Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México*
Sin renegar nunca de su tradición protestante, a la que dedicó varios textos memorables en los que exploró las luces y sombras de esa herencia, se ha mantenido a distancia de las iglesias.
No quiero novedades. No voy a comprar departamentos o terrenos. No quiero viajar por lugares que desconozco. Eliot: “Y al final de nuestras largas exploraciones llegaremos finalmente al lugar de donde partimos y lo conoceremos entonces por primera vez…”. Eso es. Volver a mis orígenes, a las cosas de Minas que tanto amo…, la cocina, los jardines de tréboles, la malva, las granadas e los manacás, las montañas, los riachuelos, las caminatas … [1] R.A.
El 15 de septiembre pasado el escritor, teólogo, educador y psicoanalista (entre tantas otras cosas que se puede decir de él) Rubem Alves cumplió 80 años.
Para conmemorar el acontecimiento, varios de sus lectores/as y amigos de diversos países armamos un pequeño homenaje que puede leerse en internet. Algo similar hicimos en otra ocasión, ante la cual Rubem reaccionó con enorme sorpresa al advertir que en muchas iglesias evangélicas latinoamericanas su nombre no es extraño y se le lee con admiración y gran provecho. Ello porque después de su “alejamiento institucional” del protestantismo se suponía que quedaría al margen de cualquier contacto con dichas comunidades. Pero afortunadamente no es así, pues sus seguidores suman legiones en varios espacios y hasta existen varios grupos en las redes sociales que comparten sus textos y sus libros, dejando constancia de la manera en que “el nuevo Alves”, no necesariamente el que fue uno de los pioneros de la llamada “teología de la liberación”, hoy en su faceta de “cronista”, los alimenta con su libérrimo y sumamente creativo estilo literario.
Y es que, en efecto, lejos quedaron los años en que este pensador y sabio escribía de una manera plana o “chata”, como él mismo ha dicho, pues llegó un momento en que decidió abrirse a la literatura y a la poesía en particular, para descubrirse como un autor renovado, dispuesto a hablar de las cosas de la vida con una simplicidad y una belleza que jamás imaginó.
Porque en los años sesenta Rubem Alves soñaba con “hacer la revolución” y a esa utopía dedicó gran parte de sus escritos e ilusiones. En 1974, como parte de un proceso de fuerte introspección que lo llevó incluso al diván del psicoanálisis, pergeñó un texto que lo liberó, para siempre, de todas las cargas ideológicas y morales que lo tuvieron sometido durante tanto tiempo. “Del paraíso al desierto” es el título de esas reflexiones autobiográficas en donde describe, sin entrar necesariamente en detalles concretos, la experiencia por la que atravesó y que lo preparó para que casi 10 años después, en 1983, descubriera por fin las bondades del juego, del cuerpo y la belleza, aunque hay que decir que ya desde sus libros iniciales se anunciaba el rumbo que tomaría su reflexión y su vida.
Sin renegar nunca de su tradición protestante, a la que dedicó varios textos memorables reunidos en Dogmatismo y tolerancia (1982; Mensajero, 2007) en los que exploró las luces y sombras de esa herencia, se ha mantenido a distancia de las iglesias, pero sigue haciendo una teología que ya no admite límites ni fronteras, porque se funda en la libertad de la imaginación.
Sus palabras son diáfanas: “Soy protestante. Hoy, muy diferente de lo que fui. No hay retornos. Tan diferente que muchos me contestarán, negándome la ciudadanía en el mundo de la Reforma. Algunos me denunciarán como espía o traidor. Otros permitirán mi presencia, pero exigirán mi silencio. Lo cual me hace dudar de mí mismo y sospechar que, quién sabe si yo sea de hecho un apóstata. Sin embargo, por ahí, protestantes de otros lugares me confirman, oyéndome, dándome las manos, el pan y el vino...”. Podría decirse que llevó la teología de la liberación hasta sus últimas consecuencias ahora que se ha convertido en un “distribuidor de felicidad” gracias a la “antropofagia literaria” que practica y que promueve gracias a los sacramentos textuales que reparte por doquier y por los que entre en comunión con millones de personas.
Educador de tiempo completo, con el paso de los años decantó sus observaciones para derivar en una escritura lúdica, cien por ciento dedicada a explorar los intersticios de la vida en todas sus manifestaciones y a salpicar de poesía todo lo que vive y le interesa.
El 15 de septiembre pasado el escritor, teólogo, educador y psicoanalista (entre tantas otras cosas que se puede decir de él) Rubem Alves cumplió 80 años.
Para conmemorar el acontecimiento, varios de sus lectores/as y amigos de diversos países armamos un pequeño homenaje que puede leerse en internet. Algo similar hicimos en otra ocasión, ante la cual Rubem reaccionó con enorme sorpresa al advertir que en muchas iglesias evangélicas latinoamericanas su nombre no es extraño y se le lee con admiración y gran provecho. Ello porque después de su “alejamiento institucional” del protestantismo se suponía que quedaría al margen de cualquier contacto con dichas comunidades. Pero afortunadamente no es así, pues sus seguidores suman legiones en varios espacios y hasta existen varios grupos en las redes sociales que comparten sus textos y sus libros, dejando constancia de la manera en que “el nuevo Alves”, no necesariamente el que fue uno de los pioneros de la llamada “teología de la liberación”, hoy en su faceta de “cronista”, los alimenta con su libérrimo y sumamente creativo estilo literario.
Y es que, en efecto, lejos quedaron los años en que este pensador y sabio escribía de una manera plana o “chata”, como él mismo ha dicho, pues llegó un momento en que decidió abrirse a la literatura y a la poesía en particular, para descubrirse como un autor renovado, dispuesto a hablar de las cosas de la vida con una simplicidad y una belleza que jamás imaginó.
Porque en los años sesenta Rubem Alves soñaba con “hacer la revolución” y a esa utopía dedicó gran parte de sus escritos e ilusiones. En 1974, como parte de un proceso de fuerte introspección que lo llevó incluso al diván del psicoanálisis, pergeñó un texto que lo liberó, para siempre, de todas las cargas ideológicas y morales que lo tuvieron sometido durante tanto tiempo. “Del paraíso al desierto” es el título de esas reflexiones autobiográficas en donde describe, sin entrar necesariamente en detalles concretos, la experiencia por la que atravesó y que lo preparó para que casi 10 años después, en 1983, descubriera por fin las bondades del juego, del cuerpo y la belleza, aunque hay que decir que ya desde sus libros iniciales se anunciaba el rumbo que tomaría su reflexión y su vida.
Sin renegar nunca de su tradición protestante, a la que dedicó varios textos memorables reunidos en Dogmatismo y tolerancia (1982; Mensajero, 2007) en los que exploró las luces y sombras de esa herencia, se ha mantenido a distancia de las iglesias, pero sigue haciendo una teología que ya no admite límites ni fronteras, porque se funda en la libertad de la imaginación.
Sus palabras son diáfanas: “Soy protestante. Hoy, muy diferente de lo que fui. No hay retornos. Tan diferente que muchos me contestarán, negándome la ciudadanía en el mundo de la Reforma. Algunos me denunciarán como espía o traidor. Otros permitirán mi presencia, pero exigirán mi silencio. Lo cual me hace dudar de mí mismo y sospechar que, quién sabe si yo sea de hecho un apóstata. Sin embargo, por ahí, protestantes de otros lugares me confirman, oyéndome, dándome las manos, el pan y el vino...”. Podría decirse que llevó la teología de la liberación hasta sus últimas consecuencias ahora que se ha convertido en un “distribuidor de felicidad” gracias a la “antropofagia literaria” que practica y que promueve gracias a los sacramentos textuales que reparte por doquier y por los que entre en comunión con millones de personas.
Educador de tiempo completo, con el paso de los años decantó sus observaciones para derivar en una escritura lúdica, cien por ciento dedicada a explorar los intersticios de la vida en todas sus manifestaciones y a salpicar de poesía todo lo que vive y le interesa.
Una muestra de ello es su Libro sin fin (2002) , que en una nueva y preciosa edición con el título Variações sobre o prazer. Santo Agostinho, Nietzsche, Marx y Babette me ha traído desde Brasil mi amigo Ismael y que llega todavía en medio de las celebraciones de su 80º aniversario. Personalmente, y luego de seguir su trabajo durante ya más de 15 años, este libro es uno de los más representativos porque refleja la libertad que ha alcanzado como escritor y reúne muchos de los temas que obsesivamente ha desarrollado en estos treinta años que también se cumplen de su renacimiento como persona y como fabulador de mundos imaginarios pero ciertos, pues tal como reza la cita de Paul Valéry que no se ha cansado de repetir: “¿Qué sería de nosotros sin la ayuda de las cosas que no existen?”.
En el prefacio explica las razones por las que ha elaborado este libro tan personal, plagado de citas desplegadas en los márgenes y hasta con una bibliografía final que recuerda sus años mozos, cuando ya hacía gala de un arte reflexivo exquisito, provocador y sin concesiones. Alves dice que Variaciones sobre el placer es fruto de la conciencia del fin, de la certeza de que su tiempo se acaba, y de que es necesario y hasta obligatorio plantarse frente al lenguaje y obligarlo a decir “las cosas del alma”, las que siempre han estado ahí y esperan salir.
“Sentí, entonces, que no me gustaría que lo que había escrito quedase enterrado. A fin de cuentas, lo que escribo es parte de mí. Pero sabía, al mismo tiempo, que mis esfuerzos para terminar el libro serían inútiles. Jugué, entonces, con la idea de publicar el libro tal como estaba, sin terminar. En eso se parece a la vida. Ella nunca está terminada. Termina siempre sin que hayamos escrito el último capítulo” (p. 13). Y así, este gran maestro en plenitud de facultades que desliza sus ideas en el tiempo y el espacio “abandonó” este ejercicio lúcido y lúdico para dejar constancia de su fidelidad a la escritura que le han enseñado sus poetas y autores de cabecera.
Y así fue que este libro sin fin quedó inconcluso, con todo y que en sus más de 180 páginas brota el aliento de alguien que se pone a cuentas con sus autores favoritos y sus influencias más entrañables, tal como lo anuncia el subtítulo: San Agustín (a pesar de los pesares), Nietzsche (el autor permanente de la mesa de noche, siempre a la mano porque vaya que ese The portable Nietzsche, de Walter Kaufmann lo ha acompañado siempre), Marx (a quien ha leído y releído de una manera sumamente peculiar; para probarlo está ese otro volumen: Qué es la religión, que no envejece con el paso del tiempo) y Babette, la cocinera francesa que le abrió otras ventanas vitales a aquellas mujeres luteranas… Un libro sin el más mínimo desperdicio, un Alves que se sincera con todos y acomete la memoria con variaciones de teología (en primer lugar), filosofía, economía y el arte culinaria, otra de sus grandes aficiones.
En el prefacio explica las razones por las que ha elaborado este libro tan personal, plagado de citas desplegadas en los márgenes y hasta con una bibliografía final que recuerda sus años mozos, cuando ya hacía gala de un arte reflexivo exquisito, provocador y sin concesiones. Alves dice que Variaciones sobre el placer es fruto de la conciencia del fin, de la certeza de que su tiempo se acaba, y de que es necesario y hasta obligatorio plantarse frente al lenguaje y obligarlo a decir “las cosas del alma”, las que siempre han estado ahí y esperan salir.
“Sentí, entonces, que no me gustaría que lo que había escrito quedase enterrado. A fin de cuentas, lo que escribo es parte de mí. Pero sabía, al mismo tiempo, que mis esfuerzos para terminar el libro serían inútiles. Jugué, entonces, con la idea de publicar el libro tal como estaba, sin terminar. En eso se parece a la vida. Ella nunca está terminada. Termina siempre sin que hayamos escrito el último capítulo” (p. 13). Y así, este gran maestro en plenitud de facultades que desliza sus ideas en el tiempo y el espacio “abandonó” este ejercicio lúcido y lúdico para dejar constancia de su fidelidad a la escritura que le han enseñado sus poetas y autores de cabecera.
Y así fue que este libro sin fin quedó inconcluso, con todo y que en sus más de 180 páginas brota el aliento de alguien que se pone a cuentas con sus autores favoritos y sus influencias más entrañables, tal como lo anuncia el subtítulo: San Agustín (a pesar de los pesares), Nietzsche (el autor permanente de la mesa de noche, siempre a la mano porque vaya que ese The portable Nietzsche, de Walter Kaufmann lo ha acompañado siempre), Marx (a quien ha leído y releído de una manera sumamente peculiar; para probarlo está ese otro volumen: Qué es la religión, que no envejece con el paso del tiempo) y Babette, la cocinera francesa que le abrió otras ventanas vitales a aquellas mujeres luteranas… Un libro sin el más mínimo desperdicio, un Alves que se sincera con todos y acomete la memoria con variaciones de teología (en primer lugar), filosofía, economía y el arte culinaria, otra de sus grandes aficiones.
[1] R. Alves, “Prefácio. Eu não deveria ter tentado escrever este livro”, en Variações sobre o prazer. Santo Agostinho, Nietzsche, Marx y Babette. São Paulo, Planeta, 2011, p. 12. Versión de L.C.-O.
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