¿Se considera usted libre de prejuicios? Ojalá pudiera contestar a esta pregunta de forma afirmativa. Pero, no lo creo. Ningún ser humano, en justicia, puede afirmar tal cosa. Lo cierto es que estamos plagados de perjuicios, aún cuando nos duela reconocerlo, a veces. Nos discriminamos por las razas o la procedencia; por el sexo; por la posición social: rico, pobre, aristócrata o plebeyo; y por cuanto haya que nos haga diferentes los unos de los otros.
¿Pero, dice algo la Biblia, que todos los cristianos reconocemos como palabra inspirada de Dios, en relación a cómo deberían ser nuestras relaciones con el Creador y entre nosotros mismos? Pues sí, cuando revisamos las Escrituras observamos que en la Ley se dice “amarás a tu prójimo como a ti mismo” [Lv 19.18], lo cual ratifica de forma expresa nuestro Señor Jesucristo, cuando a la pregunta: “¿Cuál es el primer mandamiento de todos?”, responde: “El primer mandamiento es: Amarás […] al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas. Y el segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” –que continúa– “No hay otro mandamiento mayor que éstos” [Ma 12.28-31]. Bendito sea nuestro Dios, que es capaz de equiparar el amor que le debemos a Él, creador de todo el universo, con el que deberíamos tenernos entre nosotros mismos.
Pero, ¿cuál es el prójimo de que habla Jesús? En la parábola del buen samaritano [Lc 10.30-37], Él nos deja un ejemplo, como enseñanza práctica. Cuenta como a un pobre judío que cayó en manos de ladrones y quedó herido, casi moribundo, los que debieron ser sus amigos -un sacerdote y un Levita, por demás-, lo pasaron por alto, siendo atendido, finalmente, por un extranjero, un samaritano, uno de la nación que los judíos más despreciaban y detestaban, y con quienes no querían tratos de ninguna clase.
Es lamentable observar cuánto domina el egoísmo en todos los rangos; cuántas excusas dan los hombres para ahorrarse problemas o gastos en ayudar al prójimo. El verdadero cristiano tiene escrita en su corazón la ley del amor. El Espíritu de Cristo habita en él; la imagen de Cristo se renueva en su alma. La parábola es una bella explicación de la ley de amar al prójimo como a uno mismo, sin acepción de nación, partido ni otra distinción. ¡Qué magnífico ejemplo de verdadero amor! ¡VERDAD!
¿Pero, dice algo la Biblia, que todos los cristianos reconocemos como palabra inspirada de Dios, en relación a cómo deberían ser nuestras relaciones con el Creador y entre nosotros mismos? Pues sí, cuando revisamos las Escrituras observamos que en la Ley se dice “amarás a tu prójimo como a ti mismo” [Lv 19.18], lo cual ratifica de forma expresa nuestro Señor Jesucristo, cuando a la pregunta: “¿Cuál es el primer mandamiento de todos?”, responde: “El primer mandamiento es: Amarás […] al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas. Y el segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” –que continúa– “No hay otro mandamiento mayor que éstos” [Ma 12.28-31]. Bendito sea nuestro Dios, que es capaz de equiparar el amor que le debemos a Él, creador de todo el universo, con el que deberíamos tenernos entre nosotros mismos.
Pero, ¿cuál es el prójimo de que habla Jesús? En la parábola del buen samaritano [Lc 10.30-37], Él nos deja un ejemplo, como enseñanza práctica. Cuenta como a un pobre judío que cayó en manos de ladrones y quedó herido, casi moribundo, los que debieron ser sus amigos -un sacerdote y un Levita, por demás-, lo pasaron por alto, siendo atendido, finalmente, por un extranjero, un samaritano, uno de la nación que los judíos más despreciaban y detestaban, y con quienes no querían tratos de ninguna clase.
Es lamentable observar cuánto domina el egoísmo en todos los rangos; cuántas excusas dan los hombres para ahorrarse problemas o gastos en ayudar al prójimo. El verdadero cristiano tiene escrita en su corazón la ley del amor. El Espíritu de Cristo habita en él; la imagen de Cristo se renueva en su alma. La parábola es una bella explicación de la ley de amar al prójimo como a uno mismo, sin acepción de nación, partido ni otra distinción. ¡Qué magnífico ejemplo de verdadero amor! ¡VERDAD!
Fuente: Obrerofiel.com
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