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jueves, 18 de julio de 2013

Marx y la ‘teología de la liberación’

La crítica que realiza la teología de la liberación al cristianismo tradicional está, como se verá, plenamente justificada en varios aspectos. 
Por. Antonio Cruz Suárez, España* 
Las ideas marxistas se encuentran desacreditadas actualmente como teoría política en casi todo el mundo. Sin embargo, el neomarxismo continúa vivo en varios movimientos actuales de liberación.
Simplemente que el concepto de proletariado ha sido sustituido por el de la mujer, los homosexuales o cualquier grupo étnico oprimido que reivindique sus derechos (Colson, Ch, & Pearcey, N., 1999, Y ahora… ¿cómo viviremos?, Unilit, Miami, Estados Unidos).
Además de esto, el pensamiento de Marx ha influido también en la religión. Sus ideas fueron analizadas en los 60 por ciertos teólogos cristianos y dieron lugar a la famosa “teología de la liberación” que se extendió casi por todo el mundo. En América Latina se inició mediante la labor de hombres como Gustavo Gutiérrez, José Míguez Bonino, Rubem Alves, Leonardo Boff, José Severino Croatto, José Porfirio Miranda, Hugo Assmann y Juan Luis Segundo; entre la población negra de Sudáfrica fue promovida por líderes como Desmond Tutu; algunos negros norteamericanos la aceptaron a través de James Cone e incluso existe una teología de la liberación feminista que tiene también sus raíces en el movimiento latinoamericano.
A pesar de que habitualmente se cree que la teología de la liberación es un movimiento de origen católico surgido en la ciudad colombiana de Medellín, en el año 1968 y en el seno del Consejo General del Episcopado Latinoamericano (CELAM II), lo cierto es que ocho años antes de tal fecha ya había nacido entre teólogos protestantes pertenecientes al movimiento, Iglesia y Sociedad en América Latina (ISAL)(Hundley, R. C., 1990, Teología de liberación, CLC, Bogotá, Colombia). La finalidad principal de estos pensadores fue centrarse en el problema de la responsabilidad social del cristiano.
El misionero presbiteriano Richard Shaull, que llegó a Colombia en 1942 y nueve años después se trasladó al Brasil para ejercer como profesor del Seminario Presbiteriano de Campinas, fue uno de los primeros en entender la revolución como la única solución a los problemas sociales de Latinoamérica. En 1961 realizó una gira por Brasil y Argentina junto a su amigo, Paul Lehmann, quien dictó conferencias acerca de cómo Dios podía utilizar la revolución marxista para humanizar los pueblos latinoamericanos. Estas ideas que unían el cristianismo con el marxismo para lograr una meta común, constituyeron el principal argumento de la teología de la liberación.
Tres años después, en 1964, un discípulo de Shaull llamado Rubem Alves escribió un artículo titulado, “Injusticia y rebelión” para la revista  Cristianismo y Sociedad , que era el medio oficial de ISAL. En este trabajo se sentaban las bases principales de lo que Alves bautizó como la “teología de la liberación”. Tales dogmas afirmaban que la pobreza de los países del Sur se perpetuaba por culpa de las naciones del Norte, que se enriquecían explotando a los países pobres; este grave problema era lo que Marx había llamado la lucha de clases entre proletarios y capitalistas; por tanto, el marxismo debía unirse al cristianismo para alcanzar la meta común, la liberación de la humanidad oprimida; Dios no se revelaba en las Escrituras sino en cada momento de la historia y, en el tiempo presente, obraba a través de la revolución marxista para establecer su reino en América Latina; de ahí que la Iglesia tuviera la obligación moral de colaborar y unirse al movimiento liberacionista para realizar dicha revolución. Estos principios constituyeron el germen de la teología de la liberación que brotaría con fuerza, después de la colaboración mutua entre teólogos protestantes y católicos, en la conferencia del CELAM II de 1968 en Medellín. A partir de ahí, y a pesar de la importante oposición que se generó, el movimiento se extendió por todos los continentes.
La crítica que realiza la teología de la liberación al cristianismo tradicional está, como se verá, plenamente justificada en varios aspectos. Igual que las iglesias cristianas institucionales practicaban en los días de Marx una religiosidad vacía que sólo parecía servir para adormecer la conciencia del pueblo y evadirlo de la realidad cotidiana, también durante los siglos XX y XXI el pecado de la insensibilidad social y de la alianza con los poderes humanos se ha alojado en determinados rincones de la Iglesia universal.
Hay que reconocer que en demasiadas ocasiones la teología, adoptando las formas del pensamiento griego, ha intentado espiritualizar la fe cristiana enseñando que el cuerpo es malo y alma buena; que de lo físico y material no vale la pena ocuparse porque sólo lo espiritual perdurará. Se ha forjado así una doctrina contraria a la Palabra de Dios; una teología errónea que no ha sabido tener en cuenta que el Nuevo Testamento apuesta claramente por la esperanza de la resurrección de la persona completa, por la redención tanto del cuerpo físico como de la imagen divina que hay en el ser humano.
También la crítica que hace la teología de la liberación al individualismo característico del mundo protestante resulta del todo pertinente. Es bueno tener una relación personal con Dios a través de Jesucristo; es más, incluso es imprescindible tenerla si se quiere crecer como creyentes. Pero si tal relación individual provoca indirectamente el olvido del hermano, entonces se convierte en un comportamiento equivocado. La relación vertical con Dios no debe anular o despreciar las relaciones horizontales con los hermanos.
El egoísmo y la arrogancia religiosa fueron abiertamente denunciados por Cristo mediante la parábola del fariseo y el publicano. No es posible estar en paz con Dios, cuando a la vez se mantiene una guerra silenciosa de indiferencia hacia los problemas del prójimo que se tiene al lado. Cuando la propia salvación personal es lo único que importa, por encima del bienestar material y espiritual del hermano, es que no se ha entendido que amar a Dios pasa por amar al compañero, al pobre, al enfermo y al hambriento. Según el Evangelio, ofrecer alimento al que tiene hambre o dar agua al sediento, es una de las mejores demostraciones de que se ama de verdad a Dios. El individualismo religioso que se desprende de aquella primitiva pregunta: “¿soy yo acaso el guardián de mi hermano?”, es absolutamente incompatible con el amor al prójimo predicado por Jesucristo.
El movimiento de la liberación puso de manifiesto este importante descuido de muchas iglesias cristianas, la falta de ministerio social. Quizá el “evangelio social” practicado en el pasado por algunas comunidades religiosas, se equivocó al considerar que la vida cristiana consistía exclusivamente en solucionar las necesidades económicas de los menesterosos. Sin embargo, como reacción a esta actitud, algunas iglesias evangélicas se colocaron en el extremo opuesto y dejaron de practicar un ministerio social adecuado.
Ambos comportamientos erraron el blanco ya que si bien es verdad que el fin del Evangelio es mucho más que mera solidaridad con el prójimo y que persigue, ante todo, la implantación del reino de Dios en la Tierra, (el intento de que su mensaje de salvación arraigue en el corazón de las criaturas para que éstas se pongan en paz con el creador y lleven vidas que reflejen su nuevo nacimiento) al mismo tiempo, hay que reconocer que tal proyecto cristiano no es realizable si se descuida la responsabilidad hacia los necesitados de este mundo. La epístola universal de Santiago se refiere a la solidaridad con el pobre y afirma que “la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (2: 17). Por tanto, el ministerio social es una consecuencia directa de poner en práctica el Evangelio de Jesucristo.
Los partidarios de la teología de la liberación critican con razón la actitud de ciertos líderes religiosos que siempre parecen estar dispuestos a justificar la sociedad democrática capitalista o a equipararla con los valores del cristianismo, mientras que al mismo tiempo profesan un odio visceral hacia las ideas de Marx, como si éstas fueran siempre producidas por el mismísimo diablo o no hubiera en sus denuncias sociales ni un ápice de verdad. Esta “marxofobia” -como la denomina Hundley- hace que muchos cristianos condicionados por su formación política o ideológica, dejen de ser objetivos cuando se trata de analizar los aciertos y/o errores del marxismo frente a los de las iglesias cristianas.
Muchos de tales prejuicios antimarxistas han sido inculcados consciente o inconscientemente por misioneros procedentes de regímenes capitalistas que desconocían la realidad social existente en los países poco desarrollados a los que se dirigían. No obstante, el hecho de vivir entre personas que subsisten con muy pocos recursos suele despertar la sensibilidad social en algunos de tales misioneros y hace que sus valoraciones cambien con el tiempo. Tal como escribe el teólogo católico Hans Küng:
“Cuando se contempla la situación social de los obreros en los países meridionales, por desgracia católicos en su mayoría, se comprende por qué muchoscristianos comprometidos, seglares y sacerdotes, luchan en ellos por el marxismo; por qué particularmente en Sudamérica hay un vigoroso movimiento de Cristianos por el Socialismo; por qué en Italia una asamblea de 140 sacerdotes obreros (en Módena, en 1976) cantó la “Internacional” y proclamó el “Cristo de las fábricas” como distinto del “Cristo de la Curia”, y así sucesivamente. Todo ello evidencia el fracaso de la Iglesia institucional y de los partidos “cristianos”. El marxismo representa para muchos cristianos la única esperanza real de eliminar los indescriptibles abusos sociales de estos países y de establecer un orden social más justo, más humano.” (Küng, 1980: 358).
Cuando se vive entre la miseria se comprende mejor a los partidarios de la teología de la liberación. Mientras que desde la comodidad y el bienestar distante de los países ricos es mucho más difícil entender las motivaciones reales de los liberacionistas. Marx y Engels denunciaron en su Manifiesto que la burguesía había “ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, [...] en las aguas heladas del cálculo egoísta” (1997:24). Es una realidad que cuando el interés materialista crece, disminuye irremediablemente la fe cristiana genuina. Este ha sido por desgracia el eterno error de la Iglesia oficial que ha estado marcada, desde la época de Constantino, por una vergonzosa alianza con el poder, por un matrimonio con la clase dominante.
Tal relación hizo que la Biblia fuese leída no como una contestación del poder injusto, sino como la justificación del mismo.
Con en tiempo, los pensadores que se autodenominaban cristianos se alimentaron preferentemente de la cultura burguesa dominante y dieron a la Iglesia un carácter antirrevolucionario que provocó, lógicamente, el anticristianismo y el ateísmo de los grandes movimientos revolucionarios como el marxismo.
El espíritu evangelizador hizo que los pueblos dominantes exportaran e impusieran sus ideas capitalistas, de modo que el colonialismo religioso fue (y en algunos casos continúa siendo) un elemento del colonialismo puro y simple. De modo que la unión entre colonización y evangelización se prolongó convirtiéndose en un importante factor de dependencia global.
De ahí que todavía hoy en muchos países, el cristianismo sea visto como una religión extranjera y como un elemento del sistema de dominación. Como dice Moltmann: “el cristianismo se convirtió en la religión que garantizaba la integridad del imperio romano, e incluso hoy funciona en muchos sitios como la religión del bienestar nacional” (Bloch, E., 1973, El futuro de la esperanza, Sígueme, Salamanca, p. 104).
 
Fuente: ©Protestante Digital 2013

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