viernes, 19 de octubre de 2012

¿Por qué quiere Dios reformar a su Iglesia?

Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México*

Así estaba escrito en el libro del profeta Isaías: Se oye una voz;/ alguien clama en el desierto:/ “¡Preparen el camino del Señor;/ abran sendas rectas para él!
Lucas 3.4, La Palabra, SBU
La pregunta sobre la razón de que Dios quiera reformar a su Iglesia procede de la preocupación permanente acerca de los caminos que elige seguir esta presencia histórica y transitoria (lo uno por lo otro) en el mundo. Su doble característica de institución promovida por Dios para ser un signo de su Reino, pero también como comunidad humana sujeta a los múltiples vaivenes e impredecibles coyunturas la hace ser, en palabras de Emil Brunner, un gran “malentendido”, incluso a veces para sus integrantes. De ahí que los impulsos que periódicamente levanta el Espíritu para sacudirla y ponerla a la altura de los designios divinos (como lo muestran las cartas del vidente de Patmos a las comunidades de Asia Menor en Ap 2-3) y de las exigencias del momento, una convergencia constante según la evidencia bíblica, obliga a prestar atención siempre a los movimientos, agentes o que intentan modificar el rostro y la actuación de la iglesia.
En esta línea de pensamiento, un acercamiento a la figura del profeta Juan llamado “el Bautista” bien puede ayudar a apreciar cómo, previo a la aparición de Jesús de Nazaret, el Espíritu suscitó en medio del pueblo, en cumplimiento del anuncio deuteronomista (Dt 18.15-22) y corroborada por Jeremías (18.18) de que nunca faltarían ese tipo de voces, la presencia de alguien que, con enorme autoridad moral y espiritual, denunció a los poderes religiosos y seculares de su tiempo. Lucas no nos ahorra el marco socio-político y religioso, por niveles, para situar el anuncio profético y reformador de Juan: a) era el 15º año del reinado de Tiberio, quien había sucedido a Augusto; b) Pilato, gobernador de Judea entre el 26 y 36 d.C.; c) Herodes Antipas, gobernante de algunas de las cuatro regiones que heredó Herodes el Grande, Galilea y Perea; d) Filipo, también hijo de aquel Herodes, ; e) de Lisanias no se tienen muchas noticias, pero Abilene era un pequeño territorio cercano al lago de Generaset; f) Anás fue sumo sacerdote durante los años 6 al 15 y su gran prestigio le hizo conservar una notable autoridad durante el tiempo en que fue sumo sacerdote su yerno Caifás, años 18-36; oficialmente, el sumo sacerdote, sin embargo, de hecho, lo era Anás. Ése era el ambiente impuesto y tolerado por los romanos.
En estos días de nuevos escándalos vaticanos, Hans Küng se pregunta si la iglesia tiene salvación, una expresión que radicaliza la preocupación de los espíritus reformadores. En palabras de Leonardo Boff, este libro “expresa un grito casi desesperado en pro de transformaciones y, al mismo tiempo, una manifestación generosa de esperanza de que éstas son posibles y necesarias, si no se quiere entrar en un lamentable colapso institucional”.[1] Pero en la tradición de la Reforma Protestante, apegada a una sana lectura de los textos, las observaciones críticas eran contundentes, en el talante radical de Juan:
La Escritura, al narrar los sucesos de Israel, “enseña que Dios, aunque nunca abandonó a su Iglesia, destruye a veces el debido orden político”. “Por consiguiente, no creamos que Él se halla tan vinculado a las personas que la Iglesia sea necesariamente indefectible, esto es, que no puedan apartarse de la verdad quienes la presiden” [1 Sam 1.18; CO 29, p. 244]. […] Han abusado “tiránicamente de su potestad” y han “depravado el modo de gobernar la Iglesia instituido por Dios” [Ez 13.8-9, CO 40, p. 280; Cf. Carta 1607, CO 14, p. 294 s; Carta 3232, CO 18, p. 159s]. […]
Lo sucedido bajo el papado muestra “que en el reino de Cristo se cumple lo que aconteció bajo la ley, a saber, que a veces la Iglesia se cubre de miserias y yace oculta sin esplendor ni forma” [Jer 30.20, CO 38, p. 634]. […]
“Así pues, entre ellos hay Iglesia, es decir, Dios tiene allí su Iglesia, aunque oculta, y la conserva milagrosamente; pero de ahí no se deduce que ellos sean dignos de algún honor; al contrario, son más detestables porque, debiendo engendrar hijos e hijas para Dios, los engendran para el diablo y los ídolos” [Ez 16.20, CO 40, p. 354].[2]
Estas fueron las bases para una crítica radical comportamiento de los dirigentes eclesiásticos. Juan el Bautista, como último profeta del Antiguo Testamento, llama a la conversión del pueblo de abajo hacia arriba y no duda en señalar con dedo flamígero los errores de gobernantes y pueblo en general, asumiendo la subversión de la fe y de la política como parte del mismo problema. Dios quería reformar completamente la existencia histórica de su pueblo aun cuando estuviera dominado por un imperio. Pero para Juan, éste sólo era la envoltura histórica de una comunidad que podía retomar los lazos con el Dios de la Alianza, pero que lamentablemente ya no se pudieron reconstruir. Sus duras palabras ya no tendrían el eco esperado (“¡Hijos de víboras! ¿Quién les ha avisado para que huyan del inminente castigo? Demuestren con hechos su conversión y no anden pensando que son descendientes de Abrahán. Porque les digo que Dios puede sacar de estas piedras descendientes de Abrahán, Lc 3.7b-8). Por eso anticipa a Jesús, quien rompe con la particularidad relacionada con el antiguo Israel y abre las puertas de toda la humanidad para el trato salvífico con Dios. Con todo, el mismo Juan atisba ya esta universalidad que Lucas proyecta en la cita de Isaías: “¡Que se enderecen los caminos sinuosos y los ásperos se nivelen, para que todo el mundo contemple la salvación que Dios envía!” (Lc 3.5b-6). Juan demandaba una reforma social, cultural y política, a la que incluso los soldados extranjeros estaban convocados. Nadie debía librarse de ella.
Dios quiere reformar su Iglesia siempre porque las continuidades y discontinuidades históricas alteran el proyecto original y continuamente se requiere renovar no sólo el rostro o los aspectos institucionales sino, cuando es necesario, las raíces mismas del conjunto humano, sus vicios, hábitos, comodidades, actitudes, etcétera. La tarea reformadora no es cosa fácil, pues comprenderla lo mejor posible, entregarse a ella y encontrar las formas que debe alcanzar para ser efectiva, propositiva y concreta.
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[1] L. Boff, “¿Tiene salvación la Iglesia?”, en Servicios Koinonía, 14 de septiembre de 2012, http://servicioskoinonia.org/boff/articulo.php?num=506.
[2] Jesús Larriba, Eclesiología y antropología en Calvino. Madrid, Cristiandad, 1975 (Biblioteca teológica, 5), pp. 368-369, 371.


*Leopoldo Cervantes-Ortiz, Oaxaca, México, 1962. Licenciado (STPM) y maestro en teología (UBL). Pasante de la maestría en Letras Latinoamericanas (UNAM). Médico (IPN), editor en la Secretaría de Educación Pública y coordinador del Centro Basilea de Investigación y Apoyo (desde 1999) y de la revista virtual elpoemaseminal (desde 2003).


Fuente:: Lupaprotestante

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