Quien lea a Rivera Pagán, aún aquel que se proclame ateo, sabrá reconocer el arcoiris radiante de la resurrección.
Leyendo a Rivera Pagán uno se reconcilia con la Teología, pero no con aquella que se ido por la ramas, tan etérea que ya no cala en el corazón del hombre. Tampoco con la otra teología (con “t” minúscula), esa de gafas desenfocadas o que solo ve la parte que le interesa, y no toda la misión integral del mensaje de Jesús. Esta reconciliación se suscita cuando, en el más inhóspito desierto, atisbamos un oasis pletórico de pozos que sacian la sed y de dátiles que nutren para proseguir la travesía.
Hablo de Luis N. Rivera Pagán, un teólogo que no se enreda en montañas de palabrerías bien encuadernadas: él ha sabido, como pocos teólogos de habla castellana (haberlos haylos, Samuel Escobar al principio; también Olegario González de Cardedal, éste último tratando desde Salamanca los vínculos entre literatura y fe), profundizar en la historia crítica , la desaconsejable energía nuclear, el pacifismo necesario y demás cuestiones sociales y culturales que marcan la actualidad del mundo, pasadas por el tamiz de la propia reflexión teológica e incluyendo unos originalísimos abordajes al aporte que poetas y narradores vienen haciendo en torno a lo Sagrado.
El propio título de algunos de sus libros da indicios de esa búsqueda (y feliz encuentro): A la sombra del armagedón: reflexiones críticas sobre el desafío nuclear (1988), Evangelización y violencia: La conquista de América (1992),Entre el oro y la fe: El dilema de América (1995), Los sueños del ciervo: Perspetivas teológicas del Caribe (1995), Mito, exilio y demonios: literatura y teología en América Latina (1996), Diálogos y polifonías: perspectivas y reseñas (1999) Fe y cultura en Puerto Rico (2002), Essays from the Diaspora (2002) y Teología y cultura en América Latina (2009).
Quien lea a Rivera Pagán, aún aquel que se proclame ateo, sabrá reconocer el arcoiris radiante de la resurrección, es decir, Palabras vivificantes que no se destierran o empolvan nada más usarse, matices tolerantes en medio de tanto fanatismo religioso incitador de comportamientos violentos y/o discriminatorios .
Otros, ataviados con engañosos ropajes religiosos o fariseísmos de extrema pureza, pueden llegar a cuestionarle una coma o un acento, más nunca su ecuménico cristianismo abarcador, ¿cuasi utópico?, de un solo Cuerpo. Pero él siempre tiene a mano a su poeta admirado, el español-americano León Felipe, de Zamora y de México, cuyos versos saldrán en su defensa: “Oigo unas voces confusas/ y enigmáticas/que tengo que descifrar (…)// Dicen que soy un hereje y un blasfemo;/ y otros aseguran que he visto la cara de/ Dios”.
En días pasados recibí, fraternalmente dedicados, dos de sus libros (Teología y cultura … y Mito, exilio …). Llegaron a esta mi Salamanca justo cuando partía hacia Almería. Allí, en tierra andaluza, los leí y entrañé ya para siempre. Y es que siempre, pero desde la ladera poética, he pensado de forma semejante al notable puertorriqueño, a este teólogo que no escatima la autocrítica con respecto a su colectivo: “La producción literaria latinoamericana moderna tiene tan evidentes tangencias y resonancias religiosas que despierta mi perplejidad la falta de atención por parte de la comunidad teológica. Sobre todo por la presencia abundante de asertos heterodoxos y audaces transgresiones doctrinales que no pueden sino incitar a la reflexión y al cuestionamiento teológico” (Mito, exilio…,p. 11).
De su erudición y deseos de comprender la etnocultura iberoamericana que contiene la esencia de Dios, así como los múltiples ejemplos positivos (o negativos) que a lo largo de la historia han generado sus presuntos ‘intermediarios’ en tierras americanas, dan cuenta sus lecturas de Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier o León Felipe, que merecen amplios ensayos suyos, pero también hace lecturas y apostillas en torno a la obra de Carlos Fuentes, Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Juan Rulfo,César Vallejo, Octavio Paz, Rosario Ferré, Jorge Luis Borges, Elena Poniatowska, Isabel Allende, Sor Juana Inés de la Cruz o José María Arguedas, entre otros.
Y me conmueve que Rivera Pagán cite al profético León Felipe, siempre transgresor pero siempre seguidor de Cristo, aunque desde su transtierro atice a dictadores y jerarquías eclesiásticas. El de Tábara dice de Cristo: “Él es el único rayo de luz/ que hasta ahora ha podido atravesar/ ese muro terrible del Misterio…/ Y la esperanza desde que Él vino/ está ahí bailando alegremente/ en las tinieblas cerradas del mundo…./ Lo demás se lo dejo a los Teólogos”. (Mito, exilio…, p. 125). El diáfano verso lo dice todo: que lo principal ya está dicho y que lo complementario bien puede ser abordado por lo teólogos, muchas veces más metafóricos que los propios poetas a la hora de tratar de expresar la cristología dogmática.
En otro ensayo ya pergeñé algo de los desencuentros básicos que a lo largo de centurias han existido entre teólogos y poetas cristianos. No abundaré en este asunto, salvo para decir que Rivera Pagán es paradigma de una Teología que no se asusta ante los poetas contemporáneos que siguen la estela marcada por los profetas bíblicos, de clamar contra las insultantes o vejatorias injusticias sobre la población más indefensa y empobrecida. Pero así como no rehúye a ese diálogo, tampoco claudica ante heterodoxias rayanas en lo pueril o en puestas en escena para llamar la atención con blasfemias expresadas desde la imbecilidad de quienes no tienen cómo obtener reconocimientos por méritos propios.
No abundaré en citas del maestro puertorriqueño, pero aquí dejo otra perla suya: “El diálogo entre la teología y la literatura, en América Latina, se hace urgente por los obvios intereses que ambas tienen en la memoria mítica y las ensoñaciones utópicas de los pueblos, al margen de la modernidad occidental”.
Conviene leer sus obras, hacerlas de cada uno. De mi lectura extraigo una conclusión imperiosa: hay que volver a ‘matrimoniar’ a la Teología con la Literatura (poesía, novela, ensayo…), no sólo de modo particular, sino desde las propias facultades o seminarios teológicos. El ‘divorcio’ no conviene a ninguna de ellas, pues una sin otra pierde incandescencia, merman sus frutos ardientes y, lo que es más punible, dejan desolado al magno Creador de todo y al Verbo cuyas Palabras suman abrazos para restar contiendas.
Luis N. Rivera Pagán ha sabido entender esta misión. Y lo ha hecho con rigurosidad académica y con emoción lectora. En Almería, en casa del profesor Manuel Martínez, mientras leía su magnífica exégesis sobre la novela “Del amor y otros demonios”, me permití imaginar a Rivera Pagán cual Cayetano Delaura, el personaje de García Márquez. Claro que sólo en una de sus facetas, aquella de bibliófilo y voraz lector, con licencia pontificia para escudriñar los libros prohibidos o, como dice el Gabo, “explorar los abismos de las letras extraviadas”.
Ahora bien, esos abismos contienen Tambores que deben ser escuchados, bien para ser tomados en cuenta o para constatar que nada resaltable pregonan. La sociedad iberoamericana está despierta y ahora exhibe un inmenso memorial de agravios pasados y presentes, además de un Amazonas de Esperanza y de un crecimiento imparable de creyentes. Conviene que tanto la Teología como la Literatura aúnen sus Potencias para dar cabida, al alimón o de forma cercana, a buena parte de las mismas. Desde ese caldero de mestizajes varios debe surgir una literatura en permanente diálogo con la Teología (con “T” mayúscula). Rivera Pagán, doctor por la Universidad de Yale y profesor Emérito del Seminario Teológico de Princeton , merece mi más efusivo aplauso.
Autores: Alfredo Pérez Alencart
©Protestante Digital 2012
Leyendo a Rivera Pagán uno se reconcilia con la Teología, pero no con aquella que se ido por la ramas, tan etérea que ya no cala en el corazón del hombre. Tampoco con la otra teología (con “t” minúscula), esa de gafas desenfocadas o que solo ve la parte que le interesa, y no toda la misión integral del mensaje de Jesús. Esta reconciliación se suscita cuando, en el más inhóspito desierto, atisbamos un oasis pletórico de pozos que sacian la sed y de dátiles que nutren para proseguir la travesía.
Hablo de Luis N. Rivera Pagán, un teólogo que no se enreda en montañas de palabrerías bien encuadernadas: él ha sabido, como pocos teólogos de habla castellana (haberlos haylos, Samuel Escobar al principio; también Olegario González de Cardedal, éste último tratando desde Salamanca los vínculos entre literatura y fe), profundizar en la historia crítica , la desaconsejable energía nuclear, el pacifismo necesario y demás cuestiones sociales y culturales que marcan la actualidad del mundo, pasadas por el tamiz de la propia reflexión teológica e incluyendo unos originalísimos abordajes al aporte que poetas y narradores vienen haciendo en torno a lo Sagrado.
El propio título de algunos de sus libros da indicios de esa búsqueda (y feliz encuentro): A la sombra del armagedón: reflexiones críticas sobre el desafío nuclear (1988), Evangelización y violencia: La conquista de América (1992),Entre el oro y la fe: El dilema de América (1995), Los sueños del ciervo: Perspetivas teológicas del Caribe (1995), Mito, exilio y demonios: literatura y teología en América Latina (1996), Diálogos y polifonías: perspectivas y reseñas (1999) Fe y cultura en Puerto Rico (2002), Essays from the Diaspora (2002) y Teología y cultura en América Latina (2009).
Quien lea a Rivera Pagán, aún aquel que se proclame ateo, sabrá reconocer el arcoiris radiante de la resurrección, es decir, Palabras vivificantes que no se destierran o empolvan nada más usarse, matices tolerantes en medio de tanto fanatismo religioso incitador de comportamientos violentos y/o discriminatorios .
Otros, ataviados con engañosos ropajes religiosos o fariseísmos de extrema pureza, pueden llegar a cuestionarle una coma o un acento, más nunca su ecuménico cristianismo abarcador, ¿cuasi utópico?, de un solo Cuerpo. Pero él siempre tiene a mano a su poeta admirado, el español-americano León Felipe, de Zamora y de México, cuyos versos saldrán en su defensa: “Oigo unas voces confusas/ y enigmáticas/que tengo que descifrar (…)// Dicen que soy un hereje y un blasfemo;/ y otros aseguran que he visto la cara de/ Dios”.
En días pasados recibí, fraternalmente dedicados, dos de sus libros (Teología y cultura … y Mito, exilio …). Llegaron a esta mi Salamanca justo cuando partía hacia Almería. Allí, en tierra andaluza, los leí y entrañé ya para siempre. Y es que siempre, pero desde la ladera poética, he pensado de forma semejante al notable puertorriqueño, a este teólogo que no escatima la autocrítica con respecto a su colectivo: “La producción literaria latinoamericana moderna tiene tan evidentes tangencias y resonancias religiosas que despierta mi perplejidad la falta de atención por parte de la comunidad teológica. Sobre todo por la presencia abundante de asertos heterodoxos y audaces transgresiones doctrinales que no pueden sino incitar a la reflexión y al cuestionamiento teológico” (Mito, exilio…,p. 11).
De su erudición y deseos de comprender la etnocultura iberoamericana que contiene la esencia de Dios, así como los múltiples ejemplos positivos (o negativos) que a lo largo de la historia han generado sus presuntos ‘intermediarios’ en tierras americanas, dan cuenta sus lecturas de Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier o León Felipe, que merecen amplios ensayos suyos, pero también hace lecturas y apostillas en torno a la obra de Carlos Fuentes, Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Juan Rulfo,César Vallejo, Octavio Paz, Rosario Ferré, Jorge Luis Borges, Elena Poniatowska, Isabel Allende, Sor Juana Inés de la Cruz o José María Arguedas, entre otros.
Y me conmueve que Rivera Pagán cite al profético León Felipe, siempre transgresor pero siempre seguidor de Cristo, aunque desde su transtierro atice a dictadores y jerarquías eclesiásticas. El de Tábara dice de Cristo: “Él es el único rayo de luz/ que hasta ahora ha podido atravesar/ ese muro terrible del Misterio…/ Y la esperanza desde que Él vino/ está ahí bailando alegremente/ en las tinieblas cerradas del mundo…./ Lo demás se lo dejo a los Teólogos”. (Mito, exilio…, p. 125). El diáfano verso lo dice todo: que lo principal ya está dicho y que lo complementario bien puede ser abordado por lo teólogos, muchas veces más metafóricos que los propios poetas a la hora de tratar de expresar la cristología dogmática.
En otro ensayo ya pergeñé algo de los desencuentros básicos que a lo largo de centurias han existido entre teólogos y poetas cristianos. No abundaré en este asunto, salvo para decir que Rivera Pagán es paradigma de una Teología que no se asusta ante los poetas contemporáneos que siguen la estela marcada por los profetas bíblicos, de clamar contra las insultantes o vejatorias injusticias sobre la población más indefensa y empobrecida. Pero así como no rehúye a ese diálogo, tampoco claudica ante heterodoxias rayanas en lo pueril o en puestas en escena para llamar la atención con blasfemias expresadas desde la imbecilidad de quienes no tienen cómo obtener reconocimientos por méritos propios.
No abundaré en citas del maestro puertorriqueño, pero aquí dejo otra perla suya: “El diálogo entre la teología y la literatura, en América Latina, se hace urgente por los obvios intereses que ambas tienen en la memoria mítica y las ensoñaciones utópicas de los pueblos, al margen de la modernidad occidental”.
Conviene leer sus obras, hacerlas de cada uno. De mi lectura extraigo una conclusión imperiosa: hay que volver a ‘matrimoniar’ a la Teología con la Literatura (poesía, novela, ensayo…), no sólo de modo particular, sino desde las propias facultades o seminarios teológicos. El ‘divorcio’ no conviene a ninguna de ellas, pues una sin otra pierde incandescencia, merman sus frutos ardientes y, lo que es más punible, dejan desolado al magno Creador de todo y al Verbo cuyas Palabras suman abrazos para restar contiendas.
Luis N. Rivera Pagán ha sabido entender esta misión. Y lo ha hecho con rigurosidad académica y con emoción lectora. En Almería, en casa del profesor Manuel Martínez, mientras leía su magnífica exégesis sobre la novela “Del amor y otros demonios”, me permití imaginar a Rivera Pagán cual Cayetano Delaura, el personaje de García Márquez. Claro que sólo en una de sus facetas, aquella de bibliófilo y voraz lector, con licencia pontificia para escudriñar los libros prohibidos o, como dice el Gabo, “explorar los abismos de las letras extraviadas”.
Ahora bien, esos abismos contienen Tambores que deben ser escuchados, bien para ser tomados en cuenta o para constatar que nada resaltable pregonan. La sociedad iberoamericana está despierta y ahora exhibe un inmenso memorial de agravios pasados y presentes, además de un Amazonas de Esperanza y de un crecimiento imparable de creyentes. Conviene que tanto la Teología como la Literatura aúnen sus Potencias para dar cabida, al alimón o de forma cercana, a buena parte de las mismas. Desde ese caldero de mestizajes varios debe surgir una literatura en permanente diálogo con la Teología (con “T” mayúscula). Rivera Pagán, doctor por la Universidad de Yale y profesor Emérito del Seminario Teológico de Princeton , merece mi más efusivo aplauso.
Autores: Alfredo Pérez Alencart
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