Por. Octavio J. Esqueda, EE.UU*
En los Estados Unidos la frase “el jardín del vecino siempre está más verde” es muy común porque ejemplifica correctamente la percepción que la mayoría de la gente tiene de la realidad. No importa lo que uno haga siempre habrá otro que lo haga mejor; no importa lo que uno compre, siempre habrá otro que tenga algo mejor; no importa lo mucho que uno se esfuerce, siempre habrá alguien mejor en alguna área. Esta situación produce algo tan común como destructivo en nosotros, la envidia.
La persona envidiosa tiene resentimiento por los dones de los demás porque son superiores a los suyos. Cuando uno se compara con los demás, esta superioridad resalta lo más doloroso de todo, nuestra inferioridad y, por lo tanto, nuestra falta de amor propio. La envidia normalmente se centra en lo que pensamos que somos y lo inadecuados que nos sentimos aunque se disfrace en cosas exteriores que no poseemos. La envidia es una clara manifestación de nuestra fragilidad y produce una emoción punzante que crea un resentimiento por ver los logros de los demás junto con un deseo por verlos fracasar.
Por ser un pecado enraizado en lo más profundo de nuestro ser y ser capaz de originar muchos más, la tradición cristiana clasificaba a la envidia como uno de los siete pecados capitales. A pesar de que el monje Evagrius Ponticus (345-399 d.C.) no incluyó a la envidia como de los “pensamientos” capitales cuando diseñó la primera lista de pecados centrales que originan otros, desde que Gregorio el Grande (540-604 d.C.) añadió este pecado a la lista, posiblemente porque es un pecado urbano o social ya que la propiedad privada no era común en el desierto en donde el monje Evagrius vivía, la envidia ha sido catalogada como un pecado tan común como destructor.
Así que, la envidia “de la buena” como comúnmente se menciona no existe; la envidia es siempre mala y pecaminosa. Normalmente tenemos la tendencia a envidiar a los que se encuentran cerca de nosotros y quizá inconscientemente consideramos nuestros rivales. Envidiamos a nuestros compañeros de trabajo, el sueldo de nuestro jefe, al otro equipo de fútbol de nuestra ciudad o país, la casa del vecino, el éxito de un familiar o amigo, a nuestros familiares y lo que es peor en ocasiones a nuestros mismos esposos o seres queridos. Somos envidiosos por el deseo de ser superiores ya que erróneamente basamos nuestro valor y autoestima en que los demás no nos ganen y así exhiban nuestras debilidades.
Los celos y la envidia no son lo mismo aunque en muchas ocasiones se pueden confundir. La Biblia nos dice que Dios es un Dios celoso (Éxodo 34:14) ya que los celos pueden representar una indignación justa por algo de lo que se tiene el derecho de reclamar. Dios, como nuestro Creador y Padre amoroso, desea nuestra adoración incondicional. Un esposo puede legítimamente estar celoso del afecto de su esposa. Los celos divinos siempre son buenos y los humanos desgraciadamente en muchas ocasiones se convierten en algo dañino. La envidia siempre es una muestra de impotencia por algo que nos falta e incorrectamente pensamos que tenemos el derecho de poseerlo.
La envidia es un pecado capital porque va totalmente en contra del amor a Dios, al prójimo y a nosotros mismos. La envidia es lo opuesto al amor o caridad y, por lo tanto, al gran mandamiento (Mateo 22:36-40). El orgullo es la base de la envidia porque la persona envidiosa basa su valor equivocadamente en sí misma y no en Dios. La caridad nos une a Dios y a los demás mientras que la envidia nos aísla de nuestro prójimo. Al destruir nuestras relaciones interpersonales, la envidia se aparta del modelo de comunidad del Dios trino en cuya imagen hemos sido creados.
La base para combatir la envidia es reconocer que nuestro valor se encuentra en lo que somos en Dios y no en lo que podamos hacer o adquirir. La Biblia afirma que los que tenemos fe en Cristo tenemos el privilegio de ser hijos de Dios (1 Juan 3:1-2). Somos valiosos por lo que somos y no por lo que hacemos. No necesitamos compararnos con nadie o conseguir algo para que Dios nos ame o ser valiosos. Dios en su gracia nos da dones y habilidades (Efesios 2:10; Santiago 1:17) y solamente él determina nuestra función en su iglesia de acuerdo a los dones que nos dio (1 Co. 12:11). La envidia se centra en lo que carecemos mientras que el amor o caridad se basa en lo que ya somos en Dios.
La envidia es un pecado que se gesta en secreto porque al reconocer que somos envidiosos revelamos nuestro sentimiento de inferioridad. El amor y el contentamiento, por otro lado, se manifiestan en público y dan refrigerio a los que nos rodean. La envidia es un hábito pecaminoso que nos aísla y nunca nos satisface; la gratitud y el contentamiento nos unen y nos dan la oportunidad de vivir la vida a plenitud. La envidia nos esclaviza; el amor a Dios, a nuestro prójimo y a nosotros mismos nos libera. ¿Qué tipo de persona quiere ser usted?
*El Dr. Octavio J. Esqueda es el profesor de Fundamentos de la Educación de Southwestern Baptist Theological Seminary.
En los Estados Unidos la frase “el jardín del vecino siempre está más verde” es muy común porque ejemplifica correctamente la percepción que la mayoría de la gente tiene de la realidad. No importa lo que uno haga siempre habrá otro que lo haga mejor; no importa lo que uno compre, siempre habrá otro que tenga algo mejor; no importa lo mucho que uno se esfuerce, siempre habrá alguien mejor en alguna área. Esta situación produce algo tan común como destructivo en nosotros, la envidia.
La persona envidiosa tiene resentimiento por los dones de los demás porque son superiores a los suyos. Cuando uno se compara con los demás, esta superioridad resalta lo más doloroso de todo, nuestra inferioridad y, por lo tanto, nuestra falta de amor propio. La envidia normalmente se centra en lo que pensamos que somos y lo inadecuados que nos sentimos aunque se disfrace en cosas exteriores que no poseemos. La envidia es una clara manifestación de nuestra fragilidad y produce una emoción punzante que crea un resentimiento por ver los logros de los demás junto con un deseo por verlos fracasar.
Por ser un pecado enraizado en lo más profundo de nuestro ser y ser capaz de originar muchos más, la tradición cristiana clasificaba a la envidia como uno de los siete pecados capitales. A pesar de que el monje Evagrius Ponticus (345-399 d.C.) no incluyó a la envidia como de los “pensamientos” capitales cuando diseñó la primera lista de pecados centrales que originan otros, desde que Gregorio el Grande (540-604 d.C.) añadió este pecado a la lista, posiblemente porque es un pecado urbano o social ya que la propiedad privada no era común en el desierto en donde el monje Evagrius vivía, la envidia ha sido catalogada como un pecado tan común como destructor.
Así que, la envidia “de la buena” como comúnmente se menciona no existe; la envidia es siempre mala y pecaminosa. Normalmente tenemos la tendencia a envidiar a los que se encuentran cerca de nosotros y quizá inconscientemente consideramos nuestros rivales. Envidiamos a nuestros compañeros de trabajo, el sueldo de nuestro jefe, al otro equipo de fútbol de nuestra ciudad o país, la casa del vecino, el éxito de un familiar o amigo, a nuestros familiares y lo que es peor en ocasiones a nuestros mismos esposos o seres queridos. Somos envidiosos por el deseo de ser superiores ya que erróneamente basamos nuestro valor y autoestima en que los demás no nos ganen y así exhiban nuestras debilidades.
Los celos y la envidia no son lo mismo aunque en muchas ocasiones se pueden confundir. La Biblia nos dice que Dios es un Dios celoso (Éxodo 34:14) ya que los celos pueden representar una indignación justa por algo de lo que se tiene el derecho de reclamar. Dios, como nuestro Creador y Padre amoroso, desea nuestra adoración incondicional. Un esposo puede legítimamente estar celoso del afecto de su esposa. Los celos divinos siempre son buenos y los humanos desgraciadamente en muchas ocasiones se convierten en algo dañino. La envidia siempre es una muestra de impotencia por algo que nos falta e incorrectamente pensamos que tenemos el derecho de poseerlo.
La envidia es un pecado capital porque va totalmente en contra del amor a Dios, al prójimo y a nosotros mismos. La envidia es lo opuesto al amor o caridad y, por lo tanto, al gran mandamiento (Mateo 22:36-40). El orgullo es la base de la envidia porque la persona envidiosa basa su valor equivocadamente en sí misma y no en Dios. La caridad nos une a Dios y a los demás mientras que la envidia nos aísla de nuestro prójimo. Al destruir nuestras relaciones interpersonales, la envidia se aparta del modelo de comunidad del Dios trino en cuya imagen hemos sido creados.
La base para combatir la envidia es reconocer que nuestro valor se encuentra en lo que somos en Dios y no en lo que podamos hacer o adquirir. La Biblia afirma que los que tenemos fe en Cristo tenemos el privilegio de ser hijos de Dios (1 Juan 3:1-2). Somos valiosos por lo que somos y no por lo que hacemos. No necesitamos compararnos con nadie o conseguir algo para que Dios nos ame o ser valiosos. Dios en su gracia nos da dones y habilidades (Efesios 2:10; Santiago 1:17) y solamente él determina nuestra función en su iglesia de acuerdo a los dones que nos dio (1 Co. 12:11). La envidia se centra en lo que carecemos mientras que el amor o caridad se basa en lo que ya somos en Dios.
La envidia es un pecado que se gesta en secreto porque al reconocer que somos envidiosos revelamos nuestro sentimiento de inferioridad. El amor y el contentamiento, por otro lado, se manifiestan en público y dan refrigerio a los que nos rodean. La envidia es un hábito pecaminoso que nos aísla y nunca nos satisface; la gratitud y el contentamiento nos unen y nos dan la oportunidad de vivir la vida a plenitud. La envidia nos esclaviza; el amor a Dios, a nuestro prójimo y a nosotros mismos nos libera. ¿Qué tipo de persona quiere ser usted?
*El Dr. Octavio J. Esqueda es el profesor de Fundamentos de la Educación de Southwestern Baptist Theological Seminary.
Fuente: Obrero fiel
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