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martes, 30 de marzo de 2010

Misión y coloniaje

El siguiente documento es un extracto de una charla preparada por René Padilla en el contexto del centenario de la conferencia misionera de Edimburgo, 1910.
La historia de la iglesia abunda en páginas que ilustran la dinámica del Evangelio para la transformación personal y social. Sin embargo, también abunda en páginas que muestran la facilidad con que los cristianos han transformado el Evangelio del Reino de Dios —las buenas nuevas del reinado de Dios de justicia y shalom inaugurado por Jesucristo— en una religión puesta al servicio de los reinos de este mundo dominados por intereses ajenos al propósito de Dios.
Tenemos que admitir que a los evangélicos en general, especialmente a los latinoamericanos, nos resulta fácil condenar la estrecha vinculación entre el imperialismo español y la misión que la Iglesia Católica Romana llevó a cabo en nuestro continente a partir de 1492. Sin embargo, si como evangélicos vamos a cuidarnos de no fijarnos en la astilla que tiene históricamente el ojo católico romano sin darle importancia a la viga que está en el nuestro, es necesario reconocer que el drama de la evangelización vinculada al imperialismo también tiene una versión protestante. En efecto, salvadas las diferencias de actores y circunstancias, la expansión de los Estados Unidos en el siglo XIX repitió la prepotencia de la conquista española del siglo XVI y, como ésta, halló justificación en un supuesto “destino manifiesto”, de origen sobrenatural, que supuestamente acompañaba al conquistador.
Para los defensores del destino manifiesto, su nación había heredado el papel de Israel como pueblo escogido de Dios destinado a ser luz de las naciones paganas; le cabía el honor a la vez que la responsabilidad no sólo de evangelizar sino también de colonizar a las naciones del mundo no cristiano y extender así el Reino de Dios. Especialmente durante la era imperial, después de 1880, la alianza entre misión y colonización era aceptada sin mayores cuestionamientos, y se daba por sentado que la obra misionera era obra del país colonialista –obra estadounidense, británica, francesa, belga o lo que fuese, según el país del que procedieran los misioneros.
La Conferencia Misionera Mundial de Edimburgo y su legado
La Conferencia Misionera Mundial de Edimburgo se llevó a cabo en junio de 1910, dentro del periodo que el historiador Kenneth Scott Latourette ha denominado “el gran siglo” de las misiones cristianas (1815-1914), en plena época de florecimiento del destino manifiesto y del clímax de la idea del progreso, propia de la modernidad, en el mundo occidental. Desde esa perspectiva, la meta propuesta por la Conferencia de Edimburgo, era “la evangelización del mundo en esta generación”, como rezaba su lema. Para los organizadores esa meta era alcanzable no sólo por los miles de voluntarios dispuestos a sumarse a la tarea de evangelización, sino también porque se contaba con recursos provistos providencialmente por Dios, incluyendo los logros de la ciencia moderna, poder financiero y el apoyo de gobiernos “cristianos”. En palabras de David Bosch, “la misión occidental era un poder indiscutible. La misión cristiana se amparaba bajo el signo de la conquista del mundo”.
Para un gran sector del movimiento protestante, la Conferencia de Edimburgo tuvo como resultado una ratificación indiscutible del acercamiento fundamentalista o tradicional a la misión cristiana—el acercamiento predominante en el movimiento evangélico prácticamente hasta nuestro día. A pesar de sus debilidades, este acercamiento inspiró, y en muchos casos todavía continúa inspirando, a miles de misioneros transculturales a cruzar fronteras geográficas con el propósito de difundir las buenas nuevas de Jesucristo. Así se han escrito algunas de las páginas más conmovedoras de la historia de la iglesia y se ha formado un movimiento cristiano de alcance global, con congregaciones prácticamente en todos los países del mundo. Por otra parte, es necesario reconocer que la identificación de la misión de la iglesia con la misión transcultural —ejemplificada claramente en Edimburgo en 1910— ha tenido como resultado por lo menos cuatro dicotomías que han afectado negativamente a la iglesia y su misión.
1. La dicotomía entre iglesias que envían misioneros (generalmente en naciones de Occidente) e iglesias que reciben misioneros (casi exclusivamente en países del Asía, Africa y América Latina).
2. La dicotomía entre el hogar ubicado en algún país de Occidente y el campo misionero, ubicado en algún país pagano.
3. La dicotomía entre los misioneros llamados por Dios a servirlo, y los cristianos ordinarios, que pueden disfrutar de los beneficios de la salvación pero están exentos de participar en lo que Dios quiere hacer en el mundo.
4. En cuarto lugar, la dicotomía entre la vida de la iglesia (la cual se lleva a cabo en el país de origen) y la misión de la iglesia (la cual se realiza en otro lugar, preferentemente en el exterior).
Todas estas dicotomías en la concepción de la misión fueron proyectadas a nivel mundial por el movimiento misionero con base en Occidente. Consecuentemente, la misión se redujo primordialmente a la tarea salvar almas y plantar iglesias, una tarea que llevan a cabo por misioneros enviados desde los países cristianos a los campos misioneros del mundo, cumpliendo representativamente la responsabilidad de toda la iglesia.
La misión integral como cambio de paradigma
Por la gracia de Dios, actualmente el movimiento evangélico alrededor del mundo, y especialmente en el mundo de las grandes mayorías, está viviendo una nueva etapa, una etapa marcada por un cambio de paradigma. El factor predominante en la misión ya no es la salvación de almas y la multiplicación de iglesias, sino la realización concreta en la historia de uno de los pedidos con que se inicia el Padrenuestro: “Venga tu Reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.” Es la misión del Reino o misión integral, que incluye tanto la proclamación del Evangelio como la demostración, por medio de la acción, de la voluntad de Dios de transformar la vida en todas sus dimensiones.
Desde este punto de vista, desaparecen las dicotomías implícitas en la identificación de la misión con la misión transcultural. La misión puede o no incluir el cruce de fronteras geográficas, pero en todo caso significa primordialmente un cruce de la frontera entre la fe cristiana y la no-fe cristiana, sea en el país de origen (en el hogar) o en un país extranjero (en el campo misionero), en testimonio de Jesucristo como el Señor de toda la vida y de toda la creación. Cada iglesia local, esté donde esté, ha sido llamada a participar en la misión de Dios en el mundo comenzando en su propia “Jerusalén”. La misión no es tarea exclusiva de un grupo de miembros del pueblo de Dios: todos los miembros del cuerpo de Cristo son misioneros y como tales tienen la responsabilidad y el privilegio de participar en la tarea de transformar la vida humana según el propósito de Dios. El compromiso con la misión es un aspecto esencial del ser de la iglesia, de modo que la iglesia que no está comprometida con la misión de testificar de Jesucristo en su propio contexto local, aunque envíe misioneros a ultramar, no es una iglesia sino simplemente un club religioso, un grupo de amigos o una agencia de bienestar social. No es posible hacer separación entre la vida de la iglesia y su misión.

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Fuente: Fundación Kairos

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