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lunes, 2 de enero de 2012

DIOS RENUEVA SIEMPRE TODAS LAS COSAS

Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México

1. ¿Cada presente, un nuevo ciclo?
Todo nuevo inicio humano implica una reconstrucción, un reacomodo diferente de las cosas, un esfuerzo de resignificación de lo aprendido y lo vivido. Al carácter predominantemente cíclico con que la humanidad ha afrontado el devenir del tiempo, las Escrituras proponen algo que antes se afirmaba como linealidad, pero que ahora se interpreta más como una espiral que progresa hacia adelante, siempre adelante. Existen muchos ejemplos en la Biblia acerca de este proceso mediante el cual el propio Dios insiste para que su pueblo proyecte su existencia hacia tiempos (y espacios) nuevos, susceptibles de contener y experimentar bendiciones desconocidas. Es el tono del profeta cuando expresa la proyección de sus anhelos, pero también al concentrar la esperanza de un pueblo renovado que regresa a su tierra para empezar de nuevo:
Miren, yo voy a crear
un cielo nuevo y una tierra nueva.
Lo pasado quedará olvidado,
nadie se volverá a acordar de ello.
Llénense de gozo y alegría para siempre
por lo que voy a crear,
porque voy a crear una Jerusalén feliz
y un pueblo contento que viva en ella.
Yo mismo me alegraré por Jerusalén
y sentiré gozo por mi pueblo.
En ella no se volverá a oír llanto
ni gritos de angustia. (Is 65.17-19).
El texto está precedido de una advertencia para observar atentamente lo que Dios está por hacer: por un lado, solucionar el problema histórico, urgente, del pueblo, esto es, superar el dolor y la angustia, y por el otro, lo que sigue adelante, nada menos que alterar las relaciones y los valores prevalecientes hasta entonces, pues la humanidad está condenada a envejecer y la naturaleza, desde un esquema dominado por la caída, parece ser su gran enemiga: “El lobo y el cordero comerán juntos,/ el león comerá pasto, como el buey,/ y la serpiente se alimentará de tierra” (v. 25).
Allí no habrá niños que mueran a los pocos días,
ni ancianos que no completen su vida.
Morir a los cien años será morir joven,
y no llegar a los cien años será una maldición.
La gente construirá casas y vivirá en ellas,
sembrará viñedos y comerá sus uvas.
No sucederá que uno construya y otro viva allí,
o que uno siembre y otro se aproveche.
Mi pueblo tendrá una vida larga, como la de un árbol;
mis elegidos disfrutarán del trabajo de sus manos.
No trabajarán en vano
ni tendrán hijos que mueran antes de tiempo,
porque ellos son descendientes
de los que el Señor ha bendecido,
y lo mismo serán sus descendientes. (vv. 20-23)
Y todo ello será el resultado y la consumación de una nueva forma de relación con el mismo Dios: “Antes que ellos me llamen,/ yo les responderé;/ antes que terminen de hablar,/ yo los escucharé” (v. 24).
2. Dios sabe hacer nuevas todas las cosas
Confiemos permanentemente en que Dios siempre ofrece nuevas cosas, pues como dicen algunos teólogos, Él nos está esperando en el futuro y su esencia, aunque no podamos asirla ni mucho menos, o mejor dicho, su revelación final y definitiva, también nos está esperando en el futuro: “el futuro es la forma de ser de Dios”.[1] Es decir, al estar instalado en lo que para nosotros es incógnita y desconocimiento total, viene hasta nosotros con la novedad existencial más plena para hablarnos de las cosas que están por venir. Un pueblo guiado por la fe sólo puede dejarse regir por “el poder del futuro”. De ahí que tratar con un Dios que “vive en el futuro” y es el futuro complique tanto las cosas para quienes estamos atrapados por limitaciones espacio-temporales. Pero es justamente la posibilidad real de entrar en relación con ese Dios intemporal lo que proyecta la existencia humana hacia ámbitos extraordinarios.
Ésa es la raíz de la esperanza bíblica evidenciada por pasajes tan autorizados como Apocalipsis 21: “Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra habían dejado de existir, y también el mar” (v. 1). Dios, en Cristo, ha comenzado a hacer realidad esta novedad cósmica, histórica y existencial, mandando señales desde el futuro. La resistencia cristiana experimentada en los tiempos del Apocalipsis necesitaba un asidero, igual que nosotros hoy, para trasponer los tiempos difíciles y el Espíritu propicia esta visión de los tiempos dominados por la esperanza.
De ahí que la mezcla de situaciones, tiempos y horizontes (la mención de una nueva Jerusalén, v. 2), posibilite que Dios mismo se encargue de transformar todas las cosas para que su pueblo realice su voluntad en el mundo, a pesar de la oposición de las fuerzas más oscuras. Pero el futuro está preñado de bonanza y de la certeza de que Él no dejará de actuar en la historia, pues Él es quien está en el trono y nadie más, pero también manifiesta su deseo de venir a vivir con la humanidad: “Y oí una fuerte voz que venía del trono, y que decía: ‘Aquí está el lugar donde Dios vive con los hombres. Vivirá con ellos, y ellos serán sus pueblos, y Dios mismo estará con ellos como su Dios” (v. 3). Y se dedicará a atender y a subsanar el sufrimiento y la peor realidad, la muerte: “Secará todas las lágrimas de ellos, y ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor; porque todo lo que antes existía ha dejado de existir” (v. 4). Todo ello procede un mundo y una manera de existir completamente nuevos: “El que estaba sentado en el trono dijo: ‘Yo hago nuevas todas las cosas’” (v. 5).
Atendamos, pues, este llamado de Dios desde el futuro y hagámoslo presente en nuestra vida personal y colectiva.

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[1] W. Pannenberg, citado por Carlos Ignacio Casale Rolle, “Hermenéutica teológica como ontología escatológica a la luz de la historia de las religiones según Wolfhart Pannenberg”, en Teología y Vida, Santiago de Chile, vol. XLVI, núm. 2, 2005, www.scielo.cl/scielo.php?pid=S0049-34492005000100002&script=sci_arttext#14.

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