Por. Fray Ricardo Corleto OAR, Argentina
Soy consciente de que, al afrontar este tema, como decía un paisano, me estoy metiendo en “camisa de once varas”. El tema de las uniones entre personas del mismo sexo es, como expreso en el título de este artículo, una cuestión espinosa (y las espinas pueden siempre herir a quienes las tocan). Sobre todo últimamente, y ante el intento que se produjo en la ciudad de Buenos Aires de equiparar una unión homosexual con un matrimonio civil, este tema se ha vuelto más candente aún.
Por otra parte, pareciera que, en la cultura occidental, la equiparación de las uniones homosexuales con los matrimonios heterosexuales no sólo va ganando lugar en los diarios, en los programas de radio y televisión, y demás medios de comunicación social; sino que, además, se percibe una especie de presión de grupos o personas que quieren “instalar” este asunto en la opinión pública. Incluso, dentro de la Iglesia Católica, aparecen grupos o personas que opinan que la comunidad eclesial debería revisar su doctrina sobre este particular (de hecho, existen ya otras confesiones cristianas en las que las uniones homosexuales son “bendecidas” por sus ministros). Tales grupos o personas, de modo frecuentemente intransigente, y a veces sin suficiente conocimiento de cuál es la verdadera opinión de la Iglesia sobre la homosexualidad, califican de “intolerante” a la Iglesia, a sus pastores y a sus miembros laicos por no pensar como ellos creen que debería pensarse.
En algunas ocasiones, se estigmatiza a la Iglesia, cuando, en su seno, se produce un “escándalo” de tipo sexual semejante a los actos que ciertos sectores de opinión pretenden que sean reconocidos como perfectamente lícitos y normales. ¿No es ésta una actitud un poco hipócrita? Me pregunto, por ejemplo, ¿no es hipocresía condenar, en los clérigos, lo que teóricamente estaría bien en otras personas? En este punto, creo que, al menos, la Iglesia no puede ser calificada de hipócrita. Que existen casos de conductas homosexuales en el seno de la Iglesia (entre los laicos o entre los clérigos) es innegable, la misma Iglesia lo ha reconocido sin tapujos. Pero la Iglesia, que ve como objetivamente anormales los actos homosexuales, asume la valentía de separar, del ministerio sacerdotal o episcopal, a aquellas personas de las cuales se comprueba que actúan de este modo.
Por mi parte, quiero dejar en claro que escribo las presentes reflexiones movido por un profundo amor a la Iglesia y a su doctrina, y por un sincero respeto a las personas homosexuales; a algunas de las cuales he debido acompañar en mi ministerio sacerdotal, escuchando sus problemas, consolando sus dolores y tratando de indicarles un camino de santidad.
No obstante, debo confesar que, al escribir sobre este tema, lo hago con cierto temor; el temor de ser “estigmatizado” por quienes piensan de forma distinta de la mía. Temor de ser “condenado” por los nuevos “inquisidores”; por aquellas personas que condenan el fanatismo y la intransigencia de tiempos pasados y hoy actúan con una intransigencia análoga. Es curioso ver que muchos críticos de la Inquisición, hoy, adoptan posturas que se acercan bastante a las inquisitoriales; nunca entendí, por ejemplo, que por el hecho de que la Iglesia piense y opine de una forma diferente de la propia, se crea tener el derecho de insultar, de “tirar tachos de pintura” contra una catedral o cosas semejantes. ¿No podríamos llamar a estas acciones la “intolerancia” de los autoproclamados “tolerantes”?
Por eso, lector, quiero pedirte hacia mi persona y hacia mis opiniones una actitud de verdadera comprensión y respeto, que si querés discrepes conmigo, pero, por favor, tratame con consideración y tolerancia. Aceptá que alguien piense distinto que vos y concedele la libertad de decir lo que piensa; de otro modo, estarías negando a los católicos los derechos que pedís para vos mismo; y eso sería discriminatorio de tu parte, eso sería convertirte en alguien intransigente e intolerante.
Algunas aclaraciones
Creo que, para abordar el tema de las “uniones homosexuales”, es necesario primero encarar la cuestión de cuál es la visión de la Iglesia sobre las personas homosexuales y sobre la homosexualidad en sí misma (lo primero no puede comprenderse bien, si no se tiene en cuenta lo segundo). La Iglesia distingue entre tres realidades diferentes: las personas homosexuales, los actos homosexuales y la llamada “cultura gay”.
A las personas con tendencias homosexuales o que practican actos homosexuales la Iglesia las considera, ante todo y sobre todo, PERSONAS, como seres preciosos, creados por Dios, llamados a vivir en santidad y, por lo tanto, con un destino final que es el Cielo. En este sentido, para la Iglesia, todos sus hijos y todos los seres humanos, hétero u homosexuales, son seres dignos de ser amados y respetados; son personas hacia las cuales la Iglesia se acerca como Madre y les ofrece un camino de felicidad en Cristo. Por eso, NADIE, sea cual sea su orientación sexual, debería sentirse excluido de la Iglesia (si es bautizado) y debería saber que lo invita a formar parte de ella, si aún no es cristiano. De hecho, en 1975 y en 1986, han salido dos importantes documentos eclesiales que tratan específicamente el tema de la homosexualidad y que proponen líneas para la “atención pastoral a las personas homosexuales” (si la Iglesia “desechase” o “estigmatizase” a las personas homosexuales, no se molestaría en elaborar una pastoral para ellas).
Los “actos homosexuales”, en cambio, reciben una valoración distinta. La Iglesia, apoyada en la razón iluminada por la fe, sostiene que los actos homosexuales son “objetivamente desordenados”, y también las “inclinaciones homosexuales”, que, en sí mismas, no constituyen pecado, son concebidas como desordenadas. Todos nosotros manifestamos “tendencias desordenadas”. ¿Quién de nosotros no sintió, en alguna ocasión, el deseo de hacer algo que sabe que está mal? ¿No existen muchas personas que, a veces, sienten deseos de criticar o de quedarse con algo que no es suyo, o mil ejemplos más que podrían ponerse? Si bien el hecho de “sentir deseos de hacer algo malo” no es en sí mismo un pecado, esa misma tendencia es desordenada –porque “tiende” hacia algo que está mal– ¿no te parece que afirmar esto es absolutamente lógico?
Creo no ser tonto, y sé que alguien me replicará: “¿pero cómo puede usted atreverse a comparar el robo con un acto homosexual? ¡Claro que robar es malo! ¿Pero quién dijo que hacer un “acto de amor” es malo?”. Lo primero que debo responder –y te vuelvo a pedir que seas tolerante con mis opiniones aunque no coincidas con ellas–, es que, para la Iglesia, los actos homosexuales son “objetivamente” desordenados. Recalco lo de “objetivamente”, porque la Iglesia siempre distingue, en el actuar humano, entre un aspecto “objetivo” y otro “subjetivo”. Algo puede ser objetivamente malo (por ejemplo, robar), pero, para quién ignorase completamente que robar es malo o para quien fuese cleptómano, “subjetivamente”, no podríamos hablar de robo. Hay condicionamientos que pueden hacer que un acto malo se convierta en menos malo, o incluso, no sea moralmente culpable. No obstante, tampoco debemos olvidar que, también, ciertas circunstancias pueden volver más grave un acto malo; por ejemplo, robar es, en sí mismo, algo siempre desordenado. Pero… ¿Es lo mismo robar comida para no morirse de hambre que robar por codicia? ¿Es lo mismo robar un caramelo que robar a un jubilado? Robar por hambre, propiamente hablando, no es robar, es tomar lo necesario para no morir; robar por codicia, en cambio, está muy mal. Robar un caramelo puede ser la travesura de un chico; robar a un jubilado o a un trabajador es un crimen horrible.
No quiero escabullirme del tema principal que es responder a la pregunta: ¿qué tiene de malo un acto homosexual? Como comenté más arriba, la Iglesia (pastores y fieles) respondemos guiados por “la razón iluminada por la fe”.
Creo que, para contemplar un valle, no hay nada mejor que mirarlo desde la cúspide de una montaña. Del mismo modo, supongo que el uso de una potencialidad humana sólo puede evaluarse correctamente mirándola desde la plenitud de su belleza; que, para nosotros los creyentes, se logra cuando la contemplamos desde la voluntad de Dios. Entonces, en este artículo, deberíamos preguntarnos: ¿para qué creo Dios la sexualidad humana? Continuará...
Soy consciente de que, al afrontar este tema, como decía un paisano, me estoy metiendo en “camisa de once varas”. El tema de las uniones entre personas del mismo sexo es, como expreso en el título de este artículo, una cuestión espinosa (y las espinas pueden siempre herir a quienes las tocan). Sobre todo últimamente, y ante el intento que se produjo en la ciudad de Buenos Aires de equiparar una unión homosexual con un matrimonio civil, este tema se ha vuelto más candente aún.
Por otra parte, pareciera que, en la cultura occidental, la equiparación de las uniones homosexuales con los matrimonios heterosexuales no sólo va ganando lugar en los diarios, en los programas de radio y televisión, y demás medios de comunicación social; sino que, además, se percibe una especie de presión de grupos o personas que quieren “instalar” este asunto en la opinión pública. Incluso, dentro de la Iglesia Católica, aparecen grupos o personas que opinan que la comunidad eclesial debería revisar su doctrina sobre este particular (de hecho, existen ya otras confesiones cristianas en las que las uniones homosexuales son “bendecidas” por sus ministros). Tales grupos o personas, de modo frecuentemente intransigente, y a veces sin suficiente conocimiento de cuál es la verdadera opinión de la Iglesia sobre la homosexualidad, califican de “intolerante” a la Iglesia, a sus pastores y a sus miembros laicos por no pensar como ellos creen que debería pensarse.
En algunas ocasiones, se estigmatiza a la Iglesia, cuando, en su seno, se produce un “escándalo” de tipo sexual semejante a los actos que ciertos sectores de opinión pretenden que sean reconocidos como perfectamente lícitos y normales. ¿No es ésta una actitud un poco hipócrita? Me pregunto, por ejemplo, ¿no es hipocresía condenar, en los clérigos, lo que teóricamente estaría bien en otras personas? En este punto, creo que, al menos, la Iglesia no puede ser calificada de hipócrita. Que existen casos de conductas homosexuales en el seno de la Iglesia (entre los laicos o entre los clérigos) es innegable, la misma Iglesia lo ha reconocido sin tapujos. Pero la Iglesia, que ve como objetivamente anormales los actos homosexuales, asume la valentía de separar, del ministerio sacerdotal o episcopal, a aquellas personas de las cuales se comprueba que actúan de este modo.
Por mi parte, quiero dejar en claro que escribo las presentes reflexiones movido por un profundo amor a la Iglesia y a su doctrina, y por un sincero respeto a las personas homosexuales; a algunas de las cuales he debido acompañar en mi ministerio sacerdotal, escuchando sus problemas, consolando sus dolores y tratando de indicarles un camino de santidad.
No obstante, debo confesar que, al escribir sobre este tema, lo hago con cierto temor; el temor de ser “estigmatizado” por quienes piensan de forma distinta de la mía. Temor de ser “condenado” por los nuevos “inquisidores”; por aquellas personas que condenan el fanatismo y la intransigencia de tiempos pasados y hoy actúan con una intransigencia análoga. Es curioso ver que muchos críticos de la Inquisición, hoy, adoptan posturas que se acercan bastante a las inquisitoriales; nunca entendí, por ejemplo, que por el hecho de que la Iglesia piense y opine de una forma diferente de la propia, se crea tener el derecho de insultar, de “tirar tachos de pintura” contra una catedral o cosas semejantes. ¿No podríamos llamar a estas acciones la “intolerancia” de los autoproclamados “tolerantes”?
Por eso, lector, quiero pedirte hacia mi persona y hacia mis opiniones una actitud de verdadera comprensión y respeto, que si querés discrepes conmigo, pero, por favor, tratame con consideración y tolerancia. Aceptá que alguien piense distinto que vos y concedele la libertad de decir lo que piensa; de otro modo, estarías negando a los católicos los derechos que pedís para vos mismo; y eso sería discriminatorio de tu parte, eso sería convertirte en alguien intransigente e intolerante.
Algunas aclaraciones
Creo que, para abordar el tema de las “uniones homosexuales”, es necesario primero encarar la cuestión de cuál es la visión de la Iglesia sobre las personas homosexuales y sobre la homosexualidad en sí misma (lo primero no puede comprenderse bien, si no se tiene en cuenta lo segundo). La Iglesia distingue entre tres realidades diferentes: las personas homosexuales, los actos homosexuales y la llamada “cultura gay”.
A las personas con tendencias homosexuales o que practican actos homosexuales la Iglesia las considera, ante todo y sobre todo, PERSONAS, como seres preciosos, creados por Dios, llamados a vivir en santidad y, por lo tanto, con un destino final que es el Cielo. En este sentido, para la Iglesia, todos sus hijos y todos los seres humanos, hétero u homosexuales, son seres dignos de ser amados y respetados; son personas hacia las cuales la Iglesia se acerca como Madre y les ofrece un camino de felicidad en Cristo. Por eso, NADIE, sea cual sea su orientación sexual, debería sentirse excluido de la Iglesia (si es bautizado) y debería saber que lo invita a formar parte de ella, si aún no es cristiano. De hecho, en 1975 y en 1986, han salido dos importantes documentos eclesiales que tratan específicamente el tema de la homosexualidad y que proponen líneas para la “atención pastoral a las personas homosexuales” (si la Iglesia “desechase” o “estigmatizase” a las personas homosexuales, no se molestaría en elaborar una pastoral para ellas).
Los “actos homosexuales”, en cambio, reciben una valoración distinta. La Iglesia, apoyada en la razón iluminada por la fe, sostiene que los actos homosexuales son “objetivamente desordenados”, y también las “inclinaciones homosexuales”, que, en sí mismas, no constituyen pecado, son concebidas como desordenadas. Todos nosotros manifestamos “tendencias desordenadas”. ¿Quién de nosotros no sintió, en alguna ocasión, el deseo de hacer algo que sabe que está mal? ¿No existen muchas personas que, a veces, sienten deseos de criticar o de quedarse con algo que no es suyo, o mil ejemplos más que podrían ponerse? Si bien el hecho de “sentir deseos de hacer algo malo” no es en sí mismo un pecado, esa misma tendencia es desordenada –porque “tiende” hacia algo que está mal– ¿no te parece que afirmar esto es absolutamente lógico?
Creo no ser tonto, y sé que alguien me replicará: “¿pero cómo puede usted atreverse a comparar el robo con un acto homosexual? ¡Claro que robar es malo! ¿Pero quién dijo que hacer un “acto de amor” es malo?”. Lo primero que debo responder –y te vuelvo a pedir que seas tolerante con mis opiniones aunque no coincidas con ellas–, es que, para la Iglesia, los actos homosexuales son “objetivamente” desordenados. Recalco lo de “objetivamente”, porque la Iglesia siempre distingue, en el actuar humano, entre un aspecto “objetivo” y otro “subjetivo”. Algo puede ser objetivamente malo (por ejemplo, robar), pero, para quién ignorase completamente que robar es malo o para quien fuese cleptómano, “subjetivamente”, no podríamos hablar de robo. Hay condicionamientos que pueden hacer que un acto malo se convierta en menos malo, o incluso, no sea moralmente culpable. No obstante, tampoco debemos olvidar que, también, ciertas circunstancias pueden volver más grave un acto malo; por ejemplo, robar es, en sí mismo, algo siempre desordenado. Pero… ¿Es lo mismo robar comida para no morirse de hambre que robar por codicia? ¿Es lo mismo robar un caramelo que robar a un jubilado? Robar por hambre, propiamente hablando, no es robar, es tomar lo necesario para no morir; robar por codicia, en cambio, está muy mal. Robar un caramelo puede ser la travesura de un chico; robar a un jubilado o a un trabajador es un crimen horrible.
No quiero escabullirme del tema principal que es responder a la pregunta: ¿qué tiene de malo un acto homosexual? Como comenté más arriba, la Iglesia (pastores y fieles) respondemos guiados por “la razón iluminada por la fe”.
Creo que, para contemplar un valle, no hay nada mejor que mirarlo desde la cúspide de una montaña. Del mismo modo, supongo que el uso de una potencialidad humana sólo puede evaluarse correctamente mirándola desde la plenitud de su belleza; que, para nosotros los creyentes, se logra cuando la contemplamos desde la voluntad de Dios. Entonces, en este artículo, deberíamos preguntarnos: ¿para qué creo Dios la sexualidad humana? Continuará...
*Fray Ricardo Corleto OAR. Formador agustino recoleto, profesor de la UCA y asesor del Consejo Nacional de ACA
Fuente: Iglesia y sociedad, Revista Online San Pablo
Edición: Año Nº 443
Tema: Sociedad
Fuente: Iglesia y sociedad, Revista Online San Pablo
Edición: Año Nº 443
Tema: Sociedad
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