Dr. Alberto F. Roldán, Argentina
En la película “El cuerpo” (The Body), protagonizada por Antonio Banderas, la arqueóloga Sharon Golban (Olivia Williams)
descubre en la ciudad de Jerusalén un antiguo esqueleto que podría pertenecer a Jesús de Nazaret. El Vaticano encarga al sacerdote Matt Gutiérrez (Antonio Banderas) para que investigue el caso. Todo el drama gira en torno a esta cuestión y a las investigaciones que se hacen para determinar, científicamente, si esos restos encontrados pertenecieron al maestro de Galilea. No voy a ceder a la tentación de decirles el fin de la película pero sí quiero, a partir de ella, enfatizar que el planteo es correcto en el sentido de que el argumento fáctico para negar la resurrección de Jesús era que sus enemigos hubieran mostrado su cuerpo. Con eso hubiera terminado esta “impostura” de los discípulos de Jesús. Como esa prueba nunca pudo darse, entonces se han elaborado las más extrañas hipótesis tendientes a negar el hecho. Entre otras: que Jesús no había muerto plenamente sino que estaba “dormido” en la tumba y que los testigos de su pretendida resurrección estaban presos de alucinaciones.
Por cierto, la resurrección de Jesús de Nazaret es un postulado de fe y no de ciencia. De todos modos, a lo largo de la historia humana, en algo más de veinte siglos se han elaborado las más extrañas hipótesis conducentes a negar ese hecho fundacional. Y decimos “fundacional” ya que es a partir de la fe en el Resucitado que el Evangelio se convierte en buena noticia de victoria frente a los innumerables rostros que adquirió la Muerte. La fe en Cristo resucitado es tan importante para el cristianismo que los apóstoles le otorgan un lugar central en su predicación y enseñanza. Por ejemplo, el apóstol Pedro, que días antes había negado a Jesús, predicando un poderoso mensaje en Pentecostés dice: “Dios lo resucitó (a Jesús), librándolo de las angustias de la muerte, porque era imposible que la muerte lo mantuviera bajo su dominio” y agrega: “A éste Jesús, Dios lo resucitó y de ello todos nosotros somos testigos” (Hechos 2.24 y 32). La intención del apóstol es clara. Cuando dice “a éste Jesús”, está indicando que se trata del mismo que había sido crucificado días antes.
El Crucificado es el mismo Resucitado. Y no sólo eso, sino que hay testigos del hecho que estaban allí presentes. Por su parte San Pablo le otorga a la resurrección un lugar decisivo en sus reflexiones. Como réplica a la negación de la resurrección y su reemplazo por la idea de “inmortalidad del alma”, de clara raíz griega (véase Fedón o del alma) San Pablo dice: “Si no hay resurrección, entonces ni siquiera Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación no sirve de nada, como tampoco la fe de ustedes.” (1 Corintios 15.13, 14). Para el apóstol, la fe en Cristo resucitado es no negociable. Sin ella, el Evangelio deja de ser un poder operativo que transforma la vida humana y que otorga una esperanza firme para el futuro. Si nuestra fe se queda sólo en la muerte de Jesús y en su sepulcro, ya no hay esperanza de que la Vida triunfe sobre la Muerte. Como expresa San Pablo: “Si la esperanza que tenemos en Cristo fuera sólo esta vida, seríamos los más desdichados de todos los hombres.” (v. 19). ¡Cristo ha resucitado! Es una postura de fe pero aún así, tiene su propia lógica. La resurrección de Jesús de Nazaret muestra la victoria de la vida sobre la muerte, de la salvación sobre la perdición, del Reino de la luz sobre el reino de las tinieblas.
Pero es bueno tener en cuenta un costado de la resurrección de Jesús que no ha recibido una adecuada consideración. La resurrección de Jesús no es sólo la demostración de la omnipotencia de Dios sobre los poderes del mal. Es, sobre todo, el signo del triunfo de su justicia sobre las injusticias humanas y diabólicas. El propio Pablo vincula la resurrección con la justicia. Dice: “Dios tomará nuestra fe como justicia, pues creemos en aquel que levantó de los muertos a Jesús nuestro Señor. Él fue entregado a la muerte por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación.” (Romanos 4.24, 25). La justicia de Dios aplicada a nosotros por la fe depende tanto de la muerte de Cristo como de su resurrección. Si Cristo no hubiera resucitado, la injusticia hubiera triunfado y el plan redentor de Dios hubiera fracasado. En tal caso, la injusticia hubiera tenido la última palabra. Es cierto que la resurrección es un hecho demostrativo del poder de Dios. Tanto es así, que San Pablo pareciera no encontrar un lenguaje acorde para describir el hecho cuando dice: “para que sepan… cuán incomparable es la grandeza de su poder a favor de los que creemos. Ese poder es la fuerza grandiosa y eficaz que Dios ejerció en Cristo cuando lo resucitó de entre los muertos y lo sentó a su derecha en las regiones celestiales” (Efesios 1.19, 20).
Nótense los términos que, a modo de pleonasmos enfatizan el hecho: “poder”, “fuerza grandiosa y eficaz”. En otras palabras, la resurrección de Jesucristo fue un acto portentoso de Dios en el cual despliega todos los recursos inagotables de su poder victorioso. Pero ese acto no sólo es demostrativo del poder de Dios sino también de su justicia. Como lo explica magníficamente Jon Sobrino: “la resurrección de Jesús muestra en directo el triunfo de la justicia sobre la injusticia; no es simplemente el triunfo de la omnipotencia de Dios, sino de la justicia de Dios, aunque para mostrar esa justicia Dios ponga un acto de poder.” (Jesús en América Latina, Santander: Sal Terrae, 1982, p. 237). Desde esta nueva perspectiva, la resurrección de Jesús se yergue como anticipo del día en que Justicia triunfará sobre la injusticia y los crucificados de la historia surjan victoriosos sobre sus victimarios. Entonces se cumplirá lo que está escrito: “La muerte ha sido devorada por la victoria” (1 Corintios 15.54).
Por. Dr. Alberto F. Roldán
Director de posgrado del Instituto Teológico Fiet
Director de la revista Teologia y Cultura: www.teologos.com.ar
http://karlbarthenlatinoamerica.blogspot.com
http://teologiapoliticaysociedad.blogspot.com
En la película “El cuerpo” (The Body), protagonizada por Antonio Banderas, la arqueóloga Sharon Golban (Olivia Williams)
descubre en la ciudad de Jerusalén un antiguo esqueleto que podría pertenecer a Jesús de Nazaret. El Vaticano encarga al sacerdote Matt Gutiérrez (Antonio Banderas) para que investigue el caso. Todo el drama gira en torno a esta cuestión y a las investigaciones que se hacen para determinar, científicamente, si esos restos encontrados pertenecieron al maestro de Galilea. No voy a ceder a la tentación de decirles el fin de la película pero sí quiero, a partir de ella, enfatizar que el planteo es correcto en el sentido de que el argumento fáctico para negar la resurrección de Jesús era que sus enemigos hubieran mostrado su cuerpo. Con eso hubiera terminado esta “impostura” de los discípulos de Jesús. Como esa prueba nunca pudo darse, entonces se han elaborado las más extrañas hipótesis tendientes a negar el hecho. Entre otras: que Jesús no había muerto plenamente sino que estaba “dormido” en la tumba y que los testigos de su pretendida resurrección estaban presos de alucinaciones.
Por cierto, la resurrección de Jesús de Nazaret es un postulado de fe y no de ciencia. De todos modos, a lo largo de la historia humana, en algo más de veinte siglos se han elaborado las más extrañas hipótesis conducentes a negar ese hecho fundacional. Y decimos “fundacional” ya que es a partir de la fe en el Resucitado que el Evangelio se convierte en buena noticia de victoria frente a los innumerables rostros que adquirió la Muerte. La fe en Cristo resucitado es tan importante para el cristianismo que los apóstoles le otorgan un lugar central en su predicación y enseñanza. Por ejemplo, el apóstol Pedro, que días antes había negado a Jesús, predicando un poderoso mensaje en Pentecostés dice: “Dios lo resucitó (a Jesús), librándolo de las angustias de la muerte, porque era imposible que la muerte lo mantuviera bajo su dominio” y agrega: “A éste Jesús, Dios lo resucitó y de ello todos nosotros somos testigos” (Hechos 2.24 y 32). La intención del apóstol es clara. Cuando dice “a éste Jesús”, está indicando que se trata del mismo que había sido crucificado días antes.
El Crucificado es el mismo Resucitado. Y no sólo eso, sino que hay testigos del hecho que estaban allí presentes. Por su parte San Pablo le otorga a la resurrección un lugar decisivo en sus reflexiones. Como réplica a la negación de la resurrección y su reemplazo por la idea de “inmortalidad del alma”, de clara raíz griega (véase Fedón o del alma) San Pablo dice: “Si no hay resurrección, entonces ni siquiera Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación no sirve de nada, como tampoco la fe de ustedes.” (1 Corintios 15.13, 14). Para el apóstol, la fe en Cristo resucitado es no negociable. Sin ella, el Evangelio deja de ser un poder operativo que transforma la vida humana y que otorga una esperanza firme para el futuro. Si nuestra fe se queda sólo en la muerte de Jesús y en su sepulcro, ya no hay esperanza de que la Vida triunfe sobre la Muerte. Como expresa San Pablo: “Si la esperanza que tenemos en Cristo fuera sólo esta vida, seríamos los más desdichados de todos los hombres.” (v. 19). ¡Cristo ha resucitado! Es una postura de fe pero aún así, tiene su propia lógica. La resurrección de Jesús de Nazaret muestra la victoria de la vida sobre la muerte, de la salvación sobre la perdición, del Reino de la luz sobre el reino de las tinieblas.
Pero es bueno tener en cuenta un costado de la resurrección de Jesús que no ha recibido una adecuada consideración. La resurrección de Jesús no es sólo la demostración de la omnipotencia de Dios sobre los poderes del mal. Es, sobre todo, el signo del triunfo de su justicia sobre las injusticias humanas y diabólicas. El propio Pablo vincula la resurrección con la justicia. Dice: “Dios tomará nuestra fe como justicia, pues creemos en aquel que levantó de los muertos a Jesús nuestro Señor. Él fue entregado a la muerte por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación.” (Romanos 4.24, 25). La justicia de Dios aplicada a nosotros por la fe depende tanto de la muerte de Cristo como de su resurrección. Si Cristo no hubiera resucitado, la injusticia hubiera triunfado y el plan redentor de Dios hubiera fracasado. En tal caso, la injusticia hubiera tenido la última palabra. Es cierto que la resurrección es un hecho demostrativo del poder de Dios. Tanto es así, que San Pablo pareciera no encontrar un lenguaje acorde para describir el hecho cuando dice: “para que sepan… cuán incomparable es la grandeza de su poder a favor de los que creemos. Ese poder es la fuerza grandiosa y eficaz que Dios ejerció en Cristo cuando lo resucitó de entre los muertos y lo sentó a su derecha en las regiones celestiales” (Efesios 1.19, 20).
Nótense los términos que, a modo de pleonasmos enfatizan el hecho: “poder”, “fuerza grandiosa y eficaz”. En otras palabras, la resurrección de Jesucristo fue un acto portentoso de Dios en el cual despliega todos los recursos inagotables de su poder victorioso. Pero ese acto no sólo es demostrativo del poder de Dios sino también de su justicia. Como lo explica magníficamente Jon Sobrino: “la resurrección de Jesús muestra en directo el triunfo de la justicia sobre la injusticia; no es simplemente el triunfo de la omnipotencia de Dios, sino de la justicia de Dios, aunque para mostrar esa justicia Dios ponga un acto de poder.” (Jesús en América Latina, Santander: Sal Terrae, 1982, p. 237). Desde esta nueva perspectiva, la resurrección de Jesús se yergue como anticipo del día en que Justicia triunfará sobre la injusticia y los crucificados de la historia surjan victoriosos sobre sus victimarios. Entonces se cumplirá lo que está escrito: “La muerte ha sido devorada por la victoria” (1 Corintios 15.54).
Por. Dr. Alberto F. Roldán
Director de posgrado del Instituto Teológico Fiet
Director de la revista Teologia y Cultura: www.teologos.com.ar
http://karlbarthenlatinoamerica.blogspot.com
http://teologiapoliticaysociedad.blogspot.com
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