Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México
Jesús de Nazaret fue, como bien resume una fórmula, “el-hombre-para-los-demás” (D. Bonhoeffer), precisamente porque concibió y desarrolló su existencia histórica como un acto de entrega y servicio permanente. Este “desprendimiento”, como solemos llamar, en relación con su persona, le granjeó la aceptación de un grupo marginal y minoritario de hombres y mujeres que lo siguieron tratando de entender su mensaje y, al mismo tiempo, el rechazo abierto de los gobernantes, además de la indiferencia de la mayoría de la población. La vocación con que asumió la tarea de promover el Reino de Dios mediante señales y milagros (Jn 11.47-48) le permitió interpretar esta triple situación como parte de un proyecto divino que contemplaba, por un lado, la superación de los criterios éticos legalistas para relacionarse con el prójimo en el marco de un statu quo determinado que se sostenía, como siempre sucede, a costa del sufrimiento de las masas populares para estar al servicio de quienes las controlaban, especialmente en la vertiente religiosa.
El Cuarto Evangelio presenta los entretelones del complot contra Jesús, en el que participaron los dirigentes religiosos (sacerdotes y fariseos, v. 47a) y, más tarde, los militares romanos. El verdadero peligro fue bien percibido: “Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación” (v. 48): a) dejar de actuar, sin unirse a él ni combatirlo; b) por consiguiente, y ante la necesidad colectiva, la fe en él se extendería irremediablemente; c) el imperio intervendrá para imponer el orden; y d) se acabará la religión institucional y la nación misma, esto es, ellos perderían el control espiritual e ideológico sobre la gente.
La cadena de acciones de servicio que impactaba profundamente al pueblo había impacientado a ambos sectores, por lo que después de uno de los sucesos más espectaculares (la resurrección de Lázaro) deciden actuar: se reúnen para discutir la situación y, con la orientación paradójica de Caifás, una profecía involuntaria pero coherente, en el sentido de que sólo una persona debía morir en lugar de todo el pueblo (vv. 49-50), optan por matarlo (v. 53). El comentario del narrador (vv. 51-52) sitúa la decisión con el doble significado: primero, que Jesús moría por el pueblo y, segundo, que reuniría a los dispersos.
A partir de ahí, suceden dos cosas: Jesús se aparta con sus discípulos cerca del desierto (v. 55) y comienzan las especulaciones sobre si se atrevería a ir a la fiesta a Jerusalén (v. 56), pues ya estaba dada la orden para capturarlo. A continuación, será ungido para el martirio (12.1-8). La disposición para servir y entregar la vida a los demás es respondida con un complot de muerte. La oposición entre la luz y las tinieblas, tan propia de este evangelio, se manifiesta aquí mediante el contraste entre la limpidez de una entrega de vida con la brutal decisión de una condena a muerte de facto, a todas luces fuera de la ley, divina y humana. El modelo vital de Jesús, de apertura total e inclusividad sin límites es respondido por una conspiración para acabar con su vida. El Reino de Dios y las fuerzas del Anti-reino se confrontan en un conflicto que acabará con la muerte ignominiosa de Jesús, pero que se proyectará inevitablemente hasta alcanzar la luminosidad de su resurrección.
Jesús trazó su camino a la cruz con acciones de servicio y liberación para el pueblo pobre, necesitado e ignorante. Reavivó sus esperanzas y las colocó en el horizonte del Reino de Dios devolviéndole, literalmente, la vida, como a Lázaro. La ceguera con que los líderes y buena parte del pueblo reaccionaron manifestó su incomprensión de los propósitos divinos. No pudieron entender que alguien se desapegara de esa forma de sí mismo para consagrarse al servicio de la venida del Reino de Dios en vida y obra, pues como resume José Antonio Pagola:
Jesús no ofrece dinero, cultura, poder, armas, seguridad_ pero su vida es una Buena Noticia para todo el que busca liberación.
Jesús es un hombre que cura, que sana, que reconstruye a los hombres y los libera del poder inexplicable del mal. Jesús trae salud y vida (Mt 9.35).
Jesús garantiza el perdón a los que se encuentran dominados por el pecado y les ofrece posibilidad de rehabilitación (Mc 2.1-12; Lc 7.36-50; Jn 8.2-10).
Jesús contagia su esperanza a los pobres, los perdidos, los desalentados, los últimos, porque están llamados a disfrutar la fiesta final de Dios (Mt 5.3-11; Lc 14.15-24).
Jesús descubre al pueblo desorientado el rostro humano de Dios (Mt 11.25-27) y ayuda a los hombres a vivir con una fe total en el futuro que está en manos de un Dios que nos ama como Padre (Mt 6.25-34).
Jesús ayuda a los hombres a descubrir su propia verdad (Lc 6, 39-45; Mt 18.2-4), una verdad que los puede ir liberando (Jn 8.31-32).
Jesús invita a los hombres a buscar una justicia mayor que la de los escribas y fariseos, la justicia de Dios que pide la liberación de todo hombre deshumanizado (Mt 6.33; Lc 4.17-22).
Jesús busca incansablemente crear verdadera fraternidad entre los hombres aboliendo todas las barreras raciales, jurídicas y sociales (Mt 5.38-48; Lc 6.27-38).[1]
Todo esto fue y es parte del modelo extraordinario de entrega y servicio que desarrolló Jesús para que, de manera alternativa, el pueblo de su época, igual que hoy, supiera y experimentara la cercanía del Dios del Reino de paz, justicia y armonía que introdujo su Hijo en el mundo.
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[1] José Antonio Pagola, “Jesucristo. Catequesis cristológicas”, en www.mercaba.org/FICHAS/JESUS/003-02.htm.
Jesús de Nazaret fue, como bien resume una fórmula, “el-hombre-para-los-demás” (D. Bonhoeffer), precisamente porque concibió y desarrolló su existencia histórica como un acto de entrega y servicio permanente. Este “desprendimiento”, como solemos llamar, en relación con su persona, le granjeó la aceptación de un grupo marginal y minoritario de hombres y mujeres que lo siguieron tratando de entender su mensaje y, al mismo tiempo, el rechazo abierto de los gobernantes, además de la indiferencia de la mayoría de la población. La vocación con que asumió la tarea de promover el Reino de Dios mediante señales y milagros (Jn 11.47-48) le permitió interpretar esta triple situación como parte de un proyecto divino que contemplaba, por un lado, la superación de los criterios éticos legalistas para relacionarse con el prójimo en el marco de un statu quo determinado que se sostenía, como siempre sucede, a costa del sufrimiento de las masas populares para estar al servicio de quienes las controlaban, especialmente en la vertiente religiosa.
El Cuarto Evangelio presenta los entretelones del complot contra Jesús, en el que participaron los dirigentes religiosos (sacerdotes y fariseos, v. 47a) y, más tarde, los militares romanos. El verdadero peligro fue bien percibido: “Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación” (v. 48): a) dejar de actuar, sin unirse a él ni combatirlo; b) por consiguiente, y ante la necesidad colectiva, la fe en él se extendería irremediablemente; c) el imperio intervendrá para imponer el orden; y d) se acabará la religión institucional y la nación misma, esto es, ellos perderían el control espiritual e ideológico sobre la gente.
La cadena de acciones de servicio que impactaba profundamente al pueblo había impacientado a ambos sectores, por lo que después de uno de los sucesos más espectaculares (la resurrección de Lázaro) deciden actuar: se reúnen para discutir la situación y, con la orientación paradójica de Caifás, una profecía involuntaria pero coherente, en el sentido de que sólo una persona debía morir en lugar de todo el pueblo (vv. 49-50), optan por matarlo (v. 53). El comentario del narrador (vv. 51-52) sitúa la decisión con el doble significado: primero, que Jesús moría por el pueblo y, segundo, que reuniría a los dispersos.
A partir de ahí, suceden dos cosas: Jesús se aparta con sus discípulos cerca del desierto (v. 55) y comienzan las especulaciones sobre si se atrevería a ir a la fiesta a Jerusalén (v. 56), pues ya estaba dada la orden para capturarlo. A continuación, será ungido para el martirio (12.1-8). La disposición para servir y entregar la vida a los demás es respondida con un complot de muerte. La oposición entre la luz y las tinieblas, tan propia de este evangelio, se manifiesta aquí mediante el contraste entre la limpidez de una entrega de vida con la brutal decisión de una condena a muerte de facto, a todas luces fuera de la ley, divina y humana. El modelo vital de Jesús, de apertura total e inclusividad sin límites es respondido por una conspiración para acabar con su vida. El Reino de Dios y las fuerzas del Anti-reino se confrontan en un conflicto que acabará con la muerte ignominiosa de Jesús, pero que se proyectará inevitablemente hasta alcanzar la luminosidad de su resurrección.
Jesús trazó su camino a la cruz con acciones de servicio y liberación para el pueblo pobre, necesitado e ignorante. Reavivó sus esperanzas y las colocó en el horizonte del Reino de Dios devolviéndole, literalmente, la vida, como a Lázaro. La ceguera con que los líderes y buena parte del pueblo reaccionaron manifestó su incomprensión de los propósitos divinos. No pudieron entender que alguien se desapegara de esa forma de sí mismo para consagrarse al servicio de la venida del Reino de Dios en vida y obra, pues como resume José Antonio Pagola:
Jesús no ofrece dinero, cultura, poder, armas, seguridad_ pero su vida es una Buena Noticia para todo el que busca liberación.
Jesús es un hombre que cura, que sana, que reconstruye a los hombres y los libera del poder inexplicable del mal. Jesús trae salud y vida (Mt 9.35).
Jesús garantiza el perdón a los que se encuentran dominados por el pecado y les ofrece posibilidad de rehabilitación (Mc 2.1-12; Lc 7.36-50; Jn 8.2-10).
Jesús contagia su esperanza a los pobres, los perdidos, los desalentados, los últimos, porque están llamados a disfrutar la fiesta final de Dios (Mt 5.3-11; Lc 14.15-24).
Jesús descubre al pueblo desorientado el rostro humano de Dios (Mt 11.25-27) y ayuda a los hombres a vivir con una fe total en el futuro que está en manos de un Dios que nos ama como Padre (Mt 6.25-34).
Jesús ayuda a los hombres a descubrir su propia verdad (Lc 6, 39-45; Mt 18.2-4), una verdad que los puede ir liberando (Jn 8.31-32).
Jesús invita a los hombres a buscar una justicia mayor que la de los escribas y fariseos, la justicia de Dios que pide la liberación de todo hombre deshumanizado (Mt 6.33; Lc 4.17-22).
Jesús busca incansablemente crear verdadera fraternidad entre los hombres aboliendo todas las barreras raciales, jurídicas y sociales (Mt 5.38-48; Lc 6.27-38).[1]
Todo esto fue y es parte del modelo extraordinario de entrega y servicio que desarrolló Jesús para que, de manera alternativa, el pueblo de su época, igual que hoy, supiera y experimentara la cercanía del Dios del Reino de paz, justicia y armonía que introdujo su Hijo en el mundo.
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[1] José Antonio Pagola, “Jesucristo. Catequesis cristológicas”, en www.mercaba.org/FICHAS/JESUS/003-02.htm.
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