El Hospice según la experiencia del doctor Armando García Querol, director médico de Casa de la Esperanza (Hospice San Camilo).
En febrero de 2012, exactamente el 11 –día de la Virgen de Lourdes y de la Jornada Mundial del Enfermo–, se cumplen diez años de un hecho fundacional: el encuentro del lugar donde comenzaría a funcionar la Casa de la Esperanza. La casa: el espacio físico. Sin embargo, el hospice –que encuentra en ese sitio un lugar material para atender a personas con una enfermedad avanzada– es más que un espacio: es un modo de asistir y acompañar al paciente terminal, a su familia y su entorno cercano. Mucho más todavía, es un verdadero acontecimiento: una apuesta a la humanización de la asistencia, las instituciones y la cultura.
La historia del proyecto que se concreta en la Casa de la Esperanza no comienza en 2002. Se inicia algunos años antes, a partir de una preocupación común que vincula a un sacerdote, una licenciada en psicología y un médico: pensar una manera distinta de enfrentar la última fase de una enfermedad, de modo tal que la muerte deje de ser un mero hecho biológico para convertirse en el momento último de crecimiento humano.
Armando García Querol es el director médico del hospice San Camilo desde sus comienzos. “En realidad, soy la cara; no es mi obra. Siento que es un regalo que se me dio.
Más allá de mi preocupación personal por el tema, coincidió con el cierre del hospital donde trabajaba. Tenía, entonces, tiempo disponible para dedicar”. La primera tarea en el proceso que comenzaba fue educar en el estilo propio que caracteriza la filosofía práctica del hospice, sustentada en la certeza profunda de que el paciente terminal sigue siendo una persona hasta el final. “Henri Nouwen nos enseña: ‘En el espíritu de Dios, cuidar y vivir son la misma cosa’. Como el buen samaritano, no tenemos que pasar de largo, tenemos que actuar”.
Con este objetivo se puso en marcha el primer curso –el curso de los miércoles- que sumó profesionales y voluntarios al equipo original. “En el propósito de acompañar el morir, el curso fue el lugar donde por momentos enseñábamos y por momentos aprendíamos. Había vecinos, enfermeros, médicos, psicólogos, asistentes sociales, religiosos, cada uno con sus experiencias vitales. Y se hizo claro que todos necesitábamos de todos para crecer”.
En el final del curso surgió la idea de una casa de cuidados para enfermos terminales. Un lugar que se constituyera en un espacio donde vida, muerte, enfermedad y tiempo cobraran un sentido distinto. “Esto le imprimió su sello a la Casa de la Esperanza –que nunca fue un hospital–, ser exactamente eso: una casa; un lugar donde se ríe, se llora, se vive y se muere. Y esto se respira en su clima”.
Desde el ingreso del primer paciente, en julio de 2002, muchas personas pasaron por la casa. A pesar de la situación particular que plantean las características de los enfermos que reciben cuidados paliativos, la muerte no se cotidianizó. Vivir cada episodio como único es un desafío permanente para el equipo integrado por médicos, enfermeros, voluntarios, trabajadores sociales, sacerdotes. Un equipo necesariamente numeroso que reúne diversas habilidades puestas al servicio del cuidado compasivo y competente del enfermo y de los suyos. “Después de tantos años de profesión, nunca sentí tanto su sentido. Esto me hace deudor, no sólo de las personas que nos fueron confiadas misteriosamente sino también de mis compañeros. Cada uno a su modo, me ayudó a entender algo más”.
En la época actual, signada por una práctica cada vez más dependiente de la técnica, la medicina de la persona recorre un camino diferente. Si bien se vale de la técnica y de los recursos que brinda, no se encuentra sometida a ella, sino que se abre a un espectro más amplio y humano, en el que se conjugan la competencia profesional, la compasión y la experiencia de vida; de este modo, el encuentro entre el paciente y los que lo asisten cobra una dimensión especial. “Tuvimos que aprender algo que no nos enseñaron los libros. Aprendimos –ante una situación que conmueve nuestra omnipotencia de profesionales– que la muerte no es un fracaso de la medicina. Los cuidados paliativos no humanizaron la medicina, sino a quienes hacemos medicina”.
Los diez años del Hospice San Camilo convocan nuestra reflexión como respuesta humanizadora de la cultura. Desde su tarea orientada por la medicina de la persona, “apela a un punto de vista más amplio, que permite al hombre percibir en la experiencia del sufrimiento y la salud una invitación a celebrar la propia responsabilidad, a crecer y realizarse”1.
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1. P. Ángel Brusco.
Fuente: Revista Criterio, Nº 2376
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