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lunes, 23 de enero de 2012

FE REFORMADA Y SACERDOCIO UNIVERSAL

Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México

Por lo tanto, hermanos santos, que tienen parte del llamamiento celestial, consideren a Cristo Jesús, el apóstol (apóstolon) y sumo sacerdote (arjieréa) de la fe que profesamos. Hebreos 3.1, Reina-Valera Contemporánea

1. Jesucristo, único sumo sacerdote
La carta a los Hebreos es una especie de carta magna y suma teológica, a la vez, acerca del sacerdocio único de Jesucristo a favor de la humanidad. Visto así, sus grandes y solemnes afirmaciones sobre el papel mediador de Jesucristo para encarnar de forma absoluta el sacerdocio antiguo, superarlo de una vez por todas y establecer una nueva forma de relación con Dios sólo a través de él, constituyen un auténtico tratado sobre el sacerdocio universal aplicado a los integrantes de la iglesia. Revisemos sólo algunas de ellas: “Por lo tanto, hermanos santos, que tienen parte del llamamiento celestial, consideren a Cristo Jesús, el apóstol y sumo sacerdote de la fe que profesamos” (3.1); “Por lo tanto, y ya que en Jesús, el Hijo de Dios, tenemos un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, retengamos nuestra profesión de fe.” (4.14); “Tampoco Cristo se glorificó a sí mismo haciéndose sumo sacerdote, sino que ese honor se lo dio el que le dijo: ¿Tú eres mi Hijo,/ yo te he engendrado hoy’…” (5.5); “Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que el sumo sacerdote que tenemos es tal que se sentó a la derecha del trono de la Majestad en los cielos.” (8.1); y “…porque Cristo no entró en el santuario hecho por los hombres, el cual era un mero reflejo del verdadero, sino que entró en el cielo mismo para presentarse ahora ante Dios en favor de nosotros.” (9.24).
Cuando esta epístola afirma de manera tajante: “Porque al cambiar el sacerdocio, también se tiene que cambiar la ley” (7.12), estamos delante de una transformación revolucionaria que afectaría radicalmente el equilibrio de fuerzas dentro del esquema salvífico y de representación religiosa, pues el cambio en el sacerdocio implicaba una nueva manera de relacionarse con el Dios del pacto antiguo. Esto quiere decir que no solamente nacía una “nueva religión” sino que, además, se abrogaba cualquier privilegio que los seres humanos dedicados a la práctica profesional de la religiosidad pudieran tener como representantes de la divinidad en este mundo. El aspecto ético y espiritual de esta situación fue planteado por Juan Calvino en su crítica al sacerdocio católico-romano:
¿Cómo podrían ostentar y ejercer el título y derecho del sacerdocio, siendo objeto de abominación ante los ojos de Dios por sus pecados, si no quedaran consagrados en su oficio por la santidad de su Cabeza? Por ello san Pedro, admirablemente acomoda las palabras de Moisés, enseñando que la plenitud de la gracia, que los judíos solamente hablan gustado en el tiempo de la Ley, ha sido manifestada en Cristo: “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio” (1 P 2.9). Pues la acomodación de las palabras de Moisés tiende a demostrar que mucho más alcanzaron por el Evangelio aquellos a los que Cristo se manifestó, que sus padres; porque todos ellos están adornados y enriquecidos con el honor sacerdotal y real, para que, confiando en su Mediador, se atrevan libremente a presentarse ante el acatamiento de Dios. (Institución de la religión cristiana, II, vii, 1).
En su comentario a Hebreos el reformador subraya continuamente la percepción de que la superioridad del sacerdocio único de Cristo funda nuevas relaciones con Dios como salvador y relativiza por completo todo lo sucedido anteriormente en el sentido de que la práctica religiosa sacerdotal judía (y de todo otro tipo) ha quedado obsoleta ante la supremacía de la mediación de Jesucristo, por lo que cualquier supuesta acción vicaria queda sometida al escrutinio divino y al juicio derivado de los logros redentores del enviado por el propio Dios. En la Institución agrega:
Por eso Cristo, para cumplir con este cometido, se adelantó a ofrecer su sacrificio. Porque bajo la Ley no era lícito al sacerdote entrar en el Santuario sin el presente de la sangre; para que comprendiesen los fieles que, aunque el sacerdote fue designado como intercesor para alcanzar el perdón, sin embargo Dios no podía ser aplacado sin ofrecer la expiación por los pecados. De esto trata por extenso el Apóstol en la carta a los Hebreos desde el capítulo séptimo hasta casi el final del décimo. En resumen afirma, que la dignidad sacerdotal compete a Cristo en cuanto por el sacrificio de su muerte suprimió cuanto nos hacía culpables a los ojos de Dios, y satisfizo por el pecado. (IRC, II, xv, 6)
Así, lo que se deriva de todo esto es que cada creyente será responsable de acudir a ese único sumo sacerdote para acercarse a Dios en busca de la salvación y, con ello, de recibir también un encargo, misión o llamado al servicio.
2. Fe reformada y nueva praxis del sacerdocio universal
Cuando la Reforma Protestante comenzó su segunda etapa, justamente la que proyectaría su impacto en la civilización religiosa y en estructura socio-política del siglo XVI, el ímpetu con que la tradición reformada iniciada en Suiza por Ulrico Zwinglio y desarrollada después por Calvino y otros teólogos y dirigentes logró consolidar sus bases bíblicas y teológicas. Una de ellas, precisamente la afirmación y práctica del sacerdocio universal de todos los creyentes adquirió particular importancia. De ahí que puede decirse que esta doctrina es una afirmación central de la Reforma, tanto luterana como calvinista (Baubérot y Willaime) y que su práctica, a pesar de la posterior clericalización de las iglesias protestantes, fue un redescubrimiento fundamental que influiría en el surgimiento de los impulsos democráticos dentro y fuera de las iglesias reformadas.
El profesor católico húngaro-francés Alexandre (Sándor) Ganoczy, uno de los mayores especialistas en el pensamiento de Calvino, destaca que éste aborda el tema del sacerdocio universal como parte de su redefinición del sacerdocio en la Nueva Alianza, junto al rechazo total de la institución papal y el establecimiento del ministerio evangélico.[1] Calvino trabajó ese asunto desde la primera edición de la Institución de la Religión Cristiana (1536), donde critica el doble abuso del clero romano, “que se aplican exclusivamente el nombre ‘clérigos’ (clerus) y se aprovechan para asegurar la dominación de los fieles”.[2] Prosiguió afirmando que que el sacerdocio no es una casta separada y que el testimonio bíblico del propio apóstol Pedro (en I P 5), quien no se atribuyó ninguna prerrogativa, subraya la atribución sacerdotal de todo el pueblo de Dios. Este apóstol se dirigió a toda la iglesia para hacer partícipes a todos del sacerdocio del Señor. Calvino afirma que en Cristo “todos somos sacerdotes para ofrecer alabanzas y acciones de gracias, en suma, para ofrecernos a Dios y asimismo todo lo que es nuestro”.[3] Este pasaje, explica Ganoczy, fue suprimido en la edición de 1543 y no apareció después, quizá debido a que Calvino evolucionó hacia la necesidad de promover un encargo ministerial en la iglesia que pudiera contrarrestar las ideas y prácticas anabaptistas.
Finalmente, la lectura y aplicación de los diversos pasajes bíblicos lleva a Calvino a concluir en su obra mayor que el sacerdocio de todos los fieles es la realidad comunitaria deseada por Dios para dar forma a una iglesia más consecuente con sus designios igualitarios y superar definitivamente el “corporativismo”, aunque sin sentar las bases de un individualismo egoísta o aislacionista:
El sacerdocio pertenece a todo cristiano
[…] Aunque el pueblo de Dios estaba bajo la doctrina infantil de la Ley, sin embargo los profetas declaraban con suficiente claridad que los sacrificios externos encerraban en si una sustancia y verdad que perdura actualmente en la Iglesia cristiana. Por esto David pedía que subiese su oración delante del Señor como incienso (Sal 144.2). Y Oseas llama a la acción de gracias “ofrenda de nuestros labios” (Os 14.2); como David en otro lugar los llama “sacrificios de justicia” (Sal 51.19); ya su imitación, el Apóstol manda ofrecer a Dios sacrificios de alabanza; lo cual Él interpreta como “fruto de labios que confiesan su nombre” (Heb 13.15).
No es posible que este sacrificio no se halle en la Cena de nuestro Señor, en la cual, cuando anunciamos y recordamos la muerte del Señor, y le damos gracias, no hacemos otra cosa sino ofrecer sacrificios de alabanza. A causa de este oficio de sacrificar, todos los cristianos somos llamados “real sacerdocio” (1 Pe. 2.9); porque por Jesucristo ofrecemos sacrificios de alabanza a Dios; es decir, el fruto de los labios que honran su nombre, como lo acabamos de oír por boca del Apóstol. Porque nosotros no podríamos presentarnos con nuestros dones y presentes delante de Dios sin intercesor. Este intercesor es Jesucristo, quien intercede por nosotros, por el cual nos ofrecemos a nosotros y todo cuanto es nuestro al Padre. Él es nuestro Pontífice, quien, habiendo entrado en el santuario del cielo, nos abre la puerta y da acceso; Él es nuestro altar sobre el cual depositamos nuestras ofrendas; en Él nos atrevemos a todo cuanto nos atrevemos. En suma, Él es quien nos ha hecho reyes y sacerdotes para Dios su Padre (Ap 1.6). (IRC, IV, xviii, 17)
En suma, que el espíritu general de la Reforma y especialmente en la vertiente calvinista es el de reconocer cómo Dios mismo ha abierto la puerta al sacerdocio, al servicio fiel y constante, a todos los hombres y mujeres dispuestos a experimentar una relación estable con Él, mediada únicamente por Jesucristo y en el ejercicio de una responsabilidad cada vez más madura y consciente de las exigencias del Evangelio. Ése es el llamado al sacerdocio universal más autpéntico.
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[1] A. Ganoczy, “La question du sacerdoce dans l’Eglise”, en Calvin: théologien de l’Eglise et du ministère. París, Les Éditions du Cerf, 1964, p. 243. Agradezco a mi amigo Luis Vázquez Buenfil el obsequio de este libro valiosísimo.
[2] Idem.
[3] J. Calvino, IRC (1541), cit. por A. Ganoczy, op. cit., pp. 244-245.

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