en el santuario de Dios para celebrar la fiesta de las enramadas, se leerán estas enseñanzas’” (Dt 31.11).
Ya en otra época, la lectura de la voluntad divina expresada en la Ley adquirió otros tonos y resonancias, todos ellos en términos de la vida comunitaria deseada por Yahvé: “Luego, Josué leyó en voz alta todo lo que está escrito en el libro de la Ley, incluyendo las bendiciones y las maldiciones. Todos los israelitas estaban presentes: hombres, mujeres, niños y extranjeros” (Jos 8.34). Como se ve, se confiaba en la lectura para despertar los sentimientos del pueblo en relación con la memoria histórica de la salvación obrada por Dios en la historia, lo cual no era poca cosa. La lectura, con su capacidad de vocación, invocación (apelación), convocación (hacer presente), evocación (recuerdo) e incluso revocación (suspensión o anulación),[7] debía resultar también en una provocación profética, que actualizara la eficacia de la Palabra divina en la vida del pueblo, para resistir las influencias de todo tipo que lo acechaban y lo seducían para alejarse de los planes originales de Dios.
Al replantear el problema de la lectura de la Biblia en las iglesias, enfrentamos el mismo problema educativo y cultural que se vive en nuestro país de manera general: se supone que tenemos “malos hábitos de lectura”, que deben ser mejorados.[8] Esta forma tan simplista de exponer el asunto requiere matizarse y profundizarse para encontrar ya no digamos algunas vías de solución sino apenas para tratar de entender las razones del desapego por la letra escrita. En el medio evangélico se ha aceptado como normativa y casi exclusiva, una cierta manera “fundamentalista” de la oralidad, que se ha impuesto con el peso de la fuerza de ciertas tradiciones religiosas nuevas que identifican los textos escritos con el intelectualismo y la racionalidad. Pero el texto apocalíptico dice que es dichoso quien lee, es decir, quien se acerca, mediante un código común con los escritores/as a descifrar el mensaje y aprender a aplicarlo en la realidad. En suma, seremos felices al leer, según Apocalipsis 1.3, cuando nos dejemos re-educar por la Palabra en todos los sentidos: desde la reconstrucción de nuestro imaginario y nuestros valores, hasta la instalación de prioridades nuevas, es decir, aquellas que Dios mismo desea que funcionen como motor de nuestra existencia completa. “Escuchar” y “guardar” las palabras de esa profecía y, por extensión, de la totalidad de la enseñanza bíblica, es la intención divina acerca de su Iglesia como un pueblo lector. Dios quiere producir lectores (“oidores”) y “practicantes” de su Palabra (Stg 1.22). Y para ello no solamente se sirve de las iglesias sino de todos los agentes divulgadores posible, aunque esta afirmación sea dolorosa para ellas… Por eso afirmamos que “la lectura es un milagro que se resiste a ser vicio”.
Toda mi vida modifica el libro que estoy leyendo.[1]
Jorge Luis Borges
Aparte de la poesía, memorizar fragmentos de la Biblia fue para mí un ejercicio indispensable [recita]: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra estaba desordenada y vacía, y el Espíritu de Dios se movía, aleteaba, por encima de las aguas”. Todo esto tenía para mí muchísimo sentido, y yo creo que lo que introdujo la Biblia en mi vida es la belleza de la sonoridad del lenguaje; el lenguaje como un instrumento, al principio, de placer acústico, y luego del reconocimiento de la belleza que sólo radica en la palabra.[2]
Carlos Monsiváis
1. La Biblia y la lectura: un reconocimiento humano y espiritual
Una pregunta resulta forzosa (y forzada) en el momento de abordar este asunto: ¿queremos seguir honrando la tradición evangélica y protestante (lo uno por lo otro…) de apego irrestricto a la lectura de la Biblia? Y otra más que se desprende, irremediablemente, de ella: ¿o deseamos engrosar las estadísticas educativas y culturales que exhiben nuestra pertenencia a un país que lee muy poco o casi nada?, pues como dice H.J. Martin: “El libro ya no ejerce el poder que antes tenía, ya no es más el señor de nuestro razonamiento o de nuestros sentimientos, debido a los nuevos medios de información y comunicación de que ahora disponemos”.[3] ¡Bendita sea la memorización! ¡Bienaventurados los/as que memorizaron porque de ellos ha sido propiedad el contenido de las Sagradas Escrituras! Es verdad, aunque según el testimonio de la propia Escritura, Dios no quiere lectores/as de un solo libro, aunque sea el suyo… La lectura, y no sólo la bíblica, hace pensar, abre universos, permite dialogar con el pensamiento de los diversos autores y permite, además, afrontar la vida de otra manera. Nada menos. Leemos la Biblia y ella, inevitablemente también, nos lee, nos deconstruye como seres humanos, nos devuelve un mundo nuevo y quiere devolvernos al mundo transfigurados en mejores personas para transformarlo en un espacio mejor para vivir según la voluntad de Dios.[4] Las iglesias siempre han sido talleres de lectura sin estar muy conscientes de ello y han tenido que surgir, a veces fuera de ella y, a contracorriente de sus ímpetus autoritarios, iniciativas que coloquen la lectura como una tarea placentera y al mismo tiempo formativa. De ahí el interés por rescatar las frases bíblicas dedicadas a ella: “Bienaventurado el que lee”, “Ocúpate en leer”, “¿Entiendes lo que lees?” y “Me comí el libro”, entre otras, que resumen la manera en que el acceso a la literatura sagrada es la posibilidad de trasponer el umbral de una experiencia insustituible.
Varios libros de la Biblia se refieren a la lectura como acto humano, cultural y religioso. En la historia de la lectura, el acceso a los documentos sagrados siempre planteó que las palabras e incluso las letras tenían una capacidad casi mágica para transmitir la voluntad divina y que habían sido dictadas por la divinidad, de ahí que el trato con las palabras y el mensaje que éstas transmitían entraba a un espacio casi metafísico y, al mismo tiempo, a un proceso en el que no se distinguía entre hablar y leer. Como explica Alberto Manguel: “Los idiomas primordiales de la Biblia —arameo y hebreo— no distinguen entre el acto de leer y el de hablar y designan a los dos con la misma palabra”.[5] Jorge Paredes resume bien el origen de la lectura en un ambiente relacionado también con el origen del pueblo elegido: “La frase es de Proust: la lectura es un fructífero milagro de comunicación en medio de la soledad. Un celebrado acto solitario que no es innato, sino aprendido, y que el ser humano comenzó a desarrollar hace por lo menos 5 300 años en la antigua Mesopotamia cuando aparecieron los primeros sistemas de escritura”.[6]
2. La bienaventuranza y el milagro de la lectura en la Biblia
Las primeras menciones de la lectura están ligadas a al pacto y a la Ley: “Después tomó el libro del pacto y se lo leyó a los israelitas. Entonces ellos dijeron: ‘Cumpliremos todo lo que Dios nos ha ordenado’” (Éx 24.7). La lectura se ligó, desde entonces, al compromiso comunitario de una relación con Dios basada en la obediencia. E incluso ante los ajustes socio-políticos, quedaba en la esfera del poder también esa responsabilidad para cuestionar proféticamente su origen: “Cuando el rey que ustedes nombren comience a reinar, ordenará que le hagan una copia del libro que contiene los mandamientos de Dios. Esa copia quedará bajo su cuidado, y deberá leerla todos los días. Así el rey jamás se sentirá superior a los demás israelitas, sino que aprenderá a obedecer a Dios y a respetar todos sus mandamientos” (Dt 17.18-19). Esa misma perspectiva revisionista se acerca a los cambios que la sociedad requería para restablecer la igualdad: “Luego les dio esta orden: ‘Cada siete años se celebrará el año del perdón de deudas. Cuando llegue ese año, y todos los israelitas estén reunidos en el santuario de Dios para celebrar la fiesta de las enramadas, se leerán estas enseñanzas’” (Dt 31.11).
Ya en otra época, la lectura de la voluntad divina expresada en la Ley adquirió otros tonos y resonancias, todos ellos en términos de la vida comunitaria deseada por Yahvé: “Luego, Josué leyó en voz alta todo lo que está escrito en el libro de la Ley, incluyendo las bendiciones y las maldiciones. Todos los israelitas estaban presentes: hombres, mujeres, niños y extranjeros” (Jos 8.34). Como se ve, se confiaba en la lectura para despertar los sentimientos del pueblo en relación con la memoria histórica de la salvación obrada por Dios en la historia, lo cual no era poca cosa. La lectura, con su capacidad de vocación, invocación (apelación), convocación (hacer presente), evocación (recuerdo) e incluso revocación (suspensión o anulación),[7] debía resultar también en una provocación profética, que actualizara la eficacia de la Palabra divina en la vida del pueblo, para resistir las influencias de todo tipo que lo acechaban y lo seducían para alejarse de los planes originales de Dios.
Al replantear el problema de la lectura de la Biblia en las iglesias, enfrentamos el mismo problema educativo y cultural que se vive en nuestro país de manera general: se supone que tenemos “malos hábitos de lectura”, que deben ser mejorados.[8] Esta forma tan simplista de exponer el asunto requiere matizarse y profundizarse para encontrar ya no digamos algunas vías de solución sino apenas para tratar de entender las razones del desapego por la letra escrita. En el medio evangélico se ha aceptado como normativa y casi exclusiva, una cierta manera “fundamentalista” de la oralidad, que se ha impuesto con el peso de la fuerza de ciertas tradiciones religiosas nuevas que identifican los textos escritos con el intelectualismo y la racionalidad. Pero el texto apocalíptico dice que es dichoso quien lee, es decir, quien se acerca, mediante un código común con los escritores/as a descifrar el mensaje y aprender a aplicarlo en la realidad. En suma, seremos felices al leer, según Apocalipsis 1.3, cuando nos dejemos re-educar por la Palabra en todos los sentidos: desde la reconstrucción de nuestro imaginario y nuestros valores, hasta la instalación de prioridades nuevas, es decir, aquellas que Dios mismo desea que funcionen como motor de nuestra existencia completa. “Escuchar” y “guardar” las palabras de esa profecía y, por extensión, de la totalidad de la enseñanza bíblica, es la intención divina acerca de su Iglesia como un pueblo lector. Dios quiere producir lectores (“oidores”) y “practicantes” de su Palabra (Stg 1.22). Y para ello no solamente se sirve de las iglesias sino de todos los agentes divulgadores posible, aunque esta afirmación sea dolorosa para ellas… Por eso afirmamos que “la lectura es un milagro que se resiste a ser vicio”.
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[1] Conferencia sobre la Cábala, Montevideo, Uruguay, 14 de diciembre de 1981, cit. por Lisa Block de Behar, Una retórica del silencio. Funcionesa del lector y procedimientos de la lectura literaria. 2ª ed. México, Siglo XXI, 1994, p. 36.
[2] Juan Domingo Argüelles, Historias de lecturas y lectores. Los caminos de los que sí leen. México, Paidós, 2005 (Croma, 31),pp. 255-256.
[3] H.J. Martin, “Le message écrit: la réception”, conferencia presentada en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, París, 1993.
[4] Eduardo Arens, La Biblia sin mitos. Una introducción crítica. 3ª ed. Lima, Paulinas-CEP,2006, p. 84: “Yo interpreto la Biblia desde el momento en que la leo, ¡y ella también me interpreta a mí! Pero la Biblia misma ya viene interpretada, pues el texto que leo es producto de un autor que interpretó lo que recibió como tradición, o al menos los acontecimientos y circunstancias sobre las cuales escribió”. Cf C. Martínez García, “Teología de la lectura. Breves notas (II)”, en Magacín, supl. de Protestante Digital, 7 de agosto de 2011, www.protestantedigital.com/ES/Magacin/articulo/4017/Teologia-de-la-lectura-breves-notas-ii.
[5] A. Manguel, Una historia de la lectura. Trad. de J.L. López Muñoz. Bogotá, Norma, p. 69.
[6] Jorge Paredes, “Lectura, plan lector, Internet y el milagro de leer”, en http://caobac.blogspot.com/2008/11/lectura-plan-lector-internet-y-el.html.
[7] Lisa Block de Behar, op. cit., p. 90.
[8] Cf. Gregorio Hernández Zamora, “Encuesta nacional de lectura: ¿hacia un país de lectores?”, en D. Goldin, ed., Encuesta Nacional de Lectura. Informes y evaluaciones. México, unam-Conaculta, 2006, pp. 216-217: “Mientras en México se sigue planteando el asunto en términos de “deficiencias en los hábitos de lectura” (lo que implica un diagnóstico a priori: “hay malos hábitos”, y una solución: “mejorar los hábitos”), a nivel internacional la investigación sobre las prácticas de lectura reconoció desde hace décadas el carácter de la lectura como una práctica social diversa (en géneros, propósitos, contextos, modos) e inseparable de prácticas sociales más amplias (trabajo, comercio, religión, política, derecho, periodismo, arte, ocio, educación). En este sentido, sabemos desde hace décadas, que el ejercicio de prácticas culturales como leer o escribir, no depende de hábitos puramente psicológicos e individuales, sino del lugar que las personas (los lectores) ocupan en las relaciones sociales, institucionales y culturales, que son las que hacen accesibles o restringen ciertas prácticas de leer, escribir, hablar y pensar”. (Énfasis agregado.) También: G. Hernández Zamora: “La vida no es color de rosa. Las mentiras sobre la lectura”, en Masiosare, supl. de La Jornada, 4 de mayo de 2003, www.jornada.unam.mx/2003/05/04/mas-gregorio.html: “La visión predominante u oficial sobre la lectura en nuestro país se basa en ideas implícitas, según las cuales leer es un proceso individual y asocial (el lector aislado de relaciones e identidades sociales), conductista (lectura como "hábito"), lingüísticamente incompleto (formar lectores, es decir, consumidores y no productores de textos), restringido a un género y tipo de material (texto literario/libro) y prescriptivo en cuanto a su significado y función (sólo es lector quien lee "por gusto y placer").”
Fuente: Enviado por su autor Leopoldo C, Teólogo, poeta y escritor mexicano.
[1] Conferencia sobre la Cábala, Montevideo, Uruguay, 14 de diciembre de 1981, cit. por Lisa Block de Behar, Una retórica del silencio. Funcionesa del lector y procedimientos de la lectura literaria. 2ª ed. México, Siglo XXI, 1994, p. 36.
[2] Juan Domingo Argüelles, Historias de lecturas y lectores. Los caminos de los que sí leen. México, Paidós, 2005 (Croma, 31),pp. 255-256.
[3] H.J. Martin, “Le message écrit: la réception”, conferencia presentada en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, París, 1993.
[4] Eduardo Arens, La Biblia sin mitos. Una introducción crítica. 3ª ed. Lima, Paulinas-CEP,2006, p. 84: “Yo interpreto la Biblia desde el momento en que la leo, ¡y ella también me interpreta a mí! Pero la Biblia misma ya viene interpretada, pues el texto que leo es producto de un autor que interpretó lo que recibió como tradición, o al menos los acontecimientos y circunstancias sobre las cuales escribió”. Cf C. Martínez García, “Teología de la lectura. Breves notas (II)”, en Magacín, supl. de Protestante Digital, 7 de agosto de 2011, www.protestantedigital.com/ES/Magacin/articulo/4017/Teologia-de-la-lectura-breves-notas-ii.
[5] A. Manguel, Una historia de la lectura. Trad. de J.L. López Muñoz. Bogotá, Norma, p. 69.
[6] Jorge Paredes, “Lectura, plan lector, Internet y el milagro de leer”, en http://caobac.blogspot.com/2008/11/lectura-plan-lector-internet-y-el.html.
[7] Lisa Block de Behar, op. cit., p. 90.
[8] Cf. Gregorio Hernández Zamora, “Encuesta nacional de lectura: ¿hacia un país de lectores?”, en D. Goldin, ed., Encuesta Nacional de Lectura. Informes y evaluaciones. México, unam-Conaculta, 2006, pp. 216-217: “Mientras en México se sigue planteando el asunto en términos de “deficiencias en los hábitos de lectura” (lo que implica un diagnóstico a priori: “hay malos hábitos”, y una solución: “mejorar los hábitos”), a nivel internacional la investigación sobre las prácticas de lectura reconoció desde hace décadas el carácter de la lectura como una práctica social diversa (en géneros, propósitos, contextos, modos) e inseparable de prácticas sociales más amplias (trabajo, comercio, religión, política, derecho, periodismo, arte, ocio, educación). En este sentido, sabemos desde hace décadas, que el ejercicio de prácticas culturales como leer o escribir, no depende de hábitos puramente psicológicos e individuales, sino del lugar que las personas (los lectores) ocupan en las relaciones sociales, institucionales y culturales, que son las que hacen accesibles o restringen ciertas prácticas de leer, escribir, hablar y pensar”. (Énfasis agregado.) También: G. Hernández Zamora: “La vida no es color de rosa. Las mentiras sobre la lectura”, en Masiosare, supl. de La Jornada, 4 de mayo de 2003, www.jornada.unam.mx/2003/05/04/mas-gregorio.html: “La visión predominante u oficial sobre la lectura en nuestro país se basa en ideas implícitas, según las cuales leer es un proceso individual y asocial (el lector aislado de relaciones e identidades sociales), conductista (lectura como "hábito"), lingüísticamente incompleto (formar lectores, es decir, consumidores y no productores de textos), restringido a un género y tipo de material (texto literario/libro) y prescriptivo en cuanto a su significado y función (sólo es lector quien lee "por gusto y placer").”
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