Acaso este par de aniversarios sirvan, sobre todo, para revalorar una obra tan vasta que, de no ser filtrada por la crítica atenta, puede ser vista como monumento más que como una invitación a la reflexión.
Ahora que el escritor mexicano Carlos Fuentes cumple 80 años, lo que coincide con el quincuagésimo aniversario de la publicación de La región más transparente, su novela más emblemática. El alud de celebraciones, acompañado por la aparición de una edición especial de dicha novela, por parte de las Academias de la Lengua Española, corresponde plenamente a la enorme dimensión de la obra de Fuentes, omnívora y cosmopolita, crítica y contextual, llena de curiosidad y atenta a los cambios sociopolíticos. Calificado como “guerrillero dandy”, por Christopher Domínguez Michael, uno de sus más feroces críticos, Fuentes se ha movido siempre en un espectro político-cultural moldeado por la imagen ideal del escritor independiente, aunque en algunas épocas no pudo esquivar la cercanía con el poder, como sucedió a principios de los setenta cuando su afirmación “Echeverría o el fascismo” le ganó enormes antipatías por su partidismo que le ganó incluso la posibilidad de ser nombrado embajador en Francia, puesto al que renunció cuando el antecesor del entonces presidente Luis Echevería Álvarez accedió a la representación diplomática en España. Ciertamente, este tipo de sucesos ajenos a la literatura, son mencionados cuando se recuerda la trayectoria creativa del escritor, dejando de lado que, paralelamente a estos deslices, Fuentes ha seguido construyendo, con admirable fidelidad, el proyecto que denominó “La edad del tiempo”.
Su voracidad cultural, únicamente comparable a la de Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, le ha permitido estar a la vanguardia de la literatura latinoamericana, especialmente en la época del llamado boom de la narrativa de este continente, cuando compartió los reflectores al lado de García Márquez, Cortázar y Alejo Carpentier, entre otros. Como resume Armando González Torres:
El Fuentes narrador aspira a ser una figura tan universal como enraizada en lo mexicano. Aunque ha demostrado que puede abarcar un arco temporal y geográfico muy amplio, Fuentes se ha orientado fundamentalmente a establecer un mapa literario, un mosaico histórico y un recuento caracterológico de México. Sus novelas abordan las dualidades y contrastes de la modernidad mexicana, el peso de los arquetipos y la reaparición de los viejos mitos y ciclos con los ropajes de la modernidad o los meandros fascinantes de una política arcaica llena de símbolos y rituales”.[1]
Y es que ese es el oficio primigenio de Fuentes: narrar, desde todas sus dimensiones, y a eso se ha dedicado, básicamente, durante medio siglo. Precisamente ante la cercanía de estos aniversarios, los nuevos embates críticos han colocado la valoración de su trabajo literario, que abarca cuento, novela, ensayo y teatro, en una zona analítica que subraya la forma en que sus productos más recientes no evidencian ya la maestría de otras épocas. La suntuosidad lingüística y anecdótica de sus primeras novelas se echa mucho de menos.
Siempre polémico, especialmente por la crítica que ha recibido en el sentido de que su trabajo no refleja con fidelidad la realidad mexicana, algo a lo que él se ha aferrado obsesivamente, la labor creativa de Fuentes, desde que inició en los años 50 del siglo pasado, intenta describir, desnudar y reflexionar sobre la existencia y la historia de un país que, efectivamente, conoció desde lejos, pues debido al oficio diplomático de su padre, nació en la Ciudad de Panamá. Luego de vivir en varios países latinoamericanos, aunque pasando algunas temporadas en México, adonde se graduó de abogado, estudió en Suiza para luego ingresar al servicio diplomático también. En 1955 funda la Revista Mexicana de Literatura y se casa en 1959. En 1967 obtiene en España el Premio Biblioteca Breve por Cambio de piel y en 1976 recibe los premios Villaurrutia y Rómulo Gallegos. En 1980 le otorgan el premio Alfonso Reyes y en 1987 el Premio Cervantes.
Una revisión de sus títulos bien puede dar una visión general de los alcances de su labor artística. Los días enmascarados (1954, relatos), su primer libro, manifiesta ya su pasión por encarnar en el México contemporáneo los mitos prehispánicos que considera esenciales para comprender las especificidades del presente. La región más transparente lo coloca como continuador de las propuestas narrativas de Agustín Yáñez y Juan Rulfo, aunque con un cosmopolitismo muy amplio en donde la influencia de William Faulkner y John Dos Passos es notoria. Esta novela coloca en la literatura mexicana la perspectiva urbana como tema central y constituye una exploración de los mitos que dan vida al México profundo, vital, de entonces, especialmente ante las transformaciones propiciadas por el régimen heredero de la Revolución. Las buenas conciencias (1959) es un regreso a la provincia, que retrata un conflicto desde el corazón de la mentalidad tradicional. En 1962 da a conocer La muerte de Artemio Cruz, un ajuste de cuentas con la Revolución Mexicana que describe la caída de un típico cacique, con una técnica en donde el tiempo es desdoblado en varios niveles para mostrar la forma paradigmática en que su personaje se adapta a las nuevas condiciones post-revolucionarias. Aura, también de 1962, profundiza en el problema de la identidad humana mediante una trama fantasmagórica que transcurre en una casa antigua y sombría. En 1964 irrumpe nuevamente en el cuento con Cantar de ciegos, deslumbrante colección de historias en las que la realidad se mezcla con la fantasía de manera inquietante. Sobresalen en este libro “Muñeca reina” y “Las dos Elenas”, reconocidos como los relatos más representativos de su estilo. Zona sagrada (1967) es una novela corta que cuenta la vida de un personaje femenino inspirado en la figura de la actriz María Félix que le sirve para explorar el tema del mito, que tanto le interesa. Cambio de piel, del mismo año, asume la vertiente hispánica que participa en la invención de lo mexicano mediante una historia que acontece un Domingo de Ramos de 1965. Cumpleaños (1969), uno de sus libros más audaces y complicados, desarrolla nuevamente una historia adonde juega con la sucesión temporal.
Luego de crear una gran expectativa y de 6 años de no publicar, en 1975 lanza Terra Nostra, un gran proyecto narrativo en el que predomina la vertiente española como abordaje de lo mexicano. Su intención fue abarcar el mundo hispánico en su totalidad. En 1978 da a la luz una novela de tema policiaco, ambientada, claro está, en el contexto mexicano de entonces. Una familia lejana (1980), de tema casi arqueológico, y Agua quemada (1981), nueva colección de cuentos que bucea una vez más en el pasado mexicano ancestral, marcan los nuevos derroteros del autor, pues a partir de entonces, ya con el proyecto de nuevas novelas por delante, cuyos títulos forman un amplísimo mural de la vida en México, se van sucediendo los libros para llenar los espacios anunciados. Así, se suceden Gringo viejo (1985, llevada muy rápido al cine, aunque con desiguales resultados), Cristóbal Nonato (1990), el esperado tratamiento de la conquista española, La campaña (1990), Constancia y otras novelas para vírgenes (1990). Algunos críticos consideran que este último título es el punto de quiebre para lo que vendría después, debido sobre todo a que el afán por cumplir el ansiado plan narrativo no impide que cada publicación se ubique, bien que mal, en el lugar que le asignó el escritor, aunque ya no agregue mucho en potencia discursiva. La sucesión no se detiene: El naranjo o los círculos del tiempo (1994), Diana o la cazadora solitaria (1995), La frontera de cristal (1998), Los años con Laura Díaz (1999), Instinto de Inez (2001), La silla del águila (2003), Inquieta compañía (2004), Todas las familias felices (2006), Cuentos sobrenaturales (2007) y La voluntad y la fortuna (2008). En todos estos libros, las obsesiones de Fuentes van y vienen una y otra vez, pero las anécdotas ya no alcanzan a concentrar con el mismo brillo su intensa búsqueda existencial. Sobre La voluntad y la fortuna, González Torres es muy incisivo:
La novela trata de ser una reflexión en torno a las tensiones entre elección y fatalidad pero, debido a la tosquedad y apresuramiento de su factura, lo indefectible de la tragedia tiende convertirse en lo previsible de la telenovela. Y es que, debido a una indistinción, a ratos alarmante, entre su tarea como escritor e intelectual público, Fuentes incurre cada vez más en una literatura didáctica, llena de editoriales políticos ficcionalizados, que sobrevalora el sentido de oportunidad (un ejemplo de este afán, casi patético, de “estar al día” es la escena en que Josué atestigua, en la glorieta de Insurgentes, el ataque del que fue objeto la tribu urbana de los emos y que hace poco tuvo gran cobertura mediática). En fin, no se trata de descalificar un arte ligado al presente, pero huelga decir que la capacidad de generar empatías, de revelar conflictos de valores, de producir sacudimientos de conciencia exige mucho más que una literatura orientada programáticamente a vincularse con la actualidad” (Idem).
En teatro ha publicado también varios volúmenes: Todos los gatos son pardos y El tuerto es rey (1970) y Orquídeas a la luz de la luna (1982), entre otros. Con motivo de su homenaje nacional, presentará una obra sobre Antonio López de Santa Anna, dictador mexicano del siglo XIX. Al mismo tiempo, su labor ensayística, a la que también ha consagrado volúmenes fundamentales, se caracteriza por una búsqueda obsesiva por la identidad mexicana. El traslado que lleva a cabo de sus preocupaciones nacionales al ámbito latinoamericano, lo hace practicar una serie de cortes históricos personales en donde la representación narrativa de la historia latinoamericana alcanza gran relevancia. Así, desde La nueva novela hispanoamericana (1969) y Tiempo mexicano (1971) ha explorado con una prosa intensa y preocupada, los temas políticos, sociales y literarios que más lo atraen, en un diálogo ininterrumpido con su obra narrativa. Eso es muy notorio sobre todo en Cervantes o la crítica de la lectura (1976) y El espejo enterrado (1992), adonde practica una disección profunda de los orígenes remotos de su escritura, en el primer caso, y una nueva indagación histórico-cultural de la presencia hispánica en América Latina.
Acaso este par de aniversarios sirvan, sobre todo, para revalorar una obra tan vasta que, de no ser filtrada por la crítica atenta, puede ser vista como monumento más que como una invitación a la reflexión.
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[1] A. González Torres, “Carlos Fuentes: elogio de la desmesura”, en Letras Libres, núm. 119, noviembre de 2008, www.letraslibres.com/index.php?art=13347.
Fuente: www.lupaprotestante.com
Ahora que el escritor mexicano Carlos Fuentes cumple 80 años, lo que coincide con el quincuagésimo aniversario de la publicación de La región más transparente, su novela más emblemática. El alud de celebraciones, acompañado por la aparición de una edición especial de dicha novela, por parte de las Academias de la Lengua Española, corresponde plenamente a la enorme dimensión de la obra de Fuentes, omnívora y cosmopolita, crítica y contextual, llena de curiosidad y atenta a los cambios sociopolíticos. Calificado como “guerrillero dandy”, por Christopher Domínguez Michael, uno de sus más feroces críticos, Fuentes se ha movido siempre en un espectro político-cultural moldeado por la imagen ideal del escritor independiente, aunque en algunas épocas no pudo esquivar la cercanía con el poder, como sucedió a principios de los setenta cuando su afirmación “Echeverría o el fascismo” le ganó enormes antipatías por su partidismo que le ganó incluso la posibilidad de ser nombrado embajador en Francia, puesto al que renunció cuando el antecesor del entonces presidente Luis Echevería Álvarez accedió a la representación diplomática en España. Ciertamente, este tipo de sucesos ajenos a la literatura, son mencionados cuando se recuerda la trayectoria creativa del escritor, dejando de lado que, paralelamente a estos deslices, Fuentes ha seguido construyendo, con admirable fidelidad, el proyecto que denominó “La edad del tiempo”.
Su voracidad cultural, únicamente comparable a la de Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, le ha permitido estar a la vanguardia de la literatura latinoamericana, especialmente en la época del llamado boom de la narrativa de este continente, cuando compartió los reflectores al lado de García Márquez, Cortázar y Alejo Carpentier, entre otros. Como resume Armando González Torres:
El Fuentes narrador aspira a ser una figura tan universal como enraizada en lo mexicano. Aunque ha demostrado que puede abarcar un arco temporal y geográfico muy amplio, Fuentes se ha orientado fundamentalmente a establecer un mapa literario, un mosaico histórico y un recuento caracterológico de México. Sus novelas abordan las dualidades y contrastes de la modernidad mexicana, el peso de los arquetipos y la reaparición de los viejos mitos y ciclos con los ropajes de la modernidad o los meandros fascinantes de una política arcaica llena de símbolos y rituales”.[1]
Y es que ese es el oficio primigenio de Fuentes: narrar, desde todas sus dimensiones, y a eso se ha dedicado, básicamente, durante medio siglo. Precisamente ante la cercanía de estos aniversarios, los nuevos embates críticos han colocado la valoración de su trabajo literario, que abarca cuento, novela, ensayo y teatro, en una zona analítica que subraya la forma en que sus productos más recientes no evidencian ya la maestría de otras épocas. La suntuosidad lingüística y anecdótica de sus primeras novelas se echa mucho de menos.
Siempre polémico, especialmente por la crítica que ha recibido en el sentido de que su trabajo no refleja con fidelidad la realidad mexicana, algo a lo que él se ha aferrado obsesivamente, la labor creativa de Fuentes, desde que inició en los años 50 del siglo pasado, intenta describir, desnudar y reflexionar sobre la existencia y la historia de un país que, efectivamente, conoció desde lejos, pues debido al oficio diplomático de su padre, nació en la Ciudad de Panamá. Luego de vivir en varios países latinoamericanos, aunque pasando algunas temporadas en México, adonde se graduó de abogado, estudió en Suiza para luego ingresar al servicio diplomático también. En 1955 funda la Revista Mexicana de Literatura y se casa en 1959. En 1967 obtiene en España el Premio Biblioteca Breve por Cambio de piel y en 1976 recibe los premios Villaurrutia y Rómulo Gallegos. En 1980 le otorgan el premio Alfonso Reyes y en 1987 el Premio Cervantes.
Una revisión de sus títulos bien puede dar una visión general de los alcances de su labor artística. Los días enmascarados (1954, relatos), su primer libro, manifiesta ya su pasión por encarnar en el México contemporáneo los mitos prehispánicos que considera esenciales para comprender las especificidades del presente. La región más transparente lo coloca como continuador de las propuestas narrativas de Agustín Yáñez y Juan Rulfo, aunque con un cosmopolitismo muy amplio en donde la influencia de William Faulkner y John Dos Passos es notoria. Esta novela coloca en la literatura mexicana la perspectiva urbana como tema central y constituye una exploración de los mitos que dan vida al México profundo, vital, de entonces, especialmente ante las transformaciones propiciadas por el régimen heredero de la Revolución. Las buenas conciencias (1959) es un regreso a la provincia, que retrata un conflicto desde el corazón de la mentalidad tradicional. En 1962 da a conocer La muerte de Artemio Cruz, un ajuste de cuentas con la Revolución Mexicana que describe la caída de un típico cacique, con una técnica en donde el tiempo es desdoblado en varios niveles para mostrar la forma paradigmática en que su personaje se adapta a las nuevas condiciones post-revolucionarias. Aura, también de 1962, profundiza en el problema de la identidad humana mediante una trama fantasmagórica que transcurre en una casa antigua y sombría. En 1964 irrumpe nuevamente en el cuento con Cantar de ciegos, deslumbrante colección de historias en las que la realidad se mezcla con la fantasía de manera inquietante. Sobresalen en este libro “Muñeca reina” y “Las dos Elenas”, reconocidos como los relatos más representativos de su estilo. Zona sagrada (1967) es una novela corta que cuenta la vida de un personaje femenino inspirado en la figura de la actriz María Félix que le sirve para explorar el tema del mito, que tanto le interesa. Cambio de piel, del mismo año, asume la vertiente hispánica que participa en la invención de lo mexicano mediante una historia que acontece un Domingo de Ramos de 1965. Cumpleaños (1969), uno de sus libros más audaces y complicados, desarrolla nuevamente una historia adonde juega con la sucesión temporal.
Luego de crear una gran expectativa y de 6 años de no publicar, en 1975 lanza Terra Nostra, un gran proyecto narrativo en el que predomina la vertiente española como abordaje de lo mexicano. Su intención fue abarcar el mundo hispánico en su totalidad. En 1978 da a la luz una novela de tema policiaco, ambientada, claro está, en el contexto mexicano de entonces. Una familia lejana (1980), de tema casi arqueológico, y Agua quemada (1981), nueva colección de cuentos que bucea una vez más en el pasado mexicano ancestral, marcan los nuevos derroteros del autor, pues a partir de entonces, ya con el proyecto de nuevas novelas por delante, cuyos títulos forman un amplísimo mural de la vida en México, se van sucediendo los libros para llenar los espacios anunciados. Así, se suceden Gringo viejo (1985, llevada muy rápido al cine, aunque con desiguales resultados), Cristóbal Nonato (1990), el esperado tratamiento de la conquista española, La campaña (1990), Constancia y otras novelas para vírgenes (1990). Algunos críticos consideran que este último título es el punto de quiebre para lo que vendría después, debido sobre todo a que el afán por cumplir el ansiado plan narrativo no impide que cada publicación se ubique, bien que mal, en el lugar que le asignó el escritor, aunque ya no agregue mucho en potencia discursiva. La sucesión no se detiene: El naranjo o los círculos del tiempo (1994), Diana o la cazadora solitaria (1995), La frontera de cristal (1998), Los años con Laura Díaz (1999), Instinto de Inez (2001), La silla del águila (2003), Inquieta compañía (2004), Todas las familias felices (2006), Cuentos sobrenaturales (2007) y La voluntad y la fortuna (2008). En todos estos libros, las obsesiones de Fuentes van y vienen una y otra vez, pero las anécdotas ya no alcanzan a concentrar con el mismo brillo su intensa búsqueda existencial. Sobre La voluntad y la fortuna, González Torres es muy incisivo:
La novela trata de ser una reflexión en torno a las tensiones entre elección y fatalidad pero, debido a la tosquedad y apresuramiento de su factura, lo indefectible de la tragedia tiende convertirse en lo previsible de la telenovela. Y es que, debido a una indistinción, a ratos alarmante, entre su tarea como escritor e intelectual público, Fuentes incurre cada vez más en una literatura didáctica, llena de editoriales políticos ficcionalizados, que sobrevalora el sentido de oportunidad (un ejemplo de este afán, casi patético, de “estar al día” es la escena en que Josué atestigua, en la glorieta de Insurgentes, el ataque del que fue objeto la tribu urbana de los emos y que hace poco tuvo gran cobertura mediática). En fin, no se trata de descalificar un arte ligado al presente, pero huelga decir que la capacidad de generar empatías, de revelar conflictos de valores, de producir sacudimientos de conciencia exige mucho más que una literatura orientada programáticamente a vincularse con la actualidad” (Idem).
En teatro ha publicado también varios volúmenes: Todos los gatos son pardos y El tuerto es rey (1970) y Orquídeas a la luz de la luna (1982), entre otros. Con motivo de su homenaje nacional, presentará una obra sobre Antonio López de Santa Anna, dictador mexicano del siglo XIX. Al mismo tiempo, su labor ensayística, a la que también ha consagrado volúmenes fundamentales, se caracteriza por una búsqueda obsesiva por la identidad mexicana. El traslado que lleva a cabo de sus preocupaciones nacionales al ámbito latinoamericano, lo hace practicar una serie de cortes históricos personales en donde la representación narrativa de la historia latinoamericana alcanza gran relevancia. Así, desde La nueva novela hispanoamericana (1969) y Tiempo mexicano (1971) ha explorado con una prosa intensa y preocupada, los temas políticos, sociales y literarios que más lo atraen, en un diálogo ininterrumpido con su obra narrativa. Eso es muy notorio sobre todo en Cervantes o la crítica de la lectura (1976) y El espejo enterrado (1992), adonde practica una disección profunda de los orígenes remotos de su escritura, en el primer caso, y una nueva indagación histórico-cultural de la presencia hispánica en América Latina.
Acaso este par de aniversarios sirvan, sobre todo, para revalorar una obra tan vasta que, de no ser filtrada por la crítica atenta, puede ser vista como monumento más que como una invitación a la reflexión.
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[1] A. González Torres, “Carlos Fuentes: elogio de la desmesura”, en Letras Libres, núm. 119, noviembre de 2008, www.letraslibres.com/index.php?art=13347.
Fuente: www.lupaprotestante.com
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