Por Di Stefano, Roberto, Argentina
A propósito de la creación del Instituto de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano.Estoy comiendo un asado con amigos y uno de mis contertulios me interpela: “Che, vos que sos historiador, ¿Rosas era un chabón copado? ¿Era bueno o malo?”. Me quedo mirándolo con el tenedor en el aire, pensando una respuesta a esa pregunta anonadante. Mientras la busco me viene a la cabeza algo que dice mi hijo Silvio, que es joven pero perspicaz, y que suele traer a colación agudas comparaciones entre los varios países en los que –a pesar de sus cortos años– le ha tocado vivir: “los argentinos tienen mentalidad de hinchas de fútbol”.
Lo que quiere decir es que tendemos a analizar la realidad y a encarar la vida armados siempre con el esquema a favor de/en contra de.
El Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano “Manuel Dorrego” refleja esa tendencia a observar la vida con una mentalidad agonal. El decreto que lo crea argumenta que “desde el principio de nuestra historia” quienes “defendieron el ideario nacional y popular” se enfrentaron a los que “en pro de sus intereses han pretendido oscurecerlos y relegarlos [se refiere a los del primer grupo] de la memoria colectiva del pueblo argentino”. Es decir, propone la supuesta existencia de dos bandos irreductibles: pueblo y antipueblo, patria y antipatria, liberalismo cosmopolita versus identidad nacional y popular. Esa concepción responde bien a otra tendencia argentina: la de culpar a otros de lo que nos pasa. Si el país no es el que queremos, la razón no ha de buscarse en nuestras propias decisiones. Hay un culpable otro, sea el que sea: el liberalismo, la “subversión apátrida”, el peronismo, el antiperonismo, la oligarquía, el imperialismo inglés del siglo XIX o el yanqui del XX… Como los chicos, incapaces de hacerse cargo de sus propios actos. Se ha dicho que el capitalismo infantiliza a las sociedades: en este sentido la nuestra parece un fruto del capitalismo más avanzado.
El decreto propone verdades absolutas. No puedo dejar de aludir a una elemental cuestión epistemológica: por rigurosos que sean, los métodos del investigador no exorcizan la subjetividad; ni siquiera en las ciencias llamadas “duras” hay verdades absolutas, como nos ha enseñado el lacerado siglo XX. En historia no se puede decir cualquier cosa, porque lo que se afirma debe ser respaldado con la documentación disponible. Pero tampoco se pueden alcanzar sino interpretaciones plausibles, verosímiles del pasado, sujetas a la mirada del historiador y a las de sus lectores, con todo lo que ello implica. Decir que una es la “verdadera historia” y que las que se le oponen son mentiras de los enemigos de la patria, o decir que una determinada lectura de un hecho o de una persona es su historia “definitiva”, es propio de ignorantes, o de vivos que lucran con la ignorancia ajena.
Por otro lado, es cuanto menos gracioso que se afirme, contra toda evidencia, que los historiadores no hemos estudiado a esas figuras que el decreto considera víctimas de un culposo olvido: basta una somera búsqueda en cualquier fichero de biblioteca especializada para apreciar que los libros y artículos sobre casi todas ellas pesan toneladas.
Una de las falacias del neo revisionismo en boga es, justamente, su carácter presuntamente novedoso: las veces que he tenido contacto con la producción de algunos de esos “destacados historiadores” que piden la creación del instituto me topé con “descubrimientos” que figuran en las obras de Bartolomé Mitre, de Vicente Fidel López, de Adolfo Saldías, de Ernesto Palacio o de Julio Irazusta.
Una búsqueda más detenida en ese fichero nos mostrará que muchos de los historiadores que han estudiado a esas figuras y que ahora son execrados gozan de fama mundial más que merecida, justamente por el respeto que han mostrado por las “rigurosas exigencias del saber científico” que el decreto evoca. Hablamos de investigadores que poseen todas las credenciales académicas y que en muchos casos han enseñado e investigado en las más destacadas universidades y centros de estudios del mundo. Hablamos de historiadores –y hay aquí otro motivo de hilaridad– que el mismo Estado que ahora crea el instituto de marras ha juzgado dignos de figurar en la planta del Conicet y de las universidades nacionales. No es el caso de los “destacados historiadores argentinos” que promueven el instituto. Una de las grandes paradojas de su creación es que el mismo Estado que por iniciativa de los gobiernos Kirchner amplió y pluralizó como nunca antes el sistema científico, multiplicando las plazas de investigadores, el número de becas de posgrado, los subsidios de investigación y un largo etcétera, promueve un instituto cuya razón de ser es la supuesta complicidad de ese sistema con una también supuesta “historia oficial”.
Es risible también, y a la vez penoso, que se achaque a los historiadores el haber respetado la regla número uno de su disciplina. ¿Qué significa que las figuras que se considera relegadas “no han recibido el reconocimiento adecuado”? Yo se lo explico: significa que para estudiar adecuadamente a Manuel Dorrego, por ejemplo, hay que reivindicarlo como el “mártir de Navarro” –es la expresión que usa el decreto–. Significa que cumpliremos con la patria y con el pueblo cuando nos convirtamos en narradores de mitos y leyendas, en panegiristas de héroes y de mártires, en fulminadores de anatemas contra conspiradores y apóstatas, en cultores, en definitiva, del modo más tradicional –por no decir primitivo– de hacer historia, la que los buenos profesores enseñan a sus alumnos a evitar en la primera clase del más elemental curso de historia. Como decía Marc Bloch, los historiadores no estamos llamados a erigirnos en jueces de los hombres que nos precedieron: nuestra tarea es ayudar a nuestras sociedades a pensar, a comprender críticamente el pasado. Los grandes historiadores nos han enseñado a pensar el pasado como una realidad otra, compleja, en un punto irreductible a nuestras miradas desde el presente. Nos han enseñado, también, que más explicativo que estudiar las “figuras” de San Martín, de Dorrego, de Quiroga, de Rosas o de Perón, es indagar sobre el proceso revolucionario,
las dinámicas subyacentes a las guerras civiles y el fenómeno peronista. Ahora quienes nos han juzgado idóneos para integrar el sistema nacional de investigaciones nos enrostran el habernos negado a verlo como una suerte de historieta poblada de superhéroes y villanos.
Todo ello sería apenas risible y penoso si no fuera porque además la iniciativa responde a tendencias que son potencialmente peligrosas para la democracia, al menos como yo la entiendo a esta altura de mi vida: como un modo de convivencia social que toma como punto de partida la legitimidad de la coexistencia de ideas, concepciones del mundo e intereses diferentes. Si la convivencia democrática depende del reconocimiento de que legítimamente pueden existir diferentes ideas –es decir, diferentes verdades–, reconocer a una la legitimidad y negársela a las demás –en este caso, en tanto que supuestas falsedades tramadas por los enemigos de la patria y del pueblo– atenta contra la base misma de la democracia. Que esa postura la asuma el Estado, que tiene la misión de custodiar la calidad de nuestra convivencia, constituye un hecho preocupante.
No está mal que la historia y la instrucción cívica, o como se llame ahora, converjan en la transmisión de ciertos valores, sin que ello implique tergiversar el relato histórico. El Estado tiene el deber de transmitir valores que la sociedad ha hecho suyos después de un siglo lacerado y lacerante: son los que se necesitan para vivir civilizadamente en democracia, como el respeto de las diferencias, la solidaridad, el diálogo y la paz. Un maestro, o un profesor de secundaria, no pueden hablar de democracia y dictadura como si se tratara de compuestos químicos. Pero este decreto refleja algo muy diferente: refleja la confusión entre gobierno, partido y Estado, tres realidades que deberían permanecer diferenciadas, porque su distinción constituye un dato básico de cualquier democracia madura. La confusión conduce a convertir en política de Estado no la enseñanza de la convivencia, sino la idea de que los argentinos estamos perpetuamente en guerra intestina porque unos somos amigos y otros enemigos del pueblo y de la patria. Libera nos Domine.
En la sección Documentos podrá accederse a los textos del Decreto 1880/2011 que crea el Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego y de la Declaración de la Asociación Historia (AsAIH) al respecto.
Fuente: Revista Criterio, # 2382
A propósito de la creación del Instituto de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano.Estoy comiendo un asado con amigos y uno de mis contertulios me interpela: “Che, vos que sos historiador, ¿Rosas era un chabón copado? ¿Era bueno o malo?”. Me quedo mirándolo con el tenedor en el aire, pensando una respuesta a esa pregunta anonadante. Mientras la busco me viene a la cabeza algo que dice mi hijo Silvio, que es joven pero perspicaz, y que suele traer a colación agudas comparaciones entre los varios países en los que –a pesar de sus cortos años– le ha tocado vivir: “los argentinos tienen mentalidad de hinchas de fútbol”.
Lo que quiere decir es que tendemos a analizar la realidad y a encarar la vida armados siempre con el esquema a favor de/en contra de.
El Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano “Manuel Dorrego” refleja esa tendencia a observar la vida con una mentalidad agonal. El decreto que lo crea argumenta que “desde el principio de nuestra historia” quienes “defendieron el ideario nacional y popular” se enfrentaron a los que “en pro de sus intereses han pretendido oscurecerlos y relegarlos [se refiere a los del primer grupo] de la memoria colectiva del pueblo argentino”. Es decir, propone la supuesta existencia de dos bandos irreductibles: pueblo y antipueblo, patria y antipatria, liberalismo cosmopolita versus identidad nacional y popular. Esa concepción responde bien a otra tendencia argentina: la de culpar a otros de lo que nos pasa. Si el país no es el que queremos, la razón no ha de buscarse en nuestras propias decisiones. Hay un culpable otro, sea el que sea: el liberalismo, la “subversión apátrida”, el peronismo, el antiperonismo, la oligarquía, el imperialismo inglés del siglo XIX o el yanqui del XX… Como los chicos, incapaces de hacerse cargo de sus propios actos. Se ha dicho que el capitalismo infantiliza a las sociedades: en este sentido la nuestra parece un fruto del capitalismo más avanzado.
El decreto propone verdades absolutas. No puedo dejar de aludir a una elemental cuestión epistemológica: por rigurosos que sean, los métodos del investigador no exorcizan la subjetividad; ni siquiera en las ciencias llamadas “duras” hay verdades absolutas, como nos ha enseñado el lacerado siglo XX. En historia no se puede decir cualquier cosa, porque lo que se afirma debe ser respaldado con la documentación disponible. Pero tampoco se pueden alcanzar sino interpretaciones plausibles, verosímiles del pasado, sujetas a la mirada del historiador y a las de sus lectores, con todo lo que ello implica. Decir que una es la “verdadera historia” y que las que se le oponen son mentiras de los enemigos de la patria, o decir que una determinada lectura de un hecho o de una persona es su historia “definitiva”, es propio de ignorantes, o de vivos que lucran con la ignorancia ajena.
Por otro lado, es cuanto menos gracioso que se afirme, contra toda evidencia, que los historiadores no hemos estudiado a esas figuras que el decreto considera víctimas de un culposo olvido: basta una somera búsqueda en cualquier fichero de biblioteca especializada para apreciar que los libros y artículos sobre casi todas ellas pesan toneladas.
Una de las falacias del neo revisionismo en boga es, justamente, su carácter presuntamente novedoso: las veces que he tenido contacto con la producción de algunos de esos “destacados historiadores” que piden la creación del instituto me topé con “descubrimientos” que figuran en las obras de Bartolomé Mitre, de Vicente Fidel López, de Adolfo Saldías, de Ernesto Palacio o de Julio Irazusta.
Una búsqueda más detenida en ese fichero nos mostrará que muchos de los historiadores que han estudiado a esas figuras y que ahora son execrados gozan de fama mundial más que merecida, justamente por el respeto que han mostrado por las “rigurosas exigencias del saber científico” que el decreto evoca. Hablamos de investigadores que poseen todas las credenciales académicas y que en muchos casos han enseñado e investigado en las más destacadas universidades y centros de estudios del mundo. Hablamos de historiadores –y hay aquí otro motivo de hilaridad– que el mismo Estado que ahora crea el instituto de marras ha juzgado dignos de figurar en la planta del Conicet y de las universidades nacionales. No es el caso de los “destacados historiadores argentinos” que promueven el instituto. Una de las grandes paradojas de su creación es que el mismo Estado que por iniciativa de los gobiernos Kirchner amplió y pluralizó como nunca antes el sistema científico, multiplicando las plazas de investigadores, el número de becas de posgrado, los subsidios de investigación y un largo etcétera, promueve un instituto cuya razón de ser es la supuesta complicidad de ese sistema con una también supuesta “historia oficial”.
Es risible también, y a la vez penoso, que se achaque a los historiadores el haber respetado la regla número uno de su disciplina. ¿Qué significa que las figuras que se considera relegadas “no han recibido el reconocimiento adecuado”? Yo se lo explico: significa que para estudiar adecuadamente a Manuel Dorrego, por ejemplo, hay que reivindicarlo como el “mártir de Navarro” –es la expresión que usa el decreto–. Significa que cumpliremos con la patria y con el pueblo cuando nos convirtamos en narradores de mitos y leyendas, en panegiristas de héroes y de mártires, en fulminadores de anatemas contra conspiradores y apóstatas, en cultores, en definitiva, del modo más tradicional –por no decir primitivo– de hacer historia, la que los buenos profesores enseñan a sus alumnos a evitar en la primera clase del más elemental curso de historia. Como decía Marc Bloch, los historiadores no estamos llamados a erigirnos en jueces de los hombres que nos precedieron: nuestra tarea es ayudar a nuestras sociedades a pensar, a comprender críticamente el pasado. Los grandes historiadores nos han enseñado a pensar el pasado como una realidad otra, compleja, en un punto irreductible a nuestras miradas desde el presente. Nos han enseñado, también, que más explicativo que estudiar las “figuras” de San Martín, de Dorrego, de Quiroga, de Rosas o de Perón, es indagar sobre el proceso revolucionario,
las dinámicas subyacentes a las guerras civiles y el fenómeno peronista. Ahora quienes nos han juzgado idóneos para integrar el sistema nacional de investigaciones nos enrostran el habernos negado a verlo como una suerte de historieta poblada de superhéroes y villanos.
Todo ello sería apenas risible y penoso si no fuera porque además la iniciativa responde a tendencias que son potencialmente peligrosas para la democracia, al menos como yo la entiendo a esta altura de mi vida: como un modo de convivencia social que toma como punto de partida la legitimidad de la coexistencia de ideas, concepciones del mundo e intereses diferentes. Si la convivencia democrática depende del reconocimiento de que legítimamente pueden existir diferentes ideas –es decir, diferentes verdades–, reconocer a una la legitimidad y negársela a las demás –en este caso, en tanto que supuestas falsedades tramadas por los enemigos de la patria y del pueblo– atenta contra la base misma de la democracia. Que esa postura la asuma el Estado, que tiene la misión de custodiar la calidad de nuestra convivencia, constituye un hecho preocupante.
No está mal que la historia y la instrucción cívica, o como se llame ahora, converjan en la transmisión de ciertos valores, sin que ello implique tergiversar el relato histórico. El Estado tiene el deber de transmitir valores que la sociedad ha hecho suyos después de un siglo lacerado y lacerante: son los que se necesitan para vivir civilizadamente en democracia, como el respeto de las diferencias, la solidaridad, el diálogo y la paz. Un maestro, o un profesor de secundaria, no pueden hablar de democracia y dictadura como si se tratara de compuestos químicos. Pero este decreto refleja algo muy diferente: refleja la confusión entre gobierno, partido y Estado, tres realidades que deberían permanecer diferenciadas, porque su distinción constituye un dato básico de cualquier democracia madura. La confusión conduce a convertir en política de Estado no la enseñanza de la convivencia, sino la idea de que los argentinos estamos perpetuamente en guerra intestina porque unos somos amigos y otros enemigos del pueblo y de la patria. Libera nos Domine.
En la sección Documentos podrá accederse a los textos del Decreto 1880/2011 que crea el Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego y de la Declaración de la Asociación Historia (AsAIH) al respecto.
Fuente: Revista Criterio, # 2382
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