Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, Méxcio
1. La encarnación divina: su trasfondo teológico e histórico
Toda fiesta cristiana tiene un referente teológico de fondo: en el caso de la Navidad, se trata de la encarnación del Hijo de Dios en el mundo. Esta afirmación, de tan repetida en el ámbito cristiano, ha perdido su capacidad de sorprender, pero implica algo muy grande, que rebasa nuestra capacidad de comprensión: el Creador del Universo, por su libre voluntad, en un momento determinado de la historia, decidió incorporarse a la dimensión de lo contingente y transitorio, de lo mortal y efímero, asumiendo todos los riesgos. Para cobijar esa presencia inédita entre la humanidad, aun cuando muchas religiones intuyeron siempre la posibilidad de que seres divinos experimentaran la posibilidad de hacerse humanos o se mezclaran con la humanidad (Génesis 6 es un testimonio bíblico de ello), según las Escrituras judeo-cristianas, Dios eligió sumarse a un proyecto histórico de fe que fue la tradición heredada de Israel en los primeros años de nuestra era. Expresarlo de esta manera no significa hacer a un lado toda la parafernalia que se ha creado para celebrar el rostro más visible de la encarnación, de la humanización divina, la Navidad, sino más bien se trata de hurgar en la dinámica de esa tradición para redefinir su perfil y tomar de él lo que con el nacimiento de Jesús de Nazaret en Belén de Judea se establecería como la razón de ser de un grupo de comunidades que reivindicaron su nombre y su acción en el mundo.
Se ha identificado muy bien la metáfora de la luz como parte de un proyecto histórico de fe que se remonta a una época en que la nación de Israel estaba a punto de pasar a la historia como proyecto político derivado de la orientación religiosa espiritual del éxodo de las tribus hebreas desde Egipto. La continuidad de dicho proyecto pasó por una serie de transformaciones que desembocaron en la idea de que Israel, como pueblo y nación escogida por Yahvé, sería una luz para todas las gentes (“Luz de las naciones”, Is 42.6b-7; 49.6), para toda la humanidad. Pero este proyecto no pudo realizarse debido a que, como siempre, las estrecheces nacionalistas y raciales impidieron que ese pueblo se sumase a las intenciones universales de Yahvé para hacerse presente en medio de toda la humanidad. De ahí que las palabras de Isaías 9 resuenen tan intensamente hoy como entonces: “Aunque tu gente viva en la oscuridad,/ verá una gran luz./ Una luz alumbrará/ a los que vivan/ en las tinieblas. […] / Nos ha nacido un niño,/ Dios nos ha dado un hijo:/ a ese niño se le ha dado/ el poder de gobernar;/ y se le darán estos nombres:/ Consejero admirable, Dios invencible,/ Padre eterno, Príncipe de paz./ Él se sentará en el trono de David,/ y reinará sobre todo el mundo/ y por siempre habrá paz./ Su reino será invencible,/ y para siempre reinarán/ la justicia y el derecho./ Esto lo hará el Dios todopoderoso/ por el gran amor que nos tiene”.
La tendencia divina a abajarse, a vivir en el mundo desde la debilidad y la humildad del niño aludido, no desde el poder, se tradujo en diversos momentos en una visión marcada por el dominio sobre toda la tierra a través de un mesianismo que se remontó por encima de estas esperanzas paradójicas para transformarse en un nuevo proyecto político que tampoco se concretó. La predicación de Isaías sobre este “niño gobernante” se situó en un ambiente de crisis: “…la luz —que generalmente simboliza salvación, esperanza y liberación en la literatura isaiana (60.1)— posiblemente alude y representa a Ezequías, el nuevo monarca judío, hijo de Acaz”.[1] La frase que alude al pueblo intenta renovar la esperanza de ese proyecto histórico de fe: “‘El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz’, pues al finalizar el periodo de dolor y destrucción regresarán la felicidad y el contentamiento como ‘en el día de Madián’. […] La fuente de esperanza del pueblo […] no se fundamenta en la fuerza de las armas ni en lo elaborado y eficiente de las estrategias militares, sino en la capacidad divina de intervenir en medio de la historia para salvar a su pueblo”.[2]
2. Dios lanza en Belén un nuevo proyecto histórico de fe
En el evangelio de Lucas, es el anciano Simeón, al tomar en sus brazos al recién nacido, quien alude al viejo proyecto de ser luz para todas las naciones: “Ahora, Dios mío,/ puedes dejarme morir en paz./ ¡Ya cumpliste tu promesa!/ Con mis propios ojos/ he visto al Salvador,/ a quien tú enviaste/ y al que todos los pueblos verán./ Él será una luz que alumbrará/ a todas las naciones,/ y será la honra/ de tu pueblo Israel” (2.29-32).
La nueva comunidad (la ekklesia, qahal, “los y las convocados”), el anuncio de una completa nueva humanidad es el nuevo proyecto histórico de fe iniciado por Jesús de Nazaret y se basa precisamente en el proyecto de Isaías. La utopía divina comienza a hacerse realidad en el pesebre de Belén y las personas sencillas que recibieron la revelación directa de la encarnación divina se colocan en una dimensión universal que no hubieran advertido de otra manera. María misma, al recibir la anunciación del ángel, alcanza niveles de profetisa partiendo de una realidad rutinaria y sometida a los dictados de fuerzas terrenales superiores y abiertamente enemigas de los proyectos divinos. El mensaje que unifica al profeta Isaías (en sus tres secciones) y a Lucas es justamente la intención de trascender fronteras mediante un pueblo surgido alrededor de la fe mesiánica que se comienza a consumar en la persona de Jesús. Él es mesías, pero no porque vaya a acceder al poder por la fuerza, sino por el hecho de partir desde el anonimato y el silencio para mostrar al mundo su amor y salvación. Los mesías transitorios (gobernantes, políticos y líderes), ejercen una función de reflejo muy débil e imperfecto de la luz divina del Salvador.
El evangelista Lucas, el más atento y preocupado por la situación socio-política del momento, instala en su relato el nacimiento del único Mesías como parte del proceso de la teología a la que estaba adscrito, la paulina, y así demostrar la importancia de cada suceso dentro de la historia de salvación. La simplicidad de los personajes y su estricto apego a la ley religiosa los hace creíbles y los coloca, así, en el horizonte de una acción divina que se comprenderá paulatinamente. María, como receptáculo y vehículo de esta manifestación divina, “guarda todas estas cosas en su corazón” (2.19) y se sitúa al lado de los ángeles y pastores en un contrapunto divino-humano, celestial y terrenal que compone el escenario para el inicio de la acción redentora de Jesús. Y todo ello en el marco de la irrupción de este nuevo proyecto histórico de fe que habrá de mostrarse con mayor intensidad en los años futuros. De ahí que hoy necesitemos preguntarnos también desde qué proyecto histórico asumimos la fe en el nacimiento del Hijo de Dios en el mundo, más allá de los meros dogmas y, sobre todo, desde el compromiso de servicio y promoción del Reino de Dios en el mundo.
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[1] Samuel Pagán, Isaías. Minneapolis, Augsburg, 2007, p. 74.
[2] Ibid., pp. 74-75.
1. La encarnación divina: su trasfondo teológico e histórico
Toda fiesta cristiana tiene un referente teológico de fondo: en el caso de la Navidad, se trata de la encarnación del Hijo de Dios en el mundo. Esta afirmación, de tan repetida en el ámbito cristiano, ha perdido su capacidad de sorprender, pero implica algo muy grande, que rebasa nuestra capacidad de comprensión: el Creador del Universo, por su libre voluntad, en un momento determinado de la historia, decidió incorporarse a la dimensión de lo contingente y transitorio, de lo mortal y efímero, asumiendo todos los riesgos. Para cobijar esa presencia inédita entre la humanidad, aun cuando muchas religiones intuyeron siempre la posibilidad de que seres divinos experimentaran la posibilidad de hacerse humanos o se mezclaran con la humanidad (Génesis 6 es un testimonio bíblico de ello), según las Escrituras judeo-cristianas, Dios eligió sumarse a un proyecto histórico de fe que fue la tradición heredada de Israel en los primeros años de nuestra era. Expresarlo de esta manera no significa hacer a un lado toda la parafernalia que se ha creado para celebrar el rostro más visible de la encarnación, de la humanización divina, la Navidad, sino más bien se trata de hurgar en la dinámica de esa tradición para redefinir su perfil y tomar de él lo que con el nacimiento de Jesús de Nazaret en Belén de Judea se establecería como la razón de ser de un grupo de comunidades que reivindicaron su nombre y su acción en el mundo.
Se ha identificado muy bien la metáfora de la luz como parte de un proyecto histórico de fe que se remonta a una época en que la nación de Israel estaba a punto de pasar a la historia como proyecto político derivado de la orientación religiosa espiritual del éxodo de las tribus hebreas desde Egipto. La continuidad de dicho proyecto pasó por una serie de transformaciones que desembocaron en la idea de que Israel, como pueblo y nación escogida por Yahvé, sería una luz para todas las gentes (“Luz de las naciones”, Is 42.6b-7; 49.6), para toda la humanidad. Pero este proyecto no pudo realizarse debido a que, como siempre, las estrecheces nacionalistas y raciales impidieron que ese pueblo se sumase a las intenciones universales de Yahvé para hacerse presente en medio de toda la humanidad. De ahí que las palabras de Isaías 9 resuenen tan intensamente hoy como entonces: “Aunque tu gente viva en la oscuridad,/ verá una gran luz./ Una luz alumbrará/ a los que vivan/ en las tinieblas. […] / Nos ha nacido un niño,/ Dios nos ha dado un hijo:/ a ese niño se le ha dado/ el poder de gobernar;/ y se le darán estos nombres:/ Consejero admirable, Dios invencible,/ Padre eterno, Príncipe de paz./ Él se sentará en el trono de David,/ y reinará sobre todo el mundo/ y por siempre habrá paz./ Su reino será invencible,/ y para siempre reinarán/ la justicia y el derecho./ Esto lo hará el Dios todopoderoso/ por el gran amor que nos tiene”.
La tendencia divina a abajarse, a vivir en el mundo desde la debilidad y la humildad del niño aludido, no desde el poder, se tradujo en diversos momentos en una visión marcada por el dominio sobre toda la tierra a través de un mesianismo que se remontó por encima de estas esperanzas paradójicas para transformarse en un nuevo proyecto político que tampoco se concretó. La predicación de Isaías sobre este “niño gobernante” se situó en un ambiente de crisis: “…la luz —que generalmente simboliza salvación, esperanza y liberación en la literatura isaiana (60.1)— posiblemente alude y representa a Ezequías, el nuevo monarca judío, hijo de Acaz”.[1] La frase que alude al pueblo intenta renovar la esperanza de ese proyecto histórico de fe: “‘El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz’, pues al finalizar el periodo de dolor y destrucción regresarán la felicidad y el contentamiento como ‘en el día de Madián’. […] La fuente de esperanza del pueblo […] no se fundamenta en la fuerza de las armas ni en lo elaborado y eficiente de las estrategias militares, sino en la capacidad divina de intervenir en medio de la historia para salvar a su pueblo”.[2]
2. Dios lanza en Belén un nuevo proyecto histórico de fe
En el evangelio de Lucas, es el anciano Simeón, al tomar en sus brazos al recién nacido, quien alude al viejo proyecto de ser luz para todas las naciones: “Ahora, Dios mío,/ puedes dejarme morir en paz./ ¡Ya cumpliste tu promesa!/ Con mis propios ojos/ he visto al Salvador,/ a quien tú enviaste/ y al que todos los pueblos verán./ Él será una luz que alumbrará/ a todas las naciones,/ y será la honra/ de tu pueblo Israel” (2.29-32).
La nueva comunidad (la ekklesia, qahal, “los y las convocados”), el anuncio de una completa nueva humanidad es el nuevo proyecto histórico de fe iniciado por Jesús de Nazaret y se basa precisamente en el proyecto de Isaías. La utopía divina comienza a hacerse realidad en el pesebre de Belén y las personas sencillas que recibieron la revelación directa de la encarnación divina se colocan en una dimensión universal que no hubieran advertido de otra manera. María misma, al recibir la anunciación del ángel, alcanza niveles de profetisa partiendo de una realidad rutinaria y sometida a los dictados de fuerzas terrenales superiores y abiertamente enemigas de los proyectos divinos. El mensaje que unifica al profeta Isaías (en sus tres secciones) y a Lucas es justamente la intención de trascender fronteras mediante un pueblo surgido alrededor de la fe mesiánica que se comienza a consumar en la persona de Jesús. Él es mesías, pero no porque vaya a acceder al poder por la fuerza, sino por el hecho de partir desde el anonimato y el silencio para mostrar al mundo su amor y salvación. Los mesías transitorios (gobernantes, políticos y líderes), ejercen una función de reflejo muy débil e imperfecto de la luz divina del Salvador.
El evangelista Lucas, el más atento y preocupado por la situación socio-política del momento, instala en su relato el nacimiento del único Mesías como parte del proceso de la teología a la que estaba adscrito, la paulina, y así demostrar la importancia de cada suceso dentro de la historia de salvación. La simplicidad de los personajes y su estricto apego a la ley religiosa los hace creíbles y los coloca, así, en el horizonte de una acción divina que se comprenderá paulatinamente. María, como receptáculo y vehículo de esta manifestación divina, “guarda todas estas cosas en su corazón” (2.19) y se sitúa al lado de los ángeles y pastores en un contrapunto divino-humano, celestial y terrenal que compone el escenario para el inicio de la acción redentora de Jesús. Y todo ello en el marco de la irrupción de este nuevo proyecto histórico de fe que habrá de mostrarse con mayor intensidad en los años futuros. De ahí que hoy necesitemos preguntarnos también desde qué proyecto histórico asumimos la fe en el nacimiento del Hijo de Dios en el mundo, más allá de los meros dogmas y, sobre todo, desde el compromiso de servicio y promoción del Reino de Dios en el mundo.
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[1] Samuel Pagán, Isaías. Minneapolis, Augsburg, 2007, p. 74.
[2] Ibid., pp. 74-75.
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