Por. Amable Morales, España*
Diferencias que nada tienen que ver con la dignidad ni con la imagen divina que ambos comparten, y que en modo alguno guardan relación con el dominio, la imposición y la violencia, que son resultados de la caída. También hemos considerado el propio ejemplo de Cristo, puesto por Dios mismo en su Palabra como modelo para entender esa diferenciación funcional según el Creador, y no según la mente afectada por el pecado: Siendo uno en esencia con el Padre, se sometió a Él para ganar nuestra salvación. Un sometimiento que en nada altera ni condiciona su gloria, majestad y señorío, sino que precisamente los exalta y sublima.
Como pueblo de Dios –con las limitaciones propias de nuestra naturaleza caída de la que aún no hemos sido liberados- la Iglesia ha de ser la manifestación anticipada de los valores del Reino a esta sociedad regida por Satanás. Es por eso que, en una sociedad en la que prima la venganza, hemos de manifestarnos como una comunidad de perdón. Frente al imperio de la mentira, hemos de guiarnos por la verdad. En contraste con el egoísmo innato de nuestra naturaleza, debemos mostrar la misericordia hacia los necesitados. Ante la tendencia humana a rechazar al diferente, tenemos que reflejar un amor que no hace acepción de personas… Porque todo ello son señas inherentes del Reino, y reflejo del carácter de su Rey.
Y en ese mismo sentido tenemos que mostrar la realidad de un orden funcional varón-mujer, que nada tiene que ver con los criterios de esta sociedad. Que no guarda relación alguna con el dominio abusivo y despreciativo del hombre sobre la mujer. Pero que tampoco la tiene con esa idea igualitaria con la que esta sociedad responde frente a las aberrantes prácticas anteriores.
Dios ha establecido un orden de autoridad, sin referencias a cuestiones jerárquicas con las que generalmente lo asociamos. Es la autoridad ejemplificada en la relación del Padre con el Hijo, o de éste con su Iglesia: No hay jerarquía, no hay imposición, no hay violencia. Tan solo hay amor y entrega.
Es una autoridad y una relación funcional que precisan de la obra regeneradora del Espíritu Santo, pues se trata de recuperar el modelo de Dios antes del pecado. Es por eso que tales relaciones solo pueden darse en el ámbito de la Iglesia, pues solo los redimidos cuentan con el ministerio del Espíritu.
Es evidente que hay una extensísima variedad de prácticas sobre este tema en nuestras congregaciones, diversidad que se observa incluso dentro de cada “familia denominacional”. Y es que cada iglesia local –bajo la dirección de sus responsables pastorales- ha de encontrar el modo de desarrollar sus ministerios según la conciencia a la que el Señor le guíe.
Pero, en cualquier caso, una conciencia que debemos basarla en la Palabra de Dios, afirmando aquellos principios que nos han sido revelados. Guiar nuestras prácticas eclesiales desde una posición de discriminación y menosprecio de las hermanas, nos será contado como pecado merecedor del juicio de Dios. Pero hacerlo desde una posición “igualitaria”, negando la diferenciación con la que Dios quiso crearnos, nos llevará al mismo juicio.
“Lo que se ha hecho siempre” nunca puede ser la base de nuestros criterios… “Lo que entiende nuestra sociedad” tampoco se puede convertir en el cimiento de nuestras decisiones y prácticas . Tan solo la voluntad de Dios –expresada en su Palabra y entendida por medio de la oración- ha de ser nuestra referencia, aunque un mundo sin Dios no pueda comprenderla.
Sería una osadía atreverse a pontificar sobre el modelo exacto que cada iglesia local deba seguir en cuanto al ministerio de la mujer. Pero sí podemos afirmar que hay un principio de autoridad establecido por Dios para su Iglesia, que somos llamados a guardar y mostrar.
El modo en que cada congregación exprese públicamente ese principio de autoridad, es su privilegio y responsabilidad. Pero nunca desde la negación de tal principio
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Esta serie es la respuesta a otra de Luis Marián sobre “Mujer y Biblia”
Diferencias que nada tienen que ver con la dignidad ni con la imagen divina que ambos comparten, y que en modo alguno guardan relación con el dominio, la imposición y la violencia, que son resultados de la caída. También hemos considerado el propio ejemplo de Cristo, puesto por Dios mismo en su Palabra como modelo para entender esa diferenciación funcional según el Creador, y no según la mente afectada por el pecado: Siendo uno en esencia con el Padre, se sometió a Él para ganar nuestra salvación. Un sometimiento que en nada altera ni condiciona su gloria, majestad y señorío, sino que precisamente los exalta y sublima.
Como pueblo de Dios –con las limitaciones propias de nuestra naturaleza caída de la que aún no hemos sido liberados- la Iglesia ha de ser la manifestación anticipada de los valores del Reino a esta sociedad regida por Satanás. Es por eso que, en una sociedad en la que prima la venganza, hemos de manifestarnos como una comunidad de perdón. Frente al imperio de la mentira, hemos de guiarnos por la verdad. En contraste con el egoísmo innato de nuestra naturaleza, debemos mostrar la misericordia hacia los necesitados. Ante la tendencia humana a rechazar al diferente, tenemos que reflejar un amor que no hace acepción de personas… Porque todo ello son señas inherentes del Reino, y reflejo del carácter de su Rey.
Y en ese mismo sentido tenemos que mostrar la realidad de un orden funcional varón-mujer, que nada tiene que ver con los criterios de esta sociedad. Que no guarda relación alguna con el dominio abusivo y despreciativo del hombre sobre la mujer. Pero que tampoco la tiene con esa idea igualitaria con la que esta sociedad responde frente a las aberrantes prácticas anteriores.
Dios ha establecido un orden de autoridad, sin referencias a cuestiones jerárquicas con las que generalmente lo asociamos. Es la autoridad ejemplificada en la relación del Padre con el Hijo, o de éste con su Iglesia: No hay jerarquía, no hay imposición, no hay violencia. Tan solo hay amor y entrega.
Es una autoridad y una relación funcional que precisan de la obra regeneradora del Espíritu Santo, pues se trata de recuperar el modelo de Dios antes del pecado. Es por eso que tales relaciones solo pueden darse en el ámbito de la Iglesia, pues solo los redimidos cuentan con el ministerio del Espíritu.
Es evidente que hay una extensísima variedad de prácticas sobre este tema en nuestras congregaciones, diversidad que se observa incluso dentro de cada “familia denominacional”. Y es que cada iglesia local –bajo la dirección de sus responsables pastorales- ha de encontrar el modo de desarrollar sus ministerios según la conciencia a la que el Señor le guíe.
Pero, en cualquier caso, una conciencia que debemos basarla en la Palabra de Dios, afirmando aquellos principios que nos han sido revelados. Guiar nuestras prácticas eclesiales desde una posición de discriminación y menosprecio de las hermanas, nos será contado como pecado merecedor del juicio de Dios. Pero hacerlo desde una posición “igualitaria”, negando la diferenciación con la que Dios quiso crearnos, nos llevará al mismo juicio.
“Lo que se ha hecho siempre” nunca puede ser la base de nuestros criterios… “Lo que entiende nuestra sociedad” tampoco se puede convertir en el cimiento de nuestras decisiones y prácticas . Tan solo la voluntad de Dios –expresada en su Palabra y entendida por medio de la oración- ha de ser nuestra referencia, aunque un mundo sin Dios no pueda comprenderla.
Sería una osadía atreverse a pontificar sobre el modelo exacto que cada iglesia local deba seguir en cuanto al ministerio de la mujer. Pero sí podemos afirmar que hay un principio de autoridad establecido por Dios para su Iglesia, que somos llamados a guardar y mostrar.
El modo en que cada congregación exprese públicamente ese principio de autoridad, es su privilegio y responsabilidad. Pero nunca desde la negación de tal principio
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Esta serie es la respuesta a otra de Luis Marián sobre “Mujer y Biblia”
Autores: Amable Morales
© Protestante Digital 2011
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