Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México
Sólo hay un Dios, y sólo hay uno que puede ponernos en paz con Dios: Jesucristo, el hombre.
Timoteo 2.5
1. Base bíblica de los documentos de 1520
El movimiento de transformación y reconstrucción eclesiástica y social iniciado por Martín Lutero en Alemania colocó en el horizonte de los cambios necesarios la recuperación de una de las más antiguas enseñanzas bíblicas: el sacerdocio amplio, universal, de cada creyente, es decir, su responsabilidad delante de Dios para definir el rumbo de su salvación y a partir de la realización, únicamente por la gracia divina recibida por la fe, de la justificación, el acto supremo mediante el cual el único sacerdote , Jesucristo, consigue la declaración de inocencia por parte de Dios. Este proceso divino-humano lo enseña, evidentemente, el Nuevo testamento en diversos lugares, pero desde la antigüedad se atisbó la posibilidad de que las personas, individual y colectivamente, asumieran una responsabilidad, delante del Dios de la alianza, que fuera más allá de las acciones de intermediación llevadas a cabo por algún linaje sacerdotal. Se entendería, así, que el mismo surgimiento de éste tendría sólo un carácter provisional, pero lamentablemente la mentalidad sacerdotal y el temor del pueblo a tratar directamente con lo sagrado ocasionó que se cayera en la dependencia de la labor religiosa de un clero que de manera normal se institucionalizó, alejando a los creyentes de su responsabilidad.
En los tiempos de Lutero, la situación era muy similar, pues como afirma Humberto Martínez: “La gente necesitaba una religión clara, razonablemente humana y dulcemente fraternal que le sirviera de luz y apoyo, sobre todo a la naciente burguesía comercial, a la población de la nueva civilización urbana que afirmaba un cierto sentimiento nacional, laico e individualista. La Iglesia no ofrecía a los hombres de la época este tipo de religión. A los pobres, superstición y magia; a los estudiosos, doctrina de teólogos decadentes. Superstición en los de abajo; aridez espiritual en los de arriba: escolástica descarnada y lógica formal”.[1] En suma, la Iglesia, en su vertiente institucional, había asumido toda la responsabilidad que las Escrituras asignaban a las personas y les imponía a éstas una carga religiosa, psicológica y económica que sustituyó perniciosamente el compromiso de velar por su fe, su salvación y la marcha de la Iglesia. Por ello, Lutero después de redescubrir la realidad de la justificación, dio el paso hacia adelante:
La idea del sacerdocio universal de todos los creyentes se puede deducir, de alguna manera, del principio de la justificación por la sola fe. Si la fe es un don que Dios otorga a cada uno y a quien él quiere, no se necesitan los intermediarios. El cristiano es el único que puede tener la certeza de su propia fe y ninguna persona especial, el sacerdote, puede ratificarla. Ahora bien, como todos pueden, en principio, recibir la gracia de Dios y tener su propia certeza, todos somos, desde este punto de vista, iguales ante Dios. A todos nos corresponde seguir sus instrucciones, las que nos dejó en sus Escrituras, la expresión material de su Palabra. A todos por igual está abierto el libro sagrado que es, en su enseñanza básica, claro y no requiere de interpretaciones exteriores a él. En él se nos dice que todos tendrán un mismo bautismo, un Evangelio, y una fe, pues sólo éstos hacen a los hombres cristianos.[2]
En dos de sus importantes documentos de 1520, A la nobleza cristiana de la nación alemana acerca del mejoramiento del Estado cristiano y La cautividad babilónica de la Iglesia, Lutero aborda el asunto del sacerdocio de todos los creyentes. En el primero afirma tajantemente que no hay diferencia entre cristianos: “a no ser a causa de su oficio”, de tal manera que no hay una clase especial llamada “sacerdotal”, como han inventado los romanos, y otra “secular”.
De ello resulta que los laicos, los sacerdotes, los príncipes, los obispos y, como dicen, los “eclesiásticos” y los “seculares” en el fondo sólo se distinguen por la función u obra y no por el estado, puesto que todos son de estado eclesiástico, verdaderos sacerdotes, obispos y papas, pero no todos hacen la misma obra, como tampoco los sacerdotes y monjes no tienen todos el mismo oficio. Y esto lo dicen San Pablo y Pedro, como manifesté anteriormente, que todos somos un cuerpo cuya cabeza es Jesucristo, y cada uno es miembro del otro. Cristo no tiene dos cuerpos ni dos clases de cuerpos, el uno eclesiástico y el otro secular. Es una sola cabeza, y ésta tiene un solo cuerpo.
Del mismo modo, los que ahora se llaman eclesiásticos o sacerdotes, obispos o papas, no se distinguen de los demás cristianos más amplia y dignamente que por el hecho de que deben administrar la palabra de Dios y los sacramentos. Esta es su obra y función. […] No obstante, todos son igualmente sacerdotes y obispos ordenados, y cada cual con su función u obra útil y servicial al otro, de modo que de varias obras , todas están dirigidas hacía una comunidad para favorecer al cuerpo y al alma, lo mismo que los miembros del cuerpo todos sirven el uno al otro.[3]
Para él, todos los cristianos pertenecen a la clase sacerdotal y para apoyar esta afirmación recurrió a los apóstoles Pablo (I Co 12.12, “Todos juntos somos un cuerpo, del cual cada miembro tiene su propia obra, con la que sirve a los demás”) y Pedro (I P 2.9, “Sois un sacerdocio real…”). “Tomada literalmente esta tesis y acompañada de la certeza individual del creyente sobre su fe, se desprende la inoperancia de toda jerarquía eclesiástica, de la Iglesia …pero Lutero, quien institucionalizará su doctrina en forma de Iglesia, llega a aceptar que el magisterio es necesario entre los creyentes y la misma comunidad deberá nombrar a los más aptos de entre ellos. Pero es solamente el oficio, el cargo y la obra lo que los distinguiría, no una ‘condición especial’”.[4]
En el segundo, Lutero subraya, en abierta polémica con la doctrina católica del orden:
¿Hay algún padre antiguo que sostenga que los sacerdotes fueron ordenados en virtud de las palabras citadas? ¿De dónde proviene entonces esa interpretación novedosa? Muy sencillo: con este artificio se ha intentado plantar un seminario de implacable discordia, con el fin de que entre sacerdotes y laicos mediara una distinción más abisal que la existente entre el cielo y la tierra, a costa de injuriar de forma increíble la gracia bautismal y para confusión de la comunión evangélica. De ahí arranca la detestable tiranía con que los clérigos oprimen a los laicos. Apoyados en la unción corporal, en sus manos consagradas, en la tonsura y en su especial vestir, no sólo se consideran superiores a los laicos cristianos —que están ungidos por el Espíritu Santo—, sino que tratan poco menos que como perros a quienes juntamente con ellos integran la iglesia. De aquí sacan su audacia para mandar, exigir, amenazar, oprimir en todo lo que se les ocurra. En suma: que el sacramento del orden fue —y es— la máquina más hermosa para justificar todas las monstruosidades que se hicieron hasta ahora y se siguen perpetrando en la iglesia. Ahí está el origen de que haya perecido la fraternidad cristiana, de que los pastores se hayan convertido en lobos, los siervos en tiranos y los eclesiásticos en los más mundanos.
Si se les pudiese obligar a reconocer que todos los bautizados somos sacerdotes en igual grado que ellos, como en realidad lo somos, y que su ministerio les ha sido encomendado sólo por consentimiento nuestro, in-mediatamente se darían cuenta de que no gozan de ningún dominio jurídico sobre nosotros, a no ser el que espontáneamente les queramos otorgar. Este es el sentido de lo que se dice en la primera carta de Pedro (2.9): “Sois una estirpe elegida, sacerdocio real, reino sacerdotal”. Por consiguiente, todos los que somos cristianos somos también sacerdotes. Los que se llaman sacerdotes son servidores elegidos de entre nosotros para que en todo actúen en nombre nuestro. El sacerdocio, además, no es más que un ministerio, como se dice en la segunda carta a los Corintios (4.1): “Que los hombres nos vean como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios”.[5]
2. Los ministerios y el sacerdocio universal
“En consecuencia, ten la seguridad, y que así lo reconozca cualquiera que considere que es cristiano, que todos somos igualmente sacerdotes, es decir, que tenemos la misma potestad en la Palabra y en cualquier sacramento”, escribió Lutero,[6] afirmando así el sacerdocio universal de los creyentes. Siguiendo a Baubérot y Willaime, podemos afirmar que el sacerdocio universal es una afirmación central de la reforma tanto luterana, como calviniana, y que esta concepción hace sacerdotes a todos por el bautismo es una aportación revolucionaria: se trastornó la economía del poder en los grupos religiosos y entregar derechos importantes a los laicos, pues la distinción misma clero-laicos es puesta en duda. No solamente el protestantismo rechazó el magisterio romano sino que rechazó también dejar la Iglesia en manos de unos clérigos que tienen el poder exclusivo de decidir…[7]
Se introdujo, así, potencialmente, la democracia a la iglesia, pues todo creyente bautizado tiene el mismo poder religioso que los demás. Mediante la eliminación de todo el poder religioso asignado a las autoridades eclesiásticas, y luego a los pastores, “la Reforma abrió el espacio eclesial a una discusión permanente sobre la fe cristiana e hizo virtualmente de todo lector de la Biblia un teólogo con la misma legitimidad que otro”.[8] De ahí que se ha llegado a decir que el protestantismo dio lugar a una “religión de laicos” (E. Troeltsch). O como explica Norberto Bertón: “Para Lutero la presencia ‘sacerdotal’ de todos los creyentes —una presencia activa y operativa— contribuye a la dedicación del mundo entero a su Señor, en un servicio al plan evangélico de salvación. […] El sacerdocio universal de los creyentes nestablece un puente para la dedicación del mundo que converja en un servicio cósmico efectivo. […] Todos son sacerdotes; una verdadera revolución eclesiológica. Una sacerdotalización de la totalidad; hizo laicos a los curas, ya los laicos curas interiores”.[9] Pero también el protestantismo se clericalizó progresivamente y el sueño del sacerdocio universal tomó el rumbo que combatió originalmente:
Sin embargo, una cosa es lo que expresa la doctrina y otra lo que se experimenta en la vida real. En verdad, el clericalismo no murió: sobrevivió sobre otras bases. Se abrió una nueva fuente de servicios a la religiosidad, la de los dispensadores de la doctrina correcta, la de los que manejaban el arte de predicar la Biblia y alentar la fe. El conocimiento de la Biblia requería de dedicación, de estudios en seminarios y universidades. Surge así con fuerza el profesionalismo religioso. El ministro protestante recupera mucho de la aureola de santidad del antiguo sacerdote, su autoridad se establece en las nuevas estructuras de las iglesias, que son controladas por los nuevos clérigos, y el sacerdocio universal de los creyentes se convierte en otra página mojada del ideario protestante.
Por supuesto que no hay nada en contra del profesionalismo. En definitiva, todos los adelantos en los campos de la cultura y el saber se han debido a la consagración, en áreas específicas, de personas con vocación. La Iglesia ha necesitado de profesionales, de músicos, de teólogos, maestros y predicadores, y gracias a Dios por estos. El problema radica en el ejercicio del poder en la iglesia, cuando por conocer un poco más de teología o tener más habilidad para hablar en público, ejercemos estos dones, no para servir, sino para erigirnos en autoridad controladora de los demás. Así surgen las iglesias pastor-céntricas.[10] Ésa es la razón de seguir reflexionando sobre el tema y buscar las alternativas eclesiológicas prácticas que retomen y apliquen el ideal bíblico y reformador.
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[1] H. Martínez, “Prólogo”, en Martín Lutero, Escritos reformistas de 1520. México, sep, 1988, p. 12.
[2] Ibid., p. 19.
[3] M. Lutero, “A la nobleza cristiana…”, pp. 33-34.
[4] H. Martínez, op. cit., p. 20.
[5] M. Lutero, “La cautividad babilónica…”, pp. 216-217. Énfasis agregado.
[6] M. Lutero, “La cautividad babilónica de la Iglesia”, en Escritos reformistas de 1520…, op. cit., p. 221.
[7] J. Beaubérot y J.-P. Willaime, “Ministerio y sacerdocio universal”, en ABC du protestatisme. Ginebra, Labor et Fides, 1990, p. 121.
[8] Ibid., pp. 121-122.
[9] N. Bertón, “El sacerdocio universal de los creyentes”, en Lutero ayer y hoy. Buenos Aires, La Aurora, 1984, pp. 71, 75. Énfasis original.
[10] F. Rodés, “El ideal ideal frustrado de la Reforma Protestante: el sacerdocio universal de los creyentes”, en Signos de Vida, CLAI, núm. 41, septiembre de 2006, www.clailatino.org/Signos%20de%20Vida%20—%20Nuevo%20Siglo/sDv41/ideal%20frustrado.htm.
Sólo hay un Dios, y sólo hay uno que puede ponernos en paz con Dios: Jesucristo, el hombre.
Timoteo 2.5
1. Base bíblica de los documentos de 1520
El movimiento de transformación y reconstrucción eclesiástica y social iniciado por Martín Lutero en Alemania colocó en el horizonte de los cambios necesarios la recuperación de una de las más antiguas enseñanzas bíblicas: el sacerdocio amplio, universal, de cada creyente, es decir, su responsabilidad delante de Dios para definir el rumbo de su salvación y a partir de la realización, únicamente por la gracia divina recibida por la fe, de la justificación, el acto supremo mediante el cual el único sacerdote , Jesucristo, consigue la declaración de inocencia por parte de Dios. Este proceso divino-humano lo enseña, evidentemente, el Nuevo testamento en diversos lugares, pero desde la antigüedad se atisbó la posibilidad de que las personas, individual y colectivamente, asumieran una responsabilidad, delante del Dios de la alianza, que fuera más allá de las acciones de intermediación llevadas a cabo por algún linaje sacerdotal. Se entendería, así, que el mismo surgimiento de éste tendría sólo un carácter provisional, pero lamentablemente la mentalidad sacerdotal y el temor del pueblo a tratar directamente con lo sagrado ocasionó que se cayera en la dependencia de la labor religiosa de un clero que de manera normal se institucionalizó, alejando a los creyentes de su responsabilidad.
En los tiempos de Lutero, la situación era muy similar, pues como afirma Humberto Martínez: “La gente necesitaba una religión clara, razonablemente humana y dulcemente fraternal que le sirviera de luz y apoyo, sobre todo a la naciente burguesía comercial, a la población de la nueva civilización urbana que afirmaba un cierto sentimiento nacional, laico e individualista. La Iglesia no ofrecía a los hombres de la época este tipo de religión. A los pobres, superstición y magia; a los estudiosos, doctrina de teólogos decadentes. Superstición en los de abajo; aridez espiritual en los de arriba: escolástica descarnada y lógica formal”.[1] En suma, la Iglesia, en su vertiente institucional, había asumido toda la responsabilidad que las Escrituras asignaban a las personas y les imponía a éstas una carga religiosa, psicológica y económica que sustituyó perniciosamente el compromiso de velar por su fe, su salvación y la marcha de la Iglesia. Por ello, Lutero después de redescubrir la realidad de la justificación, dio el paso hacia adelante:
La idea del sacerdocio universal de todos los creyentes se puede deducir, de alguna manera, del principio de la justificación por la sola fe. Si la fe es un don que Dios otorga a cada uno y a quien él quiere, no se necesitan los intermediarios. El cristiano es el único que puede tener la certeza de su propia fe y ninguna persona especial, el sacerdote, puede ratificarla. Ahora bien, como todos pueden, en principio, recibir la gracia de Dios y tener su propia certeza, todos somos, desde este punto de vista, iguales ante Dios. A todos nos corresponde seguir sus instrucciones, las que nos dejó en sus Escrituras, la expresión material de su Palabra. A todos por igual está abierto el libro sagrado que es, en su enseñanza básica, claro y no requiere de interpretaciones exteriores a él. En él se nos dice que todos tendrán un mismo bautismo, un Evangelio, y una fe, pues sólo éstos hacen a los hombres cristianos.[2]
En dos de sus importantes documentos de 1520, A la nobleza cristiana de la nación alemana acerca del mejoramiento del Estado cristiano y La cautividad babilónica de la Iglesia, Lutero aborda el asunto del sacerdocio de todos los creyentes. En el primero afirma tajantemente que no hay diferencia entre cristianos: “a no ser a causa de su oficio”, de tal manera que no hay una clase especial llamada “sacerdotal”, como han inventado los romanos, y otra “secular”.
De ello resulta que los laicos, los sacerdotes, los príncipes, los obispos y, como dicen, los “eclesiásticos” y los “seculares” en el fondo sólo se distinguen por la función u obra y no por el estado, puesto que todos son de estado eclesiástico, verdaderos sacerdotes, obispos y papas, pero no todos hacen la misma obra, como tampoco los sacerdotes y monjes no tienen todos el mismo oficio. Y esto lo dicen San Pablo y Pedro, como manifesté anteriormente, que todos somos un cuerpo cuya cabeza es Jesucristo, y cada uno es miembro del otro. Cristo no tiene dos cuerpos ni dos clases de cuerpos, el uno eclesiástico y el otro secular. Es una sola cabeza, y ésta tiene un solo cuerpo.
Del mismo modo, los que ahora se llaman eclesiásticos o sacerdotes, obispos o papas, no se distinguen de los demás cristianos más amplia y dignamente que por el hecho de que deben administrar la palabra de Dios y los sacramentos. Esta es su obra y función. […] No obstante, todos son igualmente sacerdotes y obispos ordenados, y cada cual con su función u obra útil y servicial al otro, de modo que de varias obras , todas están dirigidas hacía una comunidad para favorecer al cuerpo y al alma, lo mismo que los miembros del cuerpo todos sirven el uno al otro.[3]
Para él, todos los cristianos pertenecen a la clase sacerdotal y para apoyar esta afirmación recurrió a los apóstoles Pablo (I Co 12.12, “Todos juntos somos un cuerpo, del cual cada miembro tiene su propia obra, con la que sirve a los demás”) y Pedro (I P 2.9, “Sois un sacerdocio real…”). “Tomada literalmente esta tesis y acompañada de la certeza individual del creyente sobre su fe, se desprende la inoperancia de toda jerarquía eclesiástica, de la Iglesia …pero Lutero, quien institucionalizará su doctrina en forma de Iglesia, llega a aceptar que el magisterio es necesario entre los creyentes y la misma comunidad deberá nombrar a los más aptos de entre ellos. Pero es solamente el oficio, el cargo y la obra lo que los distinguiría, no una ‘condición especial’”.[4]
En el segundo, Lutero subraya, en abierta polémica con la doctrina católica del orden:
¿Hay algún padre antiguo que sostenga que los sacerdotes fueron ordenados en virtud de las palabras citadas? ¿De dónde proviene entonces esa interpretación novedosa? Muy sencillo: con este artificio se ha intentado plantar un seminario de implacable discordia, con el fin de que entre sacerdotes y laicos mediara una distinción más abisal que la existente entre el cielo y la tierra, a costa de injuriar de forma increíble la gracia bautismal y para confusión de la comunión evangélica. De ahí arranca la detestable tiranía con que los clérigos oprimen a los laicos. Apoyados en la unción corporal, en sus manos consagradas, en la tonsura y en su especial vestir, no sólo se consideran superiores a los laicos cristianos —que están ungidos por el Espíritu Santo—, sino que tratan poco menos que como perros a quienes juntamente con ellos integran la iglesia. De aquí sacan su audacia para mandar, exigir, amenazar, oprimir en todo lo que se les ocurra. En suma: que el sacramento del orden fue —y es— la máquina más hermosa para justificar todas las monstruosidades que se hicieron hasta ahora y se siguen perpetrando en la iglesia. Ahí está el origen de que haya perecido la fraternidad cristiana, de que los pastores se hayan convertido en lobos, los siervos en tiranos y los eclesiásticos en los más mundanos.
Si se les pudiese obligar a reconocer que todos los bautizados somos sacerdotes en igual grado que ellos, como en realidad lo somos, y que su ministerio les ha sido encomendado sólo por consentimiento nuestro, in-mediatamente se darían cuenta de que no gozan de ningún dominio jurídico sobre nosotros, a no ser el que espontáneamente les queramos otorgar. Este es el sentido de lo que se dice en la primera carta de Pedro (2.9): “Sois una estirpe elegida, sacerdocio real, reino sacerdotal”. Por consiguiente, todos los que somos cristianos somos también sacerdotes. Los que se llaman sacerdotes son servidores elegidos de entre nosotros para que en todo actúen en nombre nuestro. El sacerdocio, además, no es más que un ministerio, como se dice en la segunda carta a los Corintios (4.1): “Que los hombres nos vean como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios”.[5]
2. Los ministerios y el sacerdocio universal
“En consecuencia, ten la seguridad, y que así lo reconozca cualquiera que considere que es cristiano, que todos somos igualmente sacerdotes, es decir, que tenemos la misma potestad en la Palabra y en cualquier sacramento”, escribió Lutero,[6] afirmando así el sacerdocio universal de los creyentes. Siguiendo a Baubérot y Willaime, podemos afirmar que el sacerdocio universal es una afirmación central de la reforma tanto luterana, como calviniana, y que esta concepción hace sacerdotes a todos por el bautismo es una aportación revolucionaria: se trastornó la economía del poder en los grupos religiosos y entregar derechos importantes a los laicos, pues la distinción misma clero-laicos es puesta en duda. No solamente el protestantismo rechazó el magisterio romano sino que rechazó también dejar la Iglesia en manos de unos clérigos que tienen el poder exclusivo de decidir…[7]
Se introdujo, así, potencialmente, la democracia a la iglesia, pues todo creyente bautizado tiene el mismo poder religioso que los demás. Mediante la eliminación de todo el poder religioso asignado a las autoridades eclesiásticas, y luego a los pastores, “la Reforma abrió el espacio eclesial a una discusión permanente sobre la fe cristiana e hizo virtualmente de todo lector de la Biblia un teólogo con la misma legitimidad que otro”.[8] De ahí que se ha llegado a decir que el protestantismo dio lugar a una “religión de laicos” (E. Troeltsch). O como explica Norberto Bertón: “Para Lutero la presencia ‘sacerdotal’ de todos los creyentes —una presencia activa y operativa— contribuye a la dedicación del mundo entero a su Señor, en un servicio al plan evangélico de salvación. […] El sacerdocio universal de los creyentes nestablece un puente para la dedicación del mundo que converja en un servicio cósmico efectivo. […] Todos son sacerdotes; una verdadera revolución eclesiológica. Una sacerdotalización de la totalidad; hizo laicos a los curas, ya los laicos curas interiores”.[9] Pero también el protestantismo se clericalizó progresivamente y el sueño del sacerdocio universal tomó el rumbo que combatió originalmente:
Sin embargo, una cosa es lo que expresa la doctrina y otra lo que se experimenta en la vida real. En verdad, el clericalismo no murió: sobrevivió sobre otras bases. Se abrió una nueva fuente de servicios a la religiosidad, la de los dispensadores de la doctrina correcta, la de los que manejaban el arte de predicar la Biblia y alentar la fe. El conocimiento de la Biblia requería de dedicación, de estudios en seminarios y universidades. Surge así con fuerza el profesionalismo religioso. El ministro protestante recupera mucho de la aureola de santidad del antiguo sacerdote, su autoridad se establece en las nuevas estructuras de las iglesias, que son controladas por los nuevos clérigos, y el sacerdocio universal de los creyentes se convierte en otra página mojada del ideario protestante.
Por supuesto que no hay nada en contra del profesionalismo. En definitiva, todos los adelantos en los campos de la cultura y el saber se han debido a la consagración, en áreas específicas, de personas con vocación. La Iglesia ha necesitado de profesionales, de músicos, de teólogos, maestros y predicadores, y gracias a Dios por estos. El problema radica en el ejercicio del poder en la iglesia, cuando por conocer un poco más de teología o tener más habilidad para hablar en público, ejercemos estos dones, no para servir, sino para erigirnos en autoridad controladora de los demás. Así surgen las iglesias pastor-céntricas.[10] Ésa es la razón de seguir reflexionando sobre el tema y buscar las alternativas eclesiológicas prácticas que retomen y apliquen el ideal bíblico y reformador.
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[1] H. Martínez, “Prólogo”, en Martín Lutero, Escritos reformistas de 1520. México, sep, 1988, p. 12.
[2] Ibid., p. 19.
[3] M. Lutero, “A la nobleza cristiana…”, pp. 33-34.
[4] H. Martínez, op. cit., p. 20.
[5] M. Lutero, “La cautividad babilónica…”, pp. 216-217. Énfasis agregado.
[6] M. Lutero, “La cautividad babilónica de la Iglesia”, en Escritos reformistas de 1520…, op. cit., p. 221.
[7] J. Beaubérot y J.-P. Willaime, “Ministerio y sacerdocio universal”, en ABC du protestatisme. Ginebra, Labor et Fides, 1990, p. 121.
[8] Ibid., pp. 121-122.
[9] N. Bertón, “El sacerdocio universal de los creyentes”, en Lutero ayer y hoy. Buenos Aires, La Aurora, 1984, pp. 71, 75. Énfasis original.
[10] F. Rodés, “El ideal ideal frustrado de la Reforma Protestante: el sacerdocio universal de los creyentes”, en Signos de Vida, CLAI, núm. 41, septiembre de 2006, www.clailatino.org/Signos%20de%20Vida%20—%20Nuevo%20Siglo/sDv41/ideal%20frustrado.htm.
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