Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México
El testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo. Salmo 19.7b
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años, vengadora,
libra, ¡oh, gran don Iosef!, docta la emprenta.
En fuga irrevocable hoye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora.[1]
Francisco de Quevedo y Villegas, “Desde la Torre”
1. Un contacto permanente con la revelación escrita
Las Sagradas Escrituras dan por sentado y enseñan que Dios quiso servirse del lenguaje humano para dar a conocer su voluntad. A esto se le llama revelación especial o escrita. Los vaivenes y la arbitrariedad del lenguaje para nombrar las diversas realidades son un enorme desafío para acercarse y acceder al conocimiento de lo que Dios quiere seguir haciendo en el mundo para manifestar sus designios. El salmo 19 relaciona muy bien los dos aspectos de la revelación y la divide en general (“los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia las obras de sus manos”, v. 1) y especial, la escrita: la ley del Señor, que es capaz de hacer sabio al sencillo o ignorante (v. 7b). La segunda es muy superior a la primera, con todo y que la creación divina es capaz de expresar la grandeza del creador, pero ciertamente el lenguaje hablado, articulado y escrito le confiere una capacidad de percepción y comprensión mayor. El propio Dios, da a entender el salmo, requirió del lenguaje para transmitir su voluntad. Con ello, entró a un proceso de comunicación fluido que, con sus altas y sus bajas, se manifiesta en las Escrituras.
Llama la atención que en los salmos 19 y 119 no se insista tanto en el acto mismo de la lectura, como sucede en otros lugares. Acaso se reconocía la dificultad de que todo el pueblo tuviera acceso a esta capacidad o habilidad, por lo que se delegaba a los responsables de la dirección espiritual (sacerdotes y escribas) la responsabilidad de dar a conocer el contenido de la Ley y se confiaba, sobre todo, en la memoria y en la tradición oral para preservar y mantener viva la presencia de la Palabra divina en medio de las tribus, comunidades y familias. El primero destaca la manera en que es recibido el mensaje divino, con una actitud relacionada con el paladar, como un auténtico manjar enviado por Dios.
El salmo 119, a su vez, despliega una enorme variedad de afirmaciones, metáforas y alusiones sobre la familiaridad con que el creyente está relacionado con el mensaje divino. La figura misma de la Ley es reelaborada insistentemente, al grado de que ésta es personificada como una compañía permanente y significativa para la comunidad y sus miembros, comenzando, como plantean los vv. 9-16, desde los más jóvenes. “Guardar los dichos de Dios…” (v. 11a) es mantener esa familiaridad en un buen régimen y, además, buscar la aplicación de sus horizontes éticos en la vida diaria, atendiendo a las situaciones cambiantes de la misma.
2. Ocuparse en leer, tarea cristiana
Pablo deseaba que su discípulo Timoteo tuviera ocupada su mente y la enriqueciera con la práctica constante de la lectura, para que mientras él regresaba pudiera tener avances en su comprensión de la vida y la misión que Dios mismo le había encomendado a través de él. El apóstol resume en tres verbos la labor que el joven aspirante a pastor y líder debía desarrollar ante y al interior de la iglesia: leer, exhortar y enseñar (I Tim 4.13b), precisamente aquellas que no se han destacado necesariamente a la hora de describir las cualidades juveniles de Timoteo, aunque claro, por delante va el buen ejemplo en todas sus dimensiones (v. 12). No obstante, en el momento que Pablo se refiere a las “labores ministeriales” como tales, pone por delante la labor intelectual y cognoscitiva ligada al desarrollo de las facultades ligadas al conocimiento de las Escrituras: leer es, así, un ejercicio dinámico de apego a la revelación escrita de Dios a fin de acceder a las fuentes de la exhortación y la enseñanza.
Leer es, entonces, una tarea eminentemente espiritual, además de que es sumamente recomendable porque agiliza la mente y capacita para poder utilizar el lenguaje de la mejor manera y en toda circunstancia. Pablo desea que Timoteo tenga un magnífico “aprovechamiento” y que éste sea advertido por todos (v. 15). Practicar estas cosas lo harán un excelente “candidato al santo ministerio”, pero esto no nos debe distraer o hacer creer que únicamente los pastores/as son quienes deben leer intensa y extensamente. Por el contrario, si algo debe caracterizar a la Iglesia reformada como “Pueblo del Libro” que es, siguiendo la más genuina tradición bíblica, es la enorme familiaridad que debemos tener con la literatura, la gramática y el uso adecuado del idioma. Sólo así podremos hacernos entender con propiedad en el momento de “dar razón de nuestra esperanza”.
La literatura ha sido un ingrediente insustituible en la labor evangelizadora y misionera. Por ello, la exhortación apostólica a “estar ocupados en la lectura” no es una indicación gratuita ni una invitación irresponsable a olvidar las demás responsabilidades. Más bien, consiste en recordar que Dios se ha querido manifestar, revelar, por medio de la palabra escrita a los seres humanos y que esta realidad atraviesa también por un esfuerzo intelectual, cultural y espiritual para tener acceso, de una manera compresible y actual, a la voluntad divina con la que podemos encontrarnos en la lectura, reflexión y análisis constante de la Biblia, libro sagrado que contiene la Palabra eterna de vida y esperanza.
El testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo. Salmo 19.7b
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años, vengadora,
libra, ¡oh, gran don Iosef!, docta la emprenta.
En fuga irrevocable hoye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora.[1]
Francisco de Quevedo y Villegas, “Desde la Torre”
1. Un contacto permanente con la revelación escrita
Las Sagradas Escrituras dan por sentado y enseñan que Dios quiso servirse del lenguaje humano para dar a conocer su voluntad. A esto se le llama revelación especial o escrita. Los vaivenes y la arbitrariedad del lenguaje para nombrar las diversas realidades son un enorme desafío para acercarse y acceder al conocimiento de lo que Dios quiere seguir haciendo en el mundo para manifestar sus designios. El salmo 19 relaciona muy bien los dos aspectos de la revelación y la divide en general (“los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia las obras de sus manos”, v. 1) y especial, la escrita: la ley del Señor, que es capaz de hacer sabio al sencillo o ignorante (v. 7b). La segunda es muy superior a la primera, con todo y que la creación divina es capaz de expresar la grandeza del creador, pero ciertamente el lenguaje hablado, articulado y escrito le confiere una capacidad de percepción y comprensión mayor. El propio Dios, da a entender el salmo, requirió del lenguaje para transmitir su voluntad. Con ello, entró a un proceso de comunicación fluido que, con sus altas y sus bajas, se manifiesta en las Escrituras.
Llama la atención que en los salmos 19 y 119 no se insista tanto en el acto mismo de la lectura, como sucede en otros lugares. Acaso se reconocía la dificultad de que todo el pueblo tuviera acceso a esta capacidad o habilidad, por lo que se delegaba a los responsables de la dirección espiritual (sacerdotes y escribas) la responsabilidad de dar a conocer el contenido de la Ley y se confiaba, sobre todo, en la memoria y en la tradición oral para preservar y mantener viva la presencia de la Palabra divina en medio de las tribus, comunidades y familias. El primero destaca la manera en que es recibido el mensaje divino, con una actitud relacionada con el paladar, como un auténtico manjar enviado por Dios.
El salmo 119, a su vez, despliega una enorme variedad de afirmaciones, metáforas y alusiones sobre la familiaridad con que el creyente está relacionado con el mensaje divino. La figura misma de la Ley es reelaborada insistentemente, al grado de que ésta es personificada como una compañía permanente y significativa para la comunidad y sus miembros, comenzando, como plantean los vv. 9-16, desde los más jóvenes. “Guardar los dichos de Dios…” (v. 11a) es mantener esa familiaridad en un buen régimen y, además, buscar la aplicación de sus horizontes éticos en la vida diaria, atendiendo a las situaciones cambiantes de la misma.
2. Ocuparse en leer, tarea cristiana
Pablo deseaba que su discípulo Timoteo tuviera ocupada su mente y la enriqueciera con la práctica constante de la lectura, para que mientras él regresaba pudiera tener avances en su comprensión de la vida y la misión que Dios mismo le había encomendado a través de él. El apóstol resume en tres verbos la labor que el joven aspirante a pastor y líder debía desarrollar ante y al interior de la iglesia: leer, exhortar y enseñar (I Tim 4.13b), precisamente aquellas que no se han destacado necesariamente a la hora de describir las cualidades juveniles de Timoteo, aunque claro, por delante va el buen ejemplo en todas sus dimensiones (v. 12). No obstante, en el momento que Pablo se refiere a las “labores ministeriales” como tales, pone por delante la labor intelectual y cognoscitiva ligada al desarrollo de las facultades ligadas al conocimiento de las Escrituras: leer es, así, un ejercicio dinámico de apego a la revelación escrita de Dios a fin de acceder a las fuentes de la exhortación y la enseñanza.
Leer es, entonces, una tarea eminentemente espiritual, además de que es sumamente recomendable porque agiliza la mente y capacita para poder utilizar el lenguaje de la mejor manera y en toda circunstancia. Pablo desea que Timoteo tenga un magnífico “aprovechamiento” y que éste sea advertido por todos (v. 15). Practicar estas cosas lo harán un excelente “candidato al santo ministerio”, pero esto no nos debe distraer o hacer creer que únicamente los pastores/as son quienes deben leer intensa y extensamente. Por el contrario, si algo debe caracterizar a la Iglesia reformada como “Pueblo del Libro” que es, siguiendo la más genuina tradición bíblica, es la enorme familiaridad que debemos tener con la literatura, la gramática y el uso adecuado del idioma. Sólo así podremos hacernos entender con propiedad en el momento de “dar razón de nuestra esperanza”.
La literatura ha sido un ingrediente insustituible en la labor evangelizadora y misionera. Por ello, la exhortación apostólica a “estar ocupados en la lectura” no es una indicación gratuita ni una invitación irresponsable a olvidar las demás responsabilidades. Más bien, consiste en recordar que Dios se ha querido manifestar, revelar, por medio de la palabra escrita a los seres humanos y que esta realidad atraviesa también por un esfuerzo intelectual, cultural y espiritual para tener acceso, de una manera compresible y actual, a la voluntad divina con la que podemos encontrarnos en la lectura, reflexión y análisis constante de la Biblia, libro sagrado que contiene la Palabra eterna de vida y esperanza.
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[1] Francisco de Quevedo, Antología poética. Pról. y sel. de J.L. Borges. 2ª ed. Madrid, Alianza, 1985, p. 24.
[1] Francisco de Quevedo, Antología poética. Pról. y sel. de J.L. Borges. 2ª ed. Madrid, Alianza, 1985, p. 24.
Fuente: Enviado por el autor.
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