Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México
Queda bien claro que no podemos caer en el error de vivir solazándonos en la glorias del pasado. No se trata, por otro lado, de repeticiones estériles o imitaciones grotescas de experiencias ya superadas. No. Se trata de revalorar lo que somos, de un re-encuentro con el espíritu dinámico de nuestra identidad histórica para realizar los necesarios movimientos y reajustes pertinentes a nuestra situación y a nuestro contexto […] O sea que estamos ante la demanda de dar cumplimiento a esta esencial cuestión del espíritu del calvinismo: la reforma permanente de la iglesia por medio de la obediencia a la Palabra de Dios y al Espíritu Santo. Lo cual, en nuestro caso, exige muchas reivindicaciones, muchas correcciones en la orientación de nuestra vida eclesiástica, muchos arrepentimientos, muchas conversiones, mucha reflexión sobre el sentido de nuestra vida denominacional y de los necesarios cambios de actitud y de actividad.[1] S. Palomino L.
1. La Biblia, la Reforma y las reformas eclesiales permanentes
Se ha repetido hasta el cansancio que la lectura de la Biblia, y particularmente de la carta a los Romanos fue la mecha que encendió, al menos en la mente y la fe del monje agustino Martín Lutero, la necesidad de comenzar la lucha para reformar a la Iglesia de su tiempo. También se ha dicho que las transformaciones profundas en la vida de las iglesias deben ser producto de procesos lentos y madurados con el tiempo. Pero lo cierto es que si se observa con detenimiento lo sucedido en diversas etapas de la historia del pueblo de Dios, la intención divina por instalar cambios significativos es permanente, pues constantemente hay un llamado a la conversión, al arrepentimiento verdadero que pueda plasmarse en acciones concretas. Cuando se recuerda el impacto que tuvo sobre el rey Josías el hallazgo del libro de la Ley (II Reyes 22), así como la inmediata influencia que tuvo éste en las reformas que intentó para mejorar la vida del pueblo, especialmente en el ámbito religioso: a) eliminó los ídolos del templo, así como otros objetos de culto; b) destituyó a los falsos sacerdotes; c) quebró las estelas, destruyó el poste sagrado y la casa de las prostitutas sagradas; d) profanó y demolió los lugares altos y el incinerador, donde se ofrecían sacrificios de niños (23.4-14); e) la destrucción de templos, altares y lugares altos donde se adoraban otros dioses, se extendió también al antiguo reino del Norte (23.15-20). Se trató de un amplio programa de cambios: “Josías eliminó también los nigromantes, los dioses domésticos, los ídolos y las abominaciones que había en las tierras de Judá y en Jerusalén” (23.24). Y, como corolario de esta reforma, se celebró la Pascua, como no se hacía desde el tiempo de los jueces (23.21-23).[2]
Como se aprecia, Josías puso su poder político al servicio de los cambios en materia de religión que surgieron de una lectura actual de la Ley divina (II R 22.11-13). Una de sus primeras reacciones, a diferencia de otros gobernantes, fue de modificar a fondo incluso la estructura religiosa, quizá la más sometida a la tradición. Fue capaz de romper años de negociaciones establecidas y de restablecer la alianza con Dios, pero no como una medida demagógica o desesperada, pues aunque deseaba que las cosas mejoraran en el corto plazo, como todo buen político, trató de ver más allá de su tiempo, a sabiendas de que la situación futura sería negativa, según le anunció la profetisa Hulda (vv. 15-20), pues el tiempo para una transformación radical de la monarquía había transcurrido irremisiblemente y ya no habría remedio para ella.
2. El Espíritu promueve siempre los cambios
Siguiendo con la intención reformadora de Dios, el Espíritu se dirigió a la comunidad de Sardis para exponer un plan de transformaciones específicas para la vida de la iglesia en ese lugar. La ciudad misma vivía de las glorias del pasado y en un presente muy oscuro, lo cual impactó también al grupo cristiano presente allí:
La comunidad estaba viva apenas por el nombre, pues en la práctica estaba muerta. Había sido la capital del reino de Lidia. Probablemente, las primeras monedas surgieron en Sardes, mandadas a acuñar por el rey Creso, en el siglo VI a.C. la ciudad fue invadida varias veces, y también conquistada varias veces.
Éste era un importante centro productor de lana, pues tenía una industria textil. Destruida por un terremoto en el año 17 d.C., fue reconstruida por el emperador Tiberio. A causa de ello, la ciudad adoptó el culto imperial con un templo dedicado al emperador. Aquí vivía una de las más antiguas colonias de judíos. La sinagoga de Sardes fue construida en la época del dominio persa, en el siglo V a.C. En esta ciudad fue donde los judíos conquistaron gran parte de sus derechos, dentro de la convivencia con la polis griega.
La situación de la comunidad es que ellos pensaban que eran alguien, pero según la carta, ¡no son nada! Se mantienen y viven de las apariencias, pensaban que estaban vivos, sin embargo ¡estaban muertos![3]
Se trataba, entonces, de una actitud social y humana generalizada, la cual es puesta en evidencia por el Espíritu a fin de que tuvieran esperanza hacia el futuro mediato e inmediato, basada en el compromiso con la presencia del Reino de Dios en el mundo. La exhortación a “ser vigilantes” y “cuidar las cosas que están para morir” (Ap 3.2) es un llamado a aplicar reformas espirituales, existenciales, ideológicas y culturales en la vida de la Iglesia, para poder sobrevivir en medio del desastre político y económico que les rodeaba, con lo que el culto religioso imperial mostraba su incapacidad para renovar la vida de las sociedades de la época.
De la misma manera, hoy, la Iglesia recibe el desafío de reformarse continuamente para oponerse a lo caduco y obsoleto de la vida socio-política y poder demostrar y vivir la fuerza con que el Espíritu renueva continuamente a u Iglesia. Ésa es la esencia de los valores bíblicos de la Reforma: sólo por la fe. Sólo por la gracia, sólo ara la gloria de Dios, todo ello mediante la primacía de la Palabra divina. Urge seguir encontrando formas efectivas de traducir esos principios en formas creativas para que la Iglesia marche en el camino deseado por Dios mismo, a contracorriente de las modas e ideologías del momento.
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[1] Salatiel Palomino L., “Herencia reformada y búsqueda de raíces”, en Varios autores, Calvino vivo. México, El Faro, 1987, pp. 102, 103; recogido en L. Cervantes-O., Juan Calvino: su vida y obra a 500 años de su nacimiento. Terrassa (Esoaña), CLIE, 2009, pp.
[2] Lilia Ladeira Veras, “Reformas y contra-reforma. Un estudio de 2 Reyes 18-25”, en RIBLA, núm. 60, www.claiweb.org/ribla/ribla60/lilia.html
[3] Daniel Godoy Fernández, “Apocalipsis 2 y 3. Comunidades proféticas, de resistencia y mártires”, en RIBLA, núm. 59, www.claiweb.org/ribla/ribla59/daniel.html
Queda bien claro que no podemos caer en el error de vivir solazándonos en la glorias del pasado. No se trata, por otro lado, de repeticiones estériles o imitaciones grotescas de experiencias ya superadas. No. Se trata de revalorar lo que somos, de un re-encuentro con el espíritu dinámico de nuestra identidad histórica para realizar los necesarios movimientos y reajustes pertinentes a nuestra situación y a nuestro contexto […] O sea que estamos ante la demanda de dar cumplimiento a esta esencial cuestión del espíritu del calvinismo: la reforma permanente de la iglesia por medio de la obediencia a la Palabra de Dios y al Espíritu Santo. Lo cual, en nuestro caso, exige muchas reivindicaciones, muchas correcciones en la orientación de nuestra vida eclesiástica, muchos arrepentimientos, muchas conversiones, mucha reflexión sobre el sentido de nuestra vida denominacional y de los necesarios cambios de actitud y de actividad.[1] S. Palomino L.
1. La Biblia, la Reforma y las reformas eclesiales permanentes
Se ha repetido hasta el cansancio que la lectura de la Biblia, y particularmente de la carta a los Romanos fue la mecha que encendió, al menos en la mente y la fe del monje agustino Martín Lutero, la necesidad de comenzar la lucha para reformar a la Iglesia de su tiempo. También se ha dicho que las transformaciones profundas en la vida de las iglesias deben ser producto de procesos lentos y madurados con el tiempo. Pero lo cierto es que si se observa con detenimiento lo sucedido en diversas etapas de la historia del pueblo de Dios, la intención divina por instalar cambios significativos es permanente, pues constantemente hay un llamado a la conversión, al arrepentimiento verdadero que pueda plasmarse en acciones concretas. Cuando se recuerda el impacto que tuvo sobre el rey Josías el hallazgo del libro de la Ley (II Reyes 22), así como la inmediata influencia que tuvo éste en las reformas que intentó para mejorar la vida del pueblo, especialmente en el ámbito religioso: a) eliminó los ídolos del templo, así como otros objetos de culto; b) destituyó a los falsos sacerdotes; c) quebró las estelas, destruyó el poste sagrado y la casa de las prostitutas sagradas; d) profanó y demolió los lugares altos y el incinerador, donde se ofrecían sacrificios de niños (23.4-14); e) la destrucción de templos, altares y lugares altos donde se adoraban otros dioses, se extendió también al antiguo reino del Norte (23.15-20). Se trató de un amplio programa de cambios: “Josías eliminó también los nigromantes, los dioses domésticos, los ídolos y las abominaciones que había en las tierras de Judá y en Jerusalén” (23.24). Y, como corolario de esta reforma, se celebró la Pascua, como no se hacía desde el tiempo de los jueces (23.21-23).[2]
Como se aprecia, Josías puso su poder político al servicio de los cambios en materia de religión que surgieron de una lectura actual de la Ley divina (II R 22.11-13). Una de sus primeras reacciones, a diferencia de otros gobernantes, fue de modificar a fondo incluso la estructura religiosa, quizá la más sometida a la tradición. Fue capaz de romper años de negociaciones establecidas y de restablecer la alianza con Dios, pero no como una medida demagógica o desesperada, pues aunque deseaba que las cosas mejoraran en el corto plazo, como todo buen político, trató de ver más allá de su tiempo, a sabiendas de que la situación futura sería negativa, según le anunció la profetisa Hulda (vv. 15-20), pues el tiempo para una transformación radical de la monarquía había transcurrido irremisiblemente y ya no habría remedio para ella.
2. El Espíritu promueve siempre los cambios
Siguiendo con la intención reformadora de Dios, el Espíritu se dirigió a la comunidad de Sardis para exponer un plan de transformaciones específicas para la vida de la iglesia en ese lugar. La ciudad misma vivía de las glorias del pasado y en un presente muy oscuro, lo cual impactó también al grupo cristiano presente allí:
La comunidad estaba viva apenas por el nombre, pues en la práctica estaba muerta. Había sido la capital del reino de Lidia. Probablemente, las primeras monedas surgieron en Sardes, mandadas a acuñar por el rey Creso, en el siglo VI a.C. la ciudad fue invadida varias veces, y también conquistada varias veces.
Éste era un importante centro productor de lana, pues tenía una industria textil. Destruida por un terremoto en el año 17 d.C., fue reconstruida por el emperador Tiberio. A causa de ello, la ciudad adoptó el culto imperial con un templo dedicado al emperador. Aquí vivía una de las más antiguas colonias de judíos. La sinagoga de Sardes fue construida en la época del dominio persa, en el siglo V a.C. En esta ciudad fue donde los judíos conquistaron gran parte de sus derechos, dentro de la convivencia con la polis griega.
La situación de la comunidad es que ellos pensaban que eran alguien, pero según la carta, ¡no son nada! Se mantienen y viven de las apariencias, pensaban que estaban vivos, sin embargo ¡estaban muertos![3]
Se trataba, entonces, de una actitud social y humana generalizada, la cual es puesta en evidencia por el Espíritu a fin de que tuvieran esperanza hacia el futuro mediato e inmediato, basada en el compromiso con la presencia del Reino de Dios en el mundo. La exhortación a “ser vigilantes” y “cuidar las cosas que están para morir” (Ap 3.2) es un llamado a aplicar reformas espirituales, existenciales, ideológicas y culturales en la vida de la Iglesia, para poder sobrevivir en medio del desastre político y económico que les rodeaba, con lo que el culto religioso imperial mostraba su incapacidad para renovar la vida de las sociedades de la época.
De la misma manera, hoy, la Iglesia recibe el desafío de reformarse continuamente para oponerse a lo caduco y obsoleto de la vida socio-política y poder demostrar y vivir la fuerza con que el Espíritu renueva continuamente a u Iglesia. Ésa es la esencia de los valores bíblicos de la Reforma: sólo por la fe. Sólo por la gracia, sólo ara la gloria de Dios, todo ello mediante la primacía de la Palabra divina. Urge seguir encontrando formas efectivas de traducir esos principios en formas creativas para que la Iglesia marche en el camino deseado por Dios mismo, a contracorriente de las modas e ideologías del momento.
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[1] Salatiel Palomino L., “Herencia reformada y búsqueda de raíces”, en Varios autores, Calvino vivo. México, El Faro, 1987, pp. 102, 103; recogido en L. Cervantes-O., Juan Calvino: su vida y obra a 500 años de su nacimiento. Terrassa (Esoaña), CLIE, 2009, pp.
[2] Lilia Ladeira Veras, “Reformas y contra-reforma. Un estudio de 2 Reyes 18-25”, en RIBLA, núm. 60, www.claiweb.org/ribla/ribla60/lilia.html
[3] Daniel Godoy Fernández, “Apocalipsis 2 y 3. Comunidades proféticas, de resistencia y mártires”, en RIBLA, núm. 59, www.claiweb.org/ribla/ribla59/daniel.html
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