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sábado, 13 de abril de 2013

Jesucristo, Señor de todo y de todos

Por. René Padilla, Argentina
 
La autoridad que al resucitar Jesucristo recibió del Padre, según su propia declaración en Mateo 28:19, es una autoridad universal: “Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra”. En otras palabras, su autoridad se extiende sobre la totalidad de la creación y sobre todo aspecto de la vida humana. No hay nada ni nadie que esté fuera de la órbita de la autoridad de Jesucristo. El tiene autoridad no sólo sobre la iglesia sino también sobre el mundo. No sólo sobre el domingo sino también sobre el resto de la semana. No sólo sobre lo que tiene que ver con prácticas religiosas sino también sobre lo que tiene que ver con la familia y el trabajo, el arte y la ciencia, la economía y la política.
Esto no significa, por supuesto, que todos reconocen esa autoridad, pero sí que todos deberían reconocerla. En efecto, lo que distingue a los cristianos de los no cristianos es que los cristianos reconocen y por lo tanto confiesan la autoridad universal de Jesucristo y viven a la luz de ese reconocimiento, en tanto que los no cristianos no la reconocen ni la confiesan. Como afirma el apóstol Pablo: “No hay diferencia entre judíos y gentiles, pues el mismo Señor es Señor de todos y bendice abundantemente a cuantos lo invocan” (Ro 10:12). Como veremos más adelante, esto es lo que hace necesaria la misión de la iglesia, cuya esencia es la proclamación de Jesucristo como Señor. “Esta es la palabra de fe que predicamos: que si confiesas con tu boca que Jesucristo es el Señor, y crees en tu corazón que Dios lo levantó de los muertos, serás salvo” (Ro 10:8b-9).
Lamentablemente, con demasiada frecuencia los cristianos nos dejamos condicionar por la dicotomía entre la esfera de lo sagrado y la esfera de lo secular. Hacemos un divorcio entre la ética y la religión, entre lo público y lo privado, entre el mundo y la iglesia. Como consecuencia, estamos marcados por la incoherencia entre nuestra confesión de Jesucristo como Señor de todo y de todos, por un lado, y nuestro estilo de vida, por el otro.
Esa incoherencia hoy día se hace visible, por ejemplo, en la manera en que permitimos que la sociedad de consumo defina nuestro estilo de vida imponiéndonos valores ajenos a los valores del Reino de Dios. La sociedad de consumo ha transformado el aforismo del filósofo francés Rene Descartes cogino, ergo sum(pienso, luego existo) en consumo, luego existo. Como resultado, la mayoría de la gente en la sociedad moderna, especialmente en el mundo dominado por el capìtalismo, no consume para vivir sino vive para consumir. Presupone que si uno aspira a llegar a ser alguien entre sus contemporáneos, tiene que estar en capacidad de adquirir los símbolos de status que le ofrece la sociedad de consumo. Y para lograr ese objetivo, muchas personas están dispuestas a pagar un alto precio: la salud, las buenas relaciones conyugales y familiares, la satisfacción que se deriva del ejercicio de una vocación elegida libremente.
En contraste con el estilo de vida que refleja los valores de la sociedad de consumo, el estilo de vida coherente con la confesión de Jesucristo como Señor de todo y de todos renuncia a esos valores y se orienta hacia la realización del propósito de Dios para la vida humana ejemplificado por su Hijo. Es un estilo de vida en que priman los valores del Reino de Dios que se resumen en shalom: armonía con Dios, armonía con el prójimo, armonía con la creación de Dios. A eso apunta la misión integral.




Fuente: Fundación Kairós, 2013.

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