Por. Fray Ricardo Corleto OAR, Argentina
El relato de Génesis 4, 8-10
Ante una hermandad del pueblo argentino que se ha pisoteado y que corre serio riesgo de desaparecer, es necesario volvernos a la Palabra de Dios, para que ella nos indique qué clase de fraternidad debemos reinstaurar y cuál no cumple con los objetivos de una auténtica concordia. Nuevamente resuenan en nuestros oídos las palabras del capítulo primero del génesis citadas más arriba: ¿dónde está tu hermano? Y ¿qué has hecho?
“¿Dónde está tu hermano Abel?” Esta penetrante y dura pregunta de Yahvé a Caín abre el relato del “juicio” del primer fratricidio narrado en la historia bíblica. A esta primera pregunta se agrega una segunda no menos punzante y terrible: “¿Qué has hecho?”. Bien sabe Caín dónde está su hermano: su cuerpo exánime yace en la tierra y su sangre “grita” hacia Dios desde el suelo; bien sabe también Caín qué ha hecho con Abel: “Cuando estuvieron en el campo se abalanzó sobre su hermano y lo mató”; también Dios sabe muy bien dónde está Abel y qué ha hecho Caín con su hermano.
Las preguntas de Dios, pues, no tienen por finalidad enterarse de lo sucedido, “porque Él conoce los secretos más profundos”. La pregunta de Yahvé tiene más bien por finalidad “hacer conocer” y reconocer a Caín la profundidad y el carácter sacrílego de su propio pecado; y, en todo caso, abrirle las puertas de la misericordia ante una confesión voluntaria y arrepentida de su delito.
Ciertamente, este relato bíblico no debe ser interpretado “como un hecho ‘histórico’ que tiene por autores a los hijos del primero hombre, sino como un ‘ejemplo arquetípico’ que pone de manifiesto los efectos de la desobediencia narrada en el capítulo anterior [del Génesis]: después del pecado del hombre contra Dios, se desencadena la lucha del hombre contra el hombre”. Es interesante fijar nuestra atención sobre la frase que acabamos de transcribir: el pecar contra Dios, el intentar declararse “autónomo” de Él, lleva necesariamente a pecar contra el hermano. Digo que es interesante prestar atención a este hecho que, de forma prototípica, nos narra la Escritura Santa, porque éste ha sido, precisamente, uno de los pecados teóricos y prácticos que con mayor profusión se ha perpetrado en la Modernidad, de la cual –querámoslo o no– somos herederos. Para no incurrir en una digresión, intentaré abordar más adelante este problema, aunque sólo sea brevemente.
Es interesante notar a través de las mismas preguntas que Dios dirige al pecador en esta especie de “juicio” genesiaco el profundo cambio de situación: Dios ya no dirige a Caín la misma pregunta que había hecho a Adán: “¿Dónde estás?”, sino más bien: “¿Dónde está tu hermano?”. El pecado de “personal” se convierte en “social”; “La responsabilidad ante Dios es responsabilidad por el hermano: La pregunta de Dios se enuncia ahora como pregunta social”. Algunos autores creen ver detrás del relato de Caín y Abel la explicación del origen de una tribu (los quenitas) o del origen del enfrentamiento entre tribus (sedentarios y nómadas), sin embargo, “J [el yavista] da al relato un alcance más universal y lo refiere a toda la humanidad, no a los antepasados epónimos de unas tribus concretas”. Así, pues, en el crimen de Caín estamos incluidos todos los seres humanos. Cada vez que “matamos” al hermano, materialmente o despreocupándonos de él, estamos reiterando el crimen de Caín; o para decirlo mejor: el crimen de Caín es la explicación revelada a cada asesinato u olvido nuestro con relación a nuestro prójimo.
Caín peca porque miente; al responder “no sé [dónde está mi hermano]” miente desfachatadamente; pero hay una culpa aún más seria: “Más grave es la renuncia formal a ser ‘custodio’ de su hermano. Por ser su hermano, lo ha de proteger; por ser el mayor, está más obligado”. No obstante lo ha matado y el “cuerpo del delito” es precisamente la sangre de su hermano que clama a Dios desde el suelo ; esta sangre es comparable a la vox opressorum (la voz de los oprimidos) que clama a Dios pidiendo la protección del Derecho.
El concepto de “fraternidad” en la Biblia –basta leer cualquier diccionario bíblico– permitiría hacer una multiplicidad de consideraciones; pero aún las pocas palabras del Génesis que venimos analizando, bien leídas y reflexionadas ¡cuánta luz puede lanzar sobre nuestra situación actual! Ciertamente creo que el gran pecado social que estamos viviendo los argentinos consiste fundamentalmente en una crisis inconmensurable de egoísmo, un “querer salvarse solo y a sí mismo” que nos viene afectando desde hace años. El querer desentendernos de nuestros conciudadanos nos convierte en nuevos “caínes”, es decir, en homicidas.
Uno podría preguntarse: ¿De dónde nos viene toda esta crisis de egoísmo e individualismo que nos está haciendo olvidar el auténtico concepto de fraternidad y que esta diluyendo el cuerpo social de nuestra Nación? La respuesta es seguramente difícil y encierra tantos aspectos que no me permite abordarla ahora en toda su complejidad. Tanto en el Magisterio pontificio cuanto en las enseñanzas de nuestros obispos –las citas podrían multiplicarse por centenares– se suele señalar entre otras la ideología neo-liberal que hemos adoptado a-críticamente y que parece ser la que impera en el mundo occidental en el día de hoy. Considero que el individualismo egoísta que el neo-liberalismo propone, tiene una conexión directa con la desaparición de un concepto absolutamente débil de fraternidad. Me refiero al concepto de fraternidad que ha gestado y propuesto el pensamiento moderno; consciente de mi incompetencia para tocar un tema tan espinoso, intentaré, al menos, ofrecer una pista de reflexión sobre el particular.
El concepto de “fraternidad” en el pensamiento moderno
No es éste el lugar para analizar pormenorizadamente el vastísimo campo de las ideas filosóficas de la Modernidad, tampoco pretendo “demonizar” las ideas filosóficas modernas, y mucho menos aún pretendo descalificarlas en bloque; no obstante, creo que no es aventurado decir que el principio naturalista en el que muchos de los filósofos modernos fundamentan la igualdad entre los hombres; principio que excluye o ignora la común filiación divina y que se expresa por ejemplo en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, ha fundado paralelamente un concepto de “fraternidad universal” que me parece utópico. Bajo el lema “libertad, igualdad, fraternidad”, la Revolución Francesa de 1789 “canonizó”, por así decirlo, ideas que podemos encontrar presentes en los filósofos ilustrados que con su pensamiento precedieron a este movimiento político-social. Ahora bien, cabría hacer el siguiente razonamiento: El concepto de fraternidad implica “de suyo” la noción de un padre común, ya que sólo hay fraternidad entre quienes son hermanos (valga la redundancia), y sólo son hermanos quienes tienen un padre común; cabe a continuación hacerse una pregunta ¿Dónde está el “padre común” de la filosofía moderna?; creo que la respuesta bien podría ser: “En ningún lado”. A lo sumo, y analógicamente, podrá hablarse de una “madre común” a todos los hombres, y esta será “la naturaleza”. Este concepto me parece tan débil y abstracto que, si cae el concepto de “naturaleza”, de “natural”, etc. cae inmediatamente el sustento de la “fraternidad universal”. Pues bien, en el pensamiento contemporáneo la noción de “natural” ha sido una de las más cuestionadas y frecuentemente abandonadas. Caído en desuso el concepto de “común naturaleza de todos los hombres” qué elementos podrían fundamentar esa fantasmagórica noción de “hermandad universal” ¿qué queda de aquella tan cacareada fraternidad? La respuesta es: nada, absolutamente nada.
Llamados a la acción
Tal vez el lector pueda sentirse “decepcionado” al observar lo parco que seré en este apartado. Efectivamente, creo que no se pueden dar “líneas de acción” universales para toda la Nación y para todas las circunstancias. Simplemente, y a la luz de lo analizado hasta ahora, me atrevo a expresar algunas pistas de reflexión para la acción.
En primer lugar, creo que es necesario desde todo punto de vista, que tomemos conciencia de que la crisis que estamos viviendo no es “una crisis más”, es una crisis de magnitud y características tales que puede llevar a nuestro País a un abismo de consecuencias impensables.
En segundo lugar, creo que debemos tomar conciencia de que, quién con mayor y quién con menor responsabilidad, todos los ciudadanos de la República somos responsables, por comisión o por omisión, de lo que nos está sucediendo. Todos pues tendremos que “poner el hombro” para salir adelante.
Se impone llamar a las cosas por su nombre. Hoy en día, desentenderse del prójimo no implica, no puede implicar –y menos para un cristiano– un simple “pecadito”. En la situación actual, desentenderse del prójimo es condenarlo al exterminio (real o moral) y esto nos constituye en homicidas.
Hay que reconstruir la fraternidad entre los miembros de la Nación, y ésta no puede sustentarse en fundamentos débiles que se han mostrado ineficaces. Para alcanzar la añorada unanimidad de almas y corazones a la que me he referido ya en otra oportunidad , es necesario redescubrir nuestra condición de “hijos de Dios”, ver al conciudadano, al vecino, al compañero de trabajo, etc. como un “hijo de Dios”, y por lo tanto dotado de una dignidad inalienable, y consecuentemente también como un auténtico hermano.
No podemos quedarnos en el marco de la mera reflexión; debemos trazar líneas de acción que tiendan a reconstruir la fraternidad nacional que se ha quebrantado. Pero a la hora de trazar esas líneas tendremos que tener meridianamente claro que, tanto en la elección de los fines, como en los medios empleados para alcanzarlos, tendremos que apelar siempre e irrenunciablemente a principios y métodos de acción evangélicos.
Respuestas de otra naturaleza han mostrado su absoluta ineficacia, y además han constituido un capítulo más en nuestra historia de disgregación.
Quiera Dios que ante la pregunta “¿Dónde está tu hermano?” no respondamos con el descaro de Caín: “No sé”, mientras, concientemente, lo dejamos yaciendo sobre el polvo; quiera Dios que –como Jesús enseñó del buen samaritano– pueda también decirse de nosotros: “al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas... después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo” . Sólo así seremos prójimos de nuestro prójimo; sólo así podremos llamarnos hermanos de nuestros hermanos.
Autor: Fray Ricardo Corleto OAR Formador agustino recoleto, profesor de la UCA y asesor del Consejo Nacional de ACA
formacion@accioncatolica.org.ar
www.accioncatolica.org.ar
Revista online San Pablo
El relato de Génesis 4, 8-10
Ante una hermandad del pueblo argentino que se ha pisoteado y que corre serio riesgo de desaparecer, es necesario volvernos a la Palabra de Dios, para que ella nos indique qué clase de fraternidad debemos reinstaurar y cuál no cumple con los objetivos de una auténtica concordia. Nuevamente resuenan en nuestros oídos las palabras del capítulo primero del génesis citadas más arriba: ¿dónde está tu hermano? Y ¿qué has hecho?
“¿Dónde está tu hermano Abel?” Esta penetrante y dura pregunta de Yahvé a Caín abre el relato del “juicio” del primer fratricidio narrado en la historia bíblica. A esta primera pregunta se agrega una segunda no menos punzante y terrible: “¿Qué has hecho?”. Bien sabe Caín dónde está su hermano: su cuerpo exánime yace en la tierra y su sangre “grita” hacia Dios desde el suelo; bien sabe también Caín qué ha hecho con Abel: “Cuando estuvieron en el campo se abalanzó sobre su hermano y lo mató”; también Dios sabe muy bien dónde está Abel y qué ha hecho Caín con su hermano.
Las preguntas de Dios, pues, no tienen por finalidad enterarse de lo sucedido, “porque Él conoce los secretos más profundos”. La pregunta de Yahvé tiene más bien por finalidad “hacer conocer” y reconocer a Caín la profundidad y el carácter sacrílego de su propio pecado; y, en todo caso, abrirle las puertas de la misericordia ante una confesión voluntaria y arrepentida de su delito.
Ciertamente, este relato bíblico no debe ser interpretado “como un hecho ‘histórico’ que tiene por autores a los hijos del primero hombre, sino como un ‘ejemplo arquetípico’ que pone de manifiesto los efectos de la desobediencia narrada en el capítulo anterior [del Génesis]: después del pecado del hombre contra Dios, se desencadena la lucha del hombre contra el hombre”. Es interesante fijar nuestra atención sobre la frase que acabamos de transcribir: el pecar contra Dios, el intentar declararse “autónomo” de Él, lleva necesariamente a pecar contra el hermano. Digo que es interesante prestar atención a este hecho que, de forma prototípica, nos narra la Escritura Santa, porque éste ha sido, precisamente, uno de los pecados teóricos y prácticos que con mayor profusión se ha perpetrado en la Modernidad, de la cual –querámoslo o no– somos herederos. Para no incurrir en una digresión, intentaré abordar más adelante este problema, aunque sólo sea brevemente.
Es interesante notar a través de las mismas preguntas que Dios dirige al pecador en esta especie de “juicio” genesiaco el profundo cambio de situación: Dios ya no dirige a Caín la misma pregunta que había hecho a Adán: “¿Dónde estás?”, sino más bien: “¿Dónde está tu hermano?”. El pecado de “personal” se convierte en “social”; “La responsabilidad ante Dios es responsabilidad por el hermano: La pregunta de Dios se enuncia ahora como pregunta social”. Algunos autores creen ver detrás del relato de Caín y Abel la explicación del origen de una tribu (los quenitas) o del origen del enfrentamiento entre tribus (sedentarios y nómadas), sin embargo, “J [el yavista] da al relato un alcance más universal y lo refiere a toda la humanidad, no a los antepasados epónimos de unas tribus concretas”. Así, pues, en el crimen de Caín estamos incluidos todos los seres humanos. Cada vez que “matamos” al hermano, materialmente o despreocupándonos de él, estamos reiterando el crimen de Caín; o para decirlo mejor: el crimen de Caín es la explicación revelada a cada asesinato u olvido nuestro con relación a nuestro prójimo.
Caín peca porque miente; al responder “no sé [dónde está mi hermano]” miente desfachatadamente; pero hay una culpa aún más seria: “Más grave es la renuncia formal a ser ‘custodio’ de su hermano. Por ser su hermano, lo ha de proteger; por ser el mayor, está más obligado”. No obstante lo ha matado y el “cuerpo del delito” es precisamente la sangre de su hermano que clama a Dios desde el suelo ; esta sangre es comparable a la vox opressorum (la voz de los oprimidos) que clama a Dios pidiendo la protección del Derecho.
El concepto de “fraternidad” en la Biblia –basta leer cualquier diccionario bíblico– permitiría hacer una multiplicidad de consideraciones; pero aún las pocas palabras del Génesis que venimos analizando, bien leídas y reflexionadas ¡cuánta luz puede lanzar sobre nuestra situación actual! Ciertamente creo que el gran pecado social que estamos viviendo los argentinos consiste fundamentalmente en una crisis inconmensurable de egoísmo, un “querer salvarse solo y a sí mismo” que nos viene afectando desde hace años. El querer desentendernos de nuestros conciudadanos nos convierte en nuevos “caínes”, es decir, en homicidas.
Uno podría preguntarse: ¿De dónde nos viene toda esta crisis de egoísmo e individualismo que nos está haciendo olvidar el auténtico concepto de fraternidad y que esta diluyendo el cuerpo social de nuestra Nación? La respuesta es seguramente difícil y encierra tantos aspectos que no me permite abordarla ahora en toda su complejidad. Tanto en el Magisterio pontificio cuanto en las enseñanzas de nuestros obispos –las citas podrían multiplicarse por centenares– se suele señalar entre otras la ideología neo-liberal que hemos adoptado a-críticamente y que parece ser la que impera en el mundo occidental en el día de hoy. Considero que el individualismo egoísta que el neo-liberalismo propone, tiene una conexión directa con la desaparición de un concepto absolutamente débil de fraternidad. Me refiero al concepto de fraternidad que ha gestado y propuesto el pensamiento moderno; consciente de mi incompetencia para tocar un tema tan espinoso, intentaré, al menos, ofrecer una pista de reflexión sobre el particular.
El concepto de “fraternidad” en el pensamiento moderno
No es éste el lugar para analizar pormenorizadamente el vastísimo campo de las ideas filosóficas de la Modernidad, tampoco pretendo “demonizar” las ideas filosóficas modernas, y mucho menos aún pretendo descalificarlas en bloque; no obstante, creo que no es aventurado decir que el principio naturalista en el que muchos de los filósofos modernos fundamentan la igualdad entre los hombres; principio que excluye o ignora la común filiación divina y que se expresa por ejemplo en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, ha fundado paralelamente un concepto de “fraternidad universal” que me parece utópico. Bajo el lema “libertad, igualdad, fraternidad”, la Revolución Francesa de 1789 “canonizó”, por así decirlo, ideas que podemos encontrar presentes en los filósofos ilustrados que con su pensamiento precedieron a este movimiento político-social. Ahora bien, cabría hacer el siguiente razonamiento: El concepto de fraternidad implica “de suyo” la noción de un padre común, ya que sólo hay fraternidad entre quienes son hermanos (valga la redundancia), y sólo son hermanos quienes tienen un padre común; cabe a continuación hacerse una pregunta ¿Dónde está el “padre común” de la filosofía moderna?; creo que la respuesta bien podría ser: “En ningún lado”. A lo sumo, y analógicamente, podrá hablarse de una “madre común” a todos los hombres, y esta será “la naturaleza”. Este concepto me parece tan débil y abstracto que, si cae el concepto de “naturaleza”, de “natural”, etc. cae inmediatamente el sustento de la “fraternidad universal”. Pues bien, en el pensamiento contemporáneo la noción de “natural” ha sido una de las más cuestionadas y frecuentemente abandonadas. Caído en desuso el concepto de “común naturaleza de todos los hombres” qué elementos podrían fundamentar esa fantasmagórica noción de “hermandad universal” ¿qué queda de aquella tan cacareada fraternidad? La respuesta es: nada, absolutamente nada.
Llamados a la acción
Tal vez el lector pueda sentirse “decepcionado” al observar lo parco que seré en este apartado. Efectivamente, creo que no se pueden dar “líneas de acción” universales para toda la Nación y para todas las circunstancias. Simplemente, y a la luz de lo analizado hasta ahora, me atrevo a expresar algunas pistas de reflexión para la acción.
En primer lugar, creo que es necesario desde todo punto de vista, que tomemos conciencia de que la crisis que estamos viviendo no es “una crisis más”, es una crisis de magnitud y características tales que puede llevar a nuestro País a un abismo de consecuencias impensables.
En segundo lugar, creo que debemos tomar conciencia de que, quién con mayor y quién con menor responsabilidad, todos los ciudadanos de la República somos responsables, por comisión o por omisión, de lo que nos está sucediendo. Todos pues tendremos que “poner el hombro” para salir adelante.
Se impone llamar a las cosas por su nombre. Hoy en día, desentenderse del prójimo no implica, no puede implicar –y menos para un cristiano– un simple “pecadito”. En la situación actual, desentenderse del prójimo es condenarlo al exterminio (real o moral) y esto nos constituye en homicidas.
Hay que reconstruir la fraternidad entre los miembros de la Nación, y ésta no puede sustentarse en fundamentos débiles que se han mostrado ineficaces. Para alcanzar la añorada unanimidad de almas y corazones a la que me he referido ya en otra oportunidad , es necesario redescubrir nuestra condición de “hijos de Dios”, ver al conciudadano, al vecino, al compañero de trabajo, etc. como un “hijo de Dios”, y por lo tanto dotado de una dignidad inalienable, y consecuentemente también como un auténtico hermano.
No podemos quedarnos en el marco de la mera reflexión; debemos trazar líneas de acción que tiendan a reconstruir la fraternidad nacional que se ha quebrantado. Pero a la hora de trazar esas líneas tendremos que tener meridianamente claro que, tanto en la elección de los fines, como en los medios empleados para alcanzarlos, tendremos que apelar siempre e irrenunciablemente a principios y métodos de acción evangélicos.
Respuestas de otra naturaleza han mostrado su absoluta ineficacia, y además han constituido un capítulo más en nuestra historia de disgregación.
Quiera Dios que ante la pregunta “¿Dónde está tu hermano?” no respondamos con el descaro de Caín: “No sé”, mientras, concientemente, lo dejamos yaciendo sobre el polvo; quiera Dios que –como Jesús enseñó del buen samaritano– pueda también decirse de nosotros: “al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas... después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo” . Sólo así seremos prójimos de nuestro prójimo; sólo así podremos llamarnos hermanos de nuestros hermanos.
Autor: Fray Ricardo Corleto OAR Formador agustino recoleto, profesor de la UCA y asesor del Consejo Nacional de ACA
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