Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México
Un mensaje que, en medio de la represión y la tortura, habla del Crucificado como si no tuviera nada que ver con los pobres crucificados de la historia o que, en la creciente destrucción y marginación de grandes sectores de la población, presenta a Jesucristo como si nada hubiera dicho de ese tema, como si el Espíritu Santo no hubiera sido el que descendió sobre Amós, Oseas y Santiago, como si los que sufren y mueren no fueran “imagen y semejanza” del Creador, no merece ser llamado evangélico.
J.M.B., Rostros del protestantismo latinoamericano. Buenos Aires-Grand Rapids, Nueva Creación-Eerdmans, 1995, p. 139.
Con la partida de José Míguez Bonino, la teología protestante latinoamericana entra a una muy necesaria fase de transición y recapitulación porque su aportación ya establecida como gran suma de reflexión y análisis contextual está esperando el acecho de una lectura dialogante y crítica como lo que es: un puente entre posturas divergentes, pero siempre fiel al evangelio de Jesucristo. Pocos como él (acaso Orlando Costas y Mortimer Arias en varios momentos) consiguieron, ya no digamos el consenso o la aceptación unánime, sino el diálogo franco con interlocutores difíciles y reacios a escuchar lo que siempre fue una genuina teología evangélica, en todos los sentidos, y ecuménica, también en el mejor significado de la palabra. Para él no había barreras entre ambos términos pues su trayectoria así lo demuestra: fue un teólogo que, en la línea de su barthianismo innegable, articuló el pensamiento creyente con el compromiso auténtico. Prueba de ello fue su participación en la defensa de los derechos humanos y su papel como diputado constituyente en su país, en los años más álgidos y exigentes.
Para no repetir lo que otros ya han dicho y seguirán diciendo, daré testimonio de mis encuentros con él. Lo vi tres veces: la primera, entre 1982 y 1983, en una consulta interdenominacional sobre el “compromiso cristiano” realizada en el Instituto Teológico Latino, cuando apenas me asomaba a las tareas estrictamente teológicas y estaba dominado por la mentalidad típicamente pietista y conversionista, desligada de la coyunturas social. Fue aleccionador verlo atender a un estudiante metodista para explicarle detalladamente los matices de una participación cristiana intensa, pero al mismo tiempo espiritual. En esos días escuché con asombro las conferencias que ofreció en la sede de la Sociedad Bíblica de México, un espacio magnífico, sobre todo después de que en el espacio anterior fue tan malinterpretado por algunos pastores y líderes. Su frase acerca de la “paciencia militante” me impactó profundamente aunque aún no conocía nada de su producción teológica. Varias veces se detuvo para afirmar, irónicamente, “perdón, esto ya parece una predicación, es por la costumbre…”. Porque si algo nos quedó claro en esos días a sus oyentes fue que nunca dejaba de ser pastor y que la teología jamás podría pelearse con las necesidades de la Iglesia a las que hay que responder permanentemente.
A fines de 1986, con motivo de una asamblea de la Asociación Ecuménica de Teólogos del Tercer Mundo lo escuché nuevamente en el dominico Centro Universitario Cultural, a unos pasos de la UNAM, y allí dictó cátedra acerca de la evolución del pensamiento teológico latinoamericano. Para entonces ya había paladeado hasta el éxtasis esa joya que es La fe en busca de eficacia, cuyo subtítulo no dejaba de resonarme en los oídos: Una interpretación de la reflexión teológica latinoamericana de liberación. Y es que no me tocó en suerte llevar algún curso de teología latinoamericana que yo recuerde, pero al circular su nombre en los corrillos del seminario resultaba inevitable y atrayente acercarse a esa veta de contextualidad y cercanía con las situaciones que vivían nuestros países. Para entonces, ya habíamos buscado con avidez, y encontrado, varios de sus títulos importantes: Concilio abierto, Ama y haz lo que quieras, espacio para ser hombres, Jesús, ni vencido ni monarca celestial (al lado de los demás nombres “prohibidos” por nuestros profesores más conservadores). Y nunca nos defraudó leer cosas como lo que presentó en El Escorial en 1972 o los lejanos ensayos presentados en las reuniones del movimiento Iglesia y Sociedad en América Latina; el que lleva por título “Historia y misión” puede releerse como si hubiera sido escrito ayer. Saludarlo junto a la plana mayor de la teología de la liberación de todos los continentes, pero especialmente latinoamericanos (Tamez, Dussel, Betto, Gutiérrez, Richard…) fue una experiencia imborrable. Inútil agregar lo que ya se dicho acerca de su humildad incluso ante el contacto con aprendices como nosotros…
Para junio de 1998, cuando lo volví a encontrar, esta vez en Costa Rica, en los festejos por los 75 años del Seminario Bíblico Latinoamericano (ahora Universidad), se vivía ya bajo el impacto de ese otro clásico instantáneo que es Rostros del protestantismo latinoamericano, otra gran lección de pertinencia y exactitud en el análisis. Nuevamente condescendió a firmar el libro y a expresar su “fe y esperanza común” en ese par de sentidas líneas. Brevemente le hablé del proyecto que me ocupaba y que tan cerca estaba de sus preocupaciones ¡de casi 30 años atrás!, justamente cuando prologó la obra de otro de sus colegas, Rubem Alves, a quien estudiaba afanosamente. Me alentó a continuar y a explorar las dificultades que ellos enfrentaron en esos años de incomprensión, rechazo y renovación. Llamó mi atención hacia el hecho de que muchas cosas no eran, necesariamente, como la contaban los libros y que, incluso, lo dicho por alguien como Peter Wagner tampoco los afectó tanto al atacarlos por ser, según él, teólogos que ya no merecían el apellido de “evangélicos”. Su humor siempre me pareció insuperable en esas cortas pero magníficas charlas. En Costa Rica conocí su primer libro de homenaje (Fe, compromiso y teología, de 1985), el cual bebí instantáneamente. Lo mismo me pasaría con el segundo, El silbo ecuménico del Espíritu, en sus 80 años de vida, que encargué expresamente a otro colega.
Gracias a la insistencia de mi amigo Víctor Hernández, ferviente admirador de Míguez (“es la mente teológica más lúcida de América Latina”, decía) en San José busqué y reproduje un paquete completo de textos, mayormente en inglés, que le envié a México y que ahora trataré de recuperar para contribuir en algo a su difusión, pues la inmensa cantidad de textos dispersos hará ver exiguo, seguramente, el número de sus publicaciones disponibles. Ojalá que se concrete el proyecto anunciado por René Padilla en estos días. Buena falta que le hace a toda la iglesia latinoamericana que esos textos se difundan. Sólo recientemente he podido leer ese otro clásico: Toward a Christian political ethics, tan necesario en estos tiempos pragmáticos. Lo mismo y más puede decirse de Conflicto y unidad en la iglesia y de Poder del evangelio y poder político: la participación de los evangélicos en la vida política en América Latina.
Míguez Bonino nos enseñó a todos los evangélicos/as latinoamericanos que es posible y muy urgente hacer una teología pertinente y creativa desde nuestras raíces culturales sin olvidar jamás el celo profético.
Fuente: ALCNOTICIAS
Un mensaje que, en medio de la represión y la tortura, habla del Crucificado como si no tuviera nada que ver con los pobres crucificados de la historia o que, en la creciente destrucción y marginación de grandes sectores de la población, presenta a Jesucristo como si nada hubiera dicho de ese tema, como si el Espíritu Santo no hubiera sido el que descendió sobre Amós, Oseas y Santiago, como si los que sufren y mueren no fueran “imagen y semejanza” del Creador, no merece ser llamado evangélico.
J.M.B., Rostros del protestantismo latinoamericano. Buenos Aires-Grand Rapids, Nueva Creación-Eerdmans, 1995, p. 139.
Con la partida de José Míguez Bonino, la teología protestante latinoamericana entra a una muy necesaria fase de transición y recapitulación porque su aportación ya establecida como gran suma de reflexión y análisis contextual está esperando el acecho de una lectura dialogante y crítica como lo que es: un puente entre posturas divergentes, pero siempre fiel al evangelio de Jesucristo. Pocos como él (acaso Orlando Costas y Mortimer Arias en varios momentos) consiguieron, ya no digamos el consenso o la aceptación unánime, sino el diálogo franco con interlocutores difíciles y reacios a escuchar lo que siempre fue una genuina teología evangélica, en todos los sentidos, y ecuménica, también en el mejor significado de la palabra. Para él no había barreras entre ambos términos pues su trayectoria así lo demuestra: fue un teólogo que, en la línea de su barthianismo innegable, articuló el pensamiento creyente con el compromiso auténtico. Prueba de ello fue su participación en la defensa de los derechos humanos y su papel como diputado constituyente en su país, en los años más álgidos y exigentes.
Para no repetir lo que otros ya han dicho y seguirán diciendo, daré testimonio de mis encuentros con él. Lo vi tres veces: la primera, entre 1982 y 1983, en una consulta interdenominacional sobre el “compromiso cristiano” realizada en el Instituto Teológico Latino, cuando apenas me asomaba a las tareas estrictamente teológicas y estaba dominado por la mentalidad típicamente pietista y conversionista, desligada de la coyunturas social. Fue aleccionador verlo atender a un estudiante metodista para explicarle detalladamente los matices de una participación cristiana intensa, pero al mismo tiempo espiritual. En esos días escuché con asombro las conferencias que ofreció en la sede de la Sociedad Bíblica de México, un espacio magnífico, sobre todo después de que en el espacio anterior fue tan malinterpretado por algunos pastores y líderes. Su frase acerca de la “paciencia militante” me impactó profundamente aunque aún no conocía nada de su producción teológica. Varias veces se detuvo para afirmar, irónicamente, “perdón, esto ya parece una predicación, es por la costumbre…”. Porque si algo nos quedó claro en esos días a sus oyentes fue que nunca dejaba de ser pastor y que la teología jamás podría pelearse con las necesidades de la Iglesia a las que hay que responder permanentemente.
A fines de 1986, con motivo de una asamblea de la Asociación Ecuménica de Teólogos del Tercer Mundo lo escuché nuevamente en el dominico Centro Universitario Cultural, a unos pasos de la UNAM, y allí dictó cátedra acerca de la evolución del pensamiento teológico latinoamericano. Para entonces ya había paladeado hasta el éxtasis esa joya que es La fe en busca de eficacia, cuyo subtítulo no dejaba de resonarme en los oídos: Una interpretación de la reflexión teológica latinoamericana de liberación. Y es que no me tocó en suerte llevar algún curso de teología latinoamericana que yo recuerde, pero al circular su nombre en los corrillos del seminario resultaba inevitable y atrayente acercarse a esa veta de contextualidad y cercanía con las situaciones que vivían nuestros países. Para entonces, ya habíamos buscado con avidez, y encontrado, varios de sus títulos importantes: Concilio abierto, Ama y haz lo que quieras, espacio para ser hombres, Jesús, ni vencido ni monarca celestial (al lado de los demás nombres “prohibidos” por nuestros profesores más conservadores). Y nunca nos defraudó leer cosas como lo que presentó en El Escorial en 1972 o los lejanos ensayos presentados en las reuniones del movimiento Iglesia y Sociedad en América Latina; el que lleva por título “Historia y misión” puede releerse como si hubiera sido escrito ayer. Saludarlo junto a la plana mayor de la teología de la liberación de todos los continentes, pero especialmente latinoamericanos (Tamez, Dussel, Betto, Gutiérrez, Richard…) fue una experiencia imborrable. Inútil agregar lo que ya se dicho acerca de su humildad incluso ante el contacto con aprendices como nosotros…
Para junio de 1998, cuando lo volví a encontrar, esta vez en Costa Rica, en los festejos por los 75 años del Seminario Bíblico Latinoamericano (ahora Universidad), se vivía ya bajo el impacto de ese otro clásico instantáneo que es Rostros del protestantismo latinoamericano, otra gran lección de pertinencia y exactitud en el análisis. Nuevamente condescendió a firmar el libro y a expresar su “fe y esperanza común” en ese par de sentidas líneas. Brevemente le hablé del proyecto que me ocupaba y que tan cerca estaba de sus preocupaciones ¡de casi 30 años atrás!, justamente cuando prologó la obra de otro de sus colegas, Rubem Alves, a quien estudiaba afanosamente. Me alentó a continuar y a explorar las dificultades que ellos enfrentaron en esos años de incomprensión, rechazo y renovación. Llamó mi atención hacia el hecho de que muchas cosas no eran, necesariamente, como la contaban los libros y que, incluso, lo dicho por alguien como Peter Wagner tampoco los afectó tanto al atacarlos por ser, según él, teólogos que ya no merecían el apellido de “evangélicos”. Su humor siempre me pareció insuperable en esas cortas pero magníficas charlas. En Costa Rica conocí su primer libro de homenaje (Fe, compromiso y teología, de 1985), el cual bebí instantáneamente. Lo mismo me pasaría con el segundo, El silbo ecuménico del Espíritu, en sus 80 años de vida, que encargué expresamente a otro colega.
Gracias a la insistencia de mi amigo Víctor Hernández, ferviente admirador de Míguez (“es la mente teológica más lúcida de América Latina”, decía) en San José busqué y reproduje un paquete completo de textos, mayormente en inglés, que le envié a México y que ahora trataré de recuperar para contribuir en algo a su difusión, pues la inmensa cantidad de textos dispersos hará ver exiguo, seguramente, el número de sus publicaciones disponibles. Ojalá que se concrete el proyecto anunciado por René Padilla en estos días. Buena falta que le hace a toda la iglesia latinoamericana que esos textos se difundan. Sólo recientemente he podido leer ese otro clásico: Toward a Christian political ethics, tan necesario en estos tiempos pragmáticos. Lo mismo y más puede decirse de Conflicto y unidad en la iglesia y de Poder del evangelio y poder político: la participación de los evangélicos en la vida política en América Latina.
Míguez Bonino nos enseñó a todos los evangélicos/as latinoamericanos que es posible y muy urgente hacer una teología pertinente y creativa desde nuestras raíces culturales sin olvidar jamás el celo profético.
Fuente: ALCNOTICIAS
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