Por. Alfonso Ropero, España*
El título de este artículo tiene que ver con los desafíos para la literatura cristiana a los que se enfrenta la iglesia contemporánea. Desde mi punto de vista de lector y editor, y una larga experiencia pastoral, el desafío más grande es, para decirlo claramente y desde el principio, que las iglesias se tomen en serio la literatura cristiana. Que no estén tranquilas cuando los creyentes no leen ni lo mínimo imprescindible para su formación como cristianos que conozcan lo que la Biblia enseña y lo que implica su enseñanza en los distintos campos en que cada cual se mueve y los retos que la cultura moderna plantea a la fe y ética cristianas.
El desafío de la literatura cristiana en las iglesias es hacer entender nadie tiene excusas, y menos que nadie los pastores y responsables de la predicación y enseñanza en todos los niveles, de una formación continua y actualizada en la fe cristiana. Que no valga como excusa la falta de tiempo, cuando se domina hasta el mínimo detalle el funcionamiento de los nuevos cachivaches electrónicos. Es una gracia sin gracia que muchos pastores se contenten con los libros y apuntes que tomaron en su día de estudiantes. Mal médico sería el que no está al día de los progresos de la medicina; mal maestro es el que no se preocupa de mantenerse informado de los avances pedagógicos; y el pastor que es médico, maestro, consejero, padre y amigo a la vez, si se contenta con menos que profesionales de otros oficios difícilmente podrá desempeñar bien su ministerio, no el ministerio que se espera de él, sino aquel para el que Dios le ha llamado. Calvino decía que si el pastor se contenta con hacer lo que debe hacer sin esforzarse en ir más allá, será descalificado para el ministerio. Pero no vamos a extendernos en acusaciones. Ya hay bastantes profetas del mal humor y de la condenación. Nos interesan las soluciones. Los desafíos son ocasiones para replantearse rutinas y avanzar hacia algo mejor.
A mí me parece que las iglesias no se toman en serio la literatura cristiana simplemente por ignorancia, porque no han captado la importancia de la literatura y la cultura que esta transmite, o debería transmitir. Cuando la literatura es cristiana juega un papel muy importante en la vida de la iglesia y su misión en el mundo. Por eso, antes de nada, hay que comenzar preguntándonos si hay un fundamento bíblico para la existencia de editoriales, encargadas de la producción de literatura cristiana, o si simplemente las editoriales y su labor obedece a un movimiento mercantil, un negocio más con vistas a las ganancias, en cuyo caso que ellas se apañen por su cuenta como mejor puedan, con campañas de publicidad y marketing.
Pero si la Biblia tiene que decir algo al respecto, la cosa cambia. No es lo mismo que la empresa editorial se vea reflejada, e incluso apoyada en la Biblia, o no. Si es ajena, caería en la categoría de los adiaphora o “asuntos indiferentes”, que da lo mismo que existan o que desaparezcan —los más radicales dirían que lo que no se puede probar con la Biblia es contrario a ella, y aquí meten por igual a Colegios y Seminarios Bíblicas, Escuelas Dominicales, Agencias Misioneras…
Pero si la empresa editorial se ve refrendada por la Biblia, esto significaría que hay elementos para tomársela en serio y apoyarla como se merece, individual y comunitariamente. Si la empresa editorial forma parte integrante de la misión cristiana, entonces hay motivos morales y espirituales para preocuparse de ella más allá del éxito o fracaso en las ventas. Importa saberlo, porque la motivación correcta es una de las claves del éxito en todo tipo de actividades. La motivación correcta nos puede ayudar a esquivar los peligros a los que actualmente se enfrenta el mundo de la edición y de la literatura cristiana.
Estamos en una época de cambios económicos transcendentales que ponen en riesgo el futuro de la edición cristiana. Todo esto en el marco de una gran crisis, resultado de una estrategia financiera a escala planetaria que está sumiendo al mundo en el caos y la destrucción más absolutos. Tal es así que estamos retrocediendo un siglo en niveles logros sociales y de humanidad. La codicia lo devora todo y el dios Mamón se ríe en las alturas confiado en su victoria total.
Pero volvamos a nuestra pesquisa:
¿Qué fundamentos bíblicos pueden iluminar la empresa editorial de modo que ésta pueda desarrollarse de un modo eficaz en armonía con los fines a los que sirve?
El Evangelio de Lucas tiene la respuesta: “…después de haber investigado con diligencia todas las cosas desde su origen, escribírtelas por orden, oh excelentísimo Teófilo, para que conozcas bien la verdad de las cosas en las cuales has sido instruido” (Lc. 1:3-4; cf. Hch. 1:1).
Aquí tenemos al autor que escribe y el lector en el que el autor piensa y al que dirige. De momento nos falta el editor. Parece que no existe, todo da a entender que se trata de una intercambio privado entre Lucas y Teófilo. Sin que intervenga nadie más. Pero el editor está ahí, aunque no lo veamos. Es cierto que el texto bíblico sólo menciona a un escritor, Lucas, que se dirige a una persona individual, con carácter privado y con una preocupación muy definida: “que conozcas bien la verdad de las cosas en las cuales has sido instruido”. Sin embargo, aquello no quedo en secreto. Bien pronto, aquel escrito dirigido a Teófilo fue conocido por muchas otras personas y comunidades, hasta el punto de convertirse en un libro que fue aceptado por la iglesias como parte del canon cristiano. ¿Cómo fue así? Sabemos que los libros no se producen solos. En el caso de Lucas intervino, indudablemente, un editor anónimo, gracias al cual su Evangelio ha sido leído por miles y miles de lectores a lo largo de los siglos. Y lo que decimos de Lucas se hace extensible al resto de escritos del Nuevo Testamento. Ahí tenemos al editor en el texto bíblico como correa transmisora del mismo.
La edición consiste esencialmente en un autor que escribe, un lector que lee lo que el autor le escribe —a veces, todavía hoy, el autor tiene en mente un solo autor ideal—, y un editor que hace extensible a todos los posibles interesados esa comunicación. En la antigüedad, el editor solía ser el mismo escritor, ayudado por sus siervos o esclavos que hacían copias de sus escritos para los amigos y posibles clientes. Estos son los orígenes del trabajo editorial. A partir de aquí, todo muy rudimentario y artesanal, surge la empresa editorial. El escritor metido a editor ya no publica sólo sus propias obras, sino de aquellos que le confían sus escritos para que los de a conocer mediante el sistema de copias y que él acepta como dignos de darse a conocer. El editor abrirá una pequeña tienda donde anuncia los nuevos títulos a disposición del pública y se encargará mediante mensajeros de hacer conocer a sus clientes la publicación de nuevos volúmenes. El editor es al mismo tiempo el impresor, el anunciante y el librero, y curiosamente esta asociación a permaneció durante muchos siglos, incluso después del invención de la imprenta.
Gracias al editor, el escrito dirigido en principio a un reducido número de interesados, se amplía para alcanzar a un número indefinido y extenso, disperso en el tiempo y el espacio, al que también interesa lo que un determinado autor en un determinado momento escribe para un determinado lector. Esta es la magia de la edición, y en eso ha cambiado muy poco.
Toda la producción literaria de los primeros siglos de la era cristiana tiene ese carácter individual y sin falsas pretensiones de impresionar a un público extenso o de buscar clientes o admiradores. Su motivación primaria es comunicar ideas inmediatas a un lector inmediato, mediante un proceso de estudio diligente. El gran y prolífico san Agustín, por ejemplo, escribe libros y tratados porque un individuo o un pastor preocupado le ha preguntado su opinión sobre este o aquel tema, ya sea la herejía donatista, la doctrina de la Trinidad o la creación del mundo. Y como resulta que lo él respondió a ese individuo concreto responde a la vez al interrogante e inquietudes de muchos otros individuos anónimos que se interesan por las mismas o parecidas cuestiones, la obra de san Agustín, escrita en principio por motivos privados, se convierte en dominio público gracias a la multiplicación de copias puesta en marcha por la empresa editorial, contribuyendo así a la creación de la cultura cristiana, que ha forjado Occidente en estos dos últimos milenios.
La demanda de libros era tan grande por los estudiantes, las iglesias, los monasterios, el público culto, que una y otra vez los editores buscaron la mejor manera de acelerar el proceso de copiado para satisfacer la demanda, hasta que Guttenberg, en una carrera a contra reloj contra sus competidores, dio con la imprenta de tipos móviles que revolucionó el mundo de la edición. Los impresores jugaron un papel muy importante en la edición y distribución de libros y durante siglos ellos fueron los que dominaron el negocio editorial. Todas las grandes editoriales del pasado eran a la vez imprentas que competían por la calidad de sus textos, de su encuadernación y de su distribución. Publicar en los talleres de tal o cual firma decía mucho sobre la calidad del texto y del contenido.
Los cristianos fueron desde el principio un pueblo lector. A veces tenemos imágenes deformadas y muy negativas de la Edad Media y los siglos anteriores a la Reforma, como un tiempo de tinieblas e ignorancia. Nada más lejos de la realidad. Fue un tiempo de universidades y de pasión por el conocimiento, de discusión teológica sin fin.
En nuestros días es común hablar de las grandes obras de la Patrística, los escritos de la Padres Apostólicos, de Ireneo, de Clemente, de Orígenes, de Agustín, de Juan Crisóstomo, de Tertuliano, de Cipriano de Cártago, etc. Todavía hoy se siguen publicado y estudiando. Eso está bien, pero si nos conformamos con ella, nos da una imagen incompleta de lo que significó el mundo del libro en el cristianismo antiguo. La Patrística es el resultado de una labor de teólogos y clérigos dirigida a su propio círculo, mientras que en la base, entre el vulgo y el pueblo floreció una literatura cuyo éxito sólo es equiparable a los libros de caballería de los que nos habla Cervantes y a las novelas policíacas de nuestros días.
Me refiero a las historias y leyendas de los mártires, donde se mezcla la fantasía y la verdad. Son la precursoras de la novela histórica. Y durante siglos gozaron del favor del público, forjando la mentalidad y el espíritu de los pueblos. Su ecos llegan hasta santa Teresa de Jesús. Un anécdota nos cuenta que se fugó de su casa en compañía de su hermano pequeño Rodrigo para ir a morir como mártires en tierra de moros, a imitación de los santos mártires de los que le leían la vida. Y no hay que irnos tan para atrás, en mis días de colegial, nos instruían con esas mismas historias de mártires, y más de uno pensamos seriamente en apuntarnos a las misioneros para entregar nuestra vida por Cristo.
Así, pues, y para abreviar, el libro no sólo un objeto de consumo para rellenar los momento de ocio o de aburrimiento, es un instrumento eficaz para forjar el carácter, cambiar vidas e incluso el curso de la historia. Bien pensado, son objetos peligrosos, por eso a lo largo de la historia han sido prohibidos y quemados, pero ese es otro tema.
Vayamos ahora a por el siglo XXI que es en el que estamos.
En el los últimos años el mundo editorial ha experimentado cambios muy importantes. Para ilustrarlos me remitiré, no a mi experiencia, que es reducida, sino a la de André Schiffrin, de quien se ha dicho que no debe de haber muchos hombres que conozcan mejor el mundo de la edición que él. Le viene de familia. Su padre, Jacques Schiffrin, de origen judío, fundó la mítica colección de La Pléiade, que luego se integraría en Gallimard.
André Schiffrin fue contratadó por Pantheon Books en la década de los 60, que recién había sido comprada por Random House. Estuvo al frente de la empresa los siguientes 30 años.
En los 80, Pantheon cambió de dueño: primero la compró la RCA y luego S.I. Newhouse, grupo empresarial de Condé Nast. Nombraron director de la empresa a un banquero que se vanagloriaba de estar siempre demasiado ocupado como para leer un libro: “Su despacho se hallaba higiénicamente libre de esos objetos ofensivos que acumulan polvo y adornado solo con una foto de su yate”. A pesar de ser el responsable de dos grandes éxitos comerciales -Los Simpson, de Matt Groening y Maus, de Art Spiegelman- Schiffrin dejó Pantheon y fundó The New Press, su última aventura editorial en Estados Unidos... Siga leyendo
Alfonso Ropero Berzosa
Director Editorial de CLIE. Dr. en Filosofía (Sant Alcuin University College, Oxford Term, Inglaterra). Autor de Filosofía y cristianismo; Introducción a la filosofía; La renovación de la fe en la unidad de la Iglesia; Mártires y perseguidores.
El título de este artículo tiene que ver con los desafíos para la literatura cristiana a los que se enfrenta la iglesia contemporánea. Desde mi punto de vista de lector y editor, y una larga experiencia pastoral, el desafío más grande es, para decirlo claramente y desde el principio, que las iglesias se tomen en serio la literatura cristiana. Que no estén tranquilas cuando los creyentes no leen ni lo mínimo imprescindible para su formación como cristianos que conozcan lo que la Biblia enseña y lo que implica su enseñanza en los distintos campos en que cada cual se mueve y los retos que la cultura moderna plantea a la fe y ética cristianas.
El desafío de la literatura cristiana en las iglesias es hacer entender nadie tiene excusas, y menos que nadie los pastores y responsables de la predicación y enseñanza en todos los niveles, de una formación continua y actualizada en la fe cristiana. Que no valga como excusa la falta de tiempo, cuando se domina hasta el mínimo detalle el funcionamiento de los nuevos cachivaches electrónicos. Es una gracia sin gracia que muchos pastores se contenten con los libros y apuntes que tomaron en su día de estudiantes. Mal médico sería el que no está al día de los progresos de la medicina; mal maestro es el que no se preocupa de mantenerse informado de los avances pedagógicos; y el pastor que es médico, maestro, consejero, padre y amigo a la vez, si se contenta con menos que profesionales de otros oficios difícilmente podrá desempeñar bien su ministerio, no el ministerio que se espera de él, sino aquel para el que Dios le ha llamado. Calvino decía que si el pastor se contenta con hacer lo que debe hacer sin esforzarse en ir más allá, será descalificado para el ministerio. Pero no vamos a extendernos en acusaciones. Ya hay bastantes profetas del mal humor y de la condenación. Nos interesan las soluciones. Los desafíos son ocasiones para replantearse rutinas y avanzar hacia algo mejor.
A mí me parece que las iglesias no se toman en serio la literatura cristiana simplemente por ignorancia, porque no han captado la importancia de la literatura y la cultura que esta transmite, o debería transmitir. Cuando la literatura es cristiana juega un papel muy importante en la vida de la iglesia y su misión en el mundo. Por eso, antes de nada, hay que comenzar preguntándonos si hay un fundamento bíblico para la existencia de editoriales, encargadas de la producción de literatura cristiana, o si simplemente las editoriales y su labor obedece a un movimiento mercantil, un negocio más con vistas a las ganancias, en cuyo caso que ellas se apañen por su cuenta como mejor puedan, con campañas de publicidad y marketing.
Pero si la Biblia tiene que decir algo al respecto, la cosa cambia. No es lo mismo que la empresa editorial se vea reflejada, e incluso apoyada en la Biblia, o no. Si es ajena, caería en la categoría de los adiaphora o “asuntos indiferentes”, que da lo mismo que existan o que desaparezcan —los más radicales dirían que lo que no se puede probar con la Biblia es contrario a ella, y aquí meten por igual a Colegios y Seminarios Bíblicas, Escuelas Dominicales, Agencias Misioneras…
Pero si la empresa editorial se ve refrendada por la Biblia, esto significaría que hay elementos para tomársela en serio y apoyarla como se merece, individual y comunitariamente. Si la empresa editorial forma parte integrante de la misión cristiana, entonces hay motivos morales y espirituales para preocuparse de ella más allá del éxito o fracaso en las ventas. Importa saberlo, porque la motivación correcta es una de las claves del éxito en todo tipo de actividades. La motivación correcta nos puede ayudar a esquivar los peligros a los que actualmente se enfrenta el mundo de la edición y de la literatura cristiana.
Estamos en una época de cambios económicos transcendentales que ponen en riesgo el futuro de la edición cristiana. Todo esto en el marco de una gran crisis, resultado de una estrategia financiera a escala planetaria que está sumiendo al mundo en el caos y la destrucción más absolutos. Tal es así que estamos retrocediendo un siglo en niveles logros sociales y de humanidad. La codicia lo devora todo y el dios Mamón se ríe en las alturas confiado en su victoria total.
Pero volvamos a nuestra pesquisa:
¿Qué fundamentos bíblicos pueden iluminar la empresa editorial de modo que ésta pueda desarrollarse de un modo eficaz en armonía con los fines a los que sirve?
El Evangelio de Lucas tiene la respuesta: “…después de haber investigado con diligencia todas las cosas desde su origen, escribírtelas por orden, oh excelentísimo Teófilo, para que conozcas bien la verdad de las cosas en las cuales has sido instruido” (Lc. 1:3-4; cf. Hch. 1:1).
Aquí tenemos al autor que escribe y el lector en el que el autor piensa y al que dirige. De momento nos falta el editor. Parece que no existe, todo da a entender que se trata de una intercambio privado entre Lucas y Teófilo. Sin que intervenga nadie más. Pero el editor está ahí, aunque no lo veamos. Es cierto que el texto bíblico sólo menciona a un escritor, Lucas, que se dirige a una persona individual, con carácter privado y con una preocupación muy definida: “que conozcas bien la verdad de las cosas en las cuales has sido instruido”. Sin embargo, aquello no quedo en secreto. Bien pronto, aquel escrito dirigido a Teófilo fue conocido por muchas otras personas y comunidades, hasta el punto de convertirse en un libro que fue aceptado por la iglesias como parte del canon cristiano. ¿Cómo fue así? Sabemos que los libros no se producen solos. En el caso de Lucas intervino, indudablemente, un editor anónimo, gracias al cual su Evangelio ha sido leído por miles y miles de lectores a lo largo de los siglos. Y lo que decimos de Lucas se hace extensible al resto de escritos del Nuevo Testamento. Ahí tenemos al editor en el texto bíblico como correa transmisora del mismo.
La edición consiste esencialmente en un autor que escribe, un lector que lee lo que el autor le escribe —a veces, todavía hoy, el autor tiene en mente un solo autor ideal—, y un editor que hace extensible a todos los posibles interesados esa comunicación. En la antigüedad, el editor solía ser el mismo escritor, ayudado por sus siervos o esclavos que hacían copias de sus escritos para los amigos y posibles clientes. Estos son los orígenes del trabajo editorial. A partir de aquí, todo muy rudimentario y artesanal, surge la empresa editorial. El escritor metido a editor ya no publica sólo sus propias obras, sino de aquellos que le confían sus escritos para que los de a conocer mediante el sistema de copias y que él acepta como dignos de darse a conocer. El editor abrirá una pequeña tienda donde anuncia los nuevos títulos a disposición del pública y se encargará mediante mensajeros de hacer conocer a sus clientes la publicación de nuevos volúmenes. El editor es al mismo tiempo el impresor, el anunciante y el librero, y curiosamente esta asociación a permaneció durante muchos siglos, incluso después del invención de la imprenta.
Gracias al editor, el escrito dirigido en principio a un reducido número de interesados, se amplía para alcanzar a un número indefinido y extenso, disperso en el tiempo y el espacio, al que también interesa lo que un determinado autor en un determinado momento escribe para un determinado lector. Esta es la magia de la edición, y en eso ha cambiado muy poco.
Toda la producción literaria de los primeros siglos de la era cristiana tiene ese carácter individual y sin falsas pretensiones de impresionar a un público extenso o de buscar clientes o admiradores. Su motivación primaria es comunicar ideas inmediatas a un lector inmediato, mediante un proceso de estudio diligente. El gran y prolífico san Agustín, por ejemplo, escribe libros y tratados porque un individuo o un pastor preocupado le ha preguntado su opinión sobre este o aquel tema, ya sea la herejía donatista, la doctrina de la Trinidad o la creación del mundo. Y como resulta que lo él respondió a ese individuo concreto responde a la vez al interrogante e inquietudes de muchos otros individuos anónimos que se interesan por las mismas o parecidas cuestiones, la obra de san Agustín, escrita en principio por motivos privados, se convierte en dominio público gracias a la multiplicación de copias puesta en marcha por la empresa editorial, contribuyendo así a la creación de la cultura cristiana, que ha forjado Occidente en estos dos últimos milenios.
La demanda de libros era tan grande por los estudiantes, las iglesias, los monasterios, el público culto, que una y otra vez los editores buscaron la mejor manera de acelerar el proceso de copiado para satisfacer la demanda, hasta que Guttenberg, en una carrera a contra reloj contra sus competidores, dio con la imprenta de tipos móviles que revolucionó el mundo de la edición. Los impresores jugaron un papel muy importante en la edición y distribución de libros y durante siglos ellos fueron los que dominaron el negocio editorial. Todas las grandes editoriales del pasado eran a la vez imprentas que competían por la calidad de sus textos, de su encuadernación y de su distribución. Publicar en los talleres de tal o cual firma decía mucho sobre la calidad del texto y del contenido.
Los cristianos fueron desde el principio un pueblo lector. A veces tenemos imágenes deformadas y muy negativas de la Edad Media y los siglos anteriores a la Reforma, como un tiempo de tinieblas e ignorancia. Nada más lejos de la realidad. Fue un tiempo de universidades y de pasión por el conocimiento, de discusión teológica sin fin.
En nuestros días es común hablar de las grandes obras de la Patrística, los escritos de la Padres Apostólicos, de Ireneo, de Clemente, de Orígenes, de Agustín, de Juan Crisóstomo, de Tertuliano, de Cipriano de Cártago, etc. Todavía hoy se siguen publicado y estudiando. Eso está bien, pero si nos conformamos con ella, nos da una imagen incompleta de lo que significó el mundo del libro en el cristianismo antiguo. La Patrística es el resultado de una labor de teólogos y clérigos dirigida a su propio círculo, mientras que en la base, entre el vulgo y el pueblo floreció una literatura cuyo éxito sólo es equiparable a los libros de caballería de los que nos habla Cervantes y a las novelas policíacas de nuestros días.
Me refiero a las historias y leyendas de los mártires, donde se mezcla la fantasía y la verdad. Son la precursoras de la novela histórica. Y durante siglos gozaron del favor del público, forjando la mentalidad y el espíritu de los pueblos. Su ecos llegan hasta santa Teresa de Jesús. Un anécdota nos cuenta que se fugó de su casa en compañía de su hermano pequeño Rodrigo para ir a morir como mártires en tierra de moros, a imitación de los santos mártires de los que le leían la vida. Y no hay que irnos tan para atrás, en mis días de colegial, nos instruían con esas mismas historias de mártires, y más de uno pensamos seriamente en apuntarnos a las misioneros para entregar nuestra vida por Cristo.
Así, pues, y para abreviar, el libro no sólo un objeto de consumo para rellenar los momento de ocio o de aburrimiento, es un instrumento eficaz para forjar el carácter, cambiar vidas e incluso el curso de la historia. Bien pensado, son objetos peligrosos, por eso a lo largo de la historia han sido prohibidos y quemados, pero ese es otro tema.
Vayamos ahora a por el siglo XXI que es en el que estamos.
En el los últimos años el mundo editorial ha experimentado cambios muy importantes. Para ilustrarlos me remitiré, no a mi experiencia, que es reducida, sino a la de André Schiffrin, de quien se ha dicho que no debe de haber muchos hombres que conozcan mejor el mundo de la edición que él. Le viene de familia. Su padre, Jacques Schiffrin, de origen judío, fundó la mítica colección de La Pléiade, que luego se integraría en Gallimard.
André Schiffrin fue contratadó por Pantheon Books en la década de los 60, que recién había sido comprada por Random House. Estuvo al frente de la empresa los siguientes 30 años.
En los 80, Pantheon cambió de dueño: primero la compró la RCA y luego S.I. Newhouse, grupo empresarial de Condé Nast. Nombraron director de la empresa a un banquero que se vanagloriaba de estar siempre demasiado ocupado como para leer un libro: “Su despacho se hallaba higiénicamente libre de esos objetos ofensivos que acumulan polvo y adornado solo con una foto de su yate”. A pesar de ser el responsable de dos grandes éxitos comerciales -Los Simpson, de Matt Groening y Maus, de Art Spiegelman- Schiffrin dejó Pantheon y fundó The New Press, su última aventura editorial en Estados Unidos... Siga leyendo
Alfonso Ropero Berzosa
Director Editorial de CLIE. Dr. en Filosofía (Sant Alcuin University College, Oxford Term, Inglaterra). Autor de Filosofía y cristianismo; Introducción a la filosofía; La renovación de la fe en la unidad de la Iglesia; Mártires y perseguidores.
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