Yo, el Señor, te llamo con amor,
te tengo asido por la mano,
te formo y te convierto
en alianza de un pueblo,
en luz de las naciones;
para que abras los ojos a los ciegos
y saques a los presos de la cárcel,
del calabozo a los que viven a oscuras.
Isaías 42.6-7, La Palabra (Latinoamérica)
El libro del profeta Isaías ha sido calificado como el de “un poeta divino de la luz” y, con justa razón,pues la forma en que aplica la metáfora a lo largo de los textos es particularmente aleccionadora acerca de las intenciones divinas para el pueblo que, a partir del capítulo 40, ya aparece desprovisto de los asideros históricos, políticos y sociales con los que contó antes de la caída de Jerusalén en poder de Babilonia.
Así lo describe Carol J. Dempsey: “El texto es la visión de un poeta que captura el drama de la vida de una comunidad que vive bajo el peligro y la promesa. […] Isaías declara lo que ve como inevitable para su pueblo, y al mismo tiempo anuncia una visión magnífica de lo que Dios desea en el momento no sólo para Israel sino para el cosmos entero, la creación de unos nuevos cielos y de una nueva tierra que vendrán a establecer un nuevo orden mundial cuya piedra de toque será la justicia, la equidad, las buenas relaciones, la compasión, el amor permanente y la paz”. [1] De ahí que las palabras con que abre ese capítulo marcarán definitivamente el tono con que la profecía vino a instalar un nuevo trato verbal que fuera capaz de orientar la fe y la acción de las comunidades que habían sobrevivido a la hecatombe de Israel y de Judá. El énfasis en el consuelo y en la necesidad de reconstruir los cimientos espirituales de lo que fue una nación constituida a partir del pacto con Yahvé salta a la vista pero sin dejar de subrayar la majestad, fidelidad y providencia divinas. Con esto en la mente, resulta llamativo también que, a pesar de todo lo sucedido, la segunda parte del libro insista en el hecho de que la comunidad de fe sigue teniendo una misión en el mundo.
Severino Croatto hizo un notable resumen crítico de estos capítulos:
Es muy diferente leer Isaías 40-55 como el mensaje de un profeta “misionero” que convoca a los “paganos” a convertirse a Yavé, que leerlo como una propuesta hacia adentro, al propio Israel. En el primer caso, el profeta habla desde la superioridad de una fe que los otros no tienen; en el segundo, lo hace desde la nada, desde el sufrimiento. La lectura tradicional hace del Déutero-Isaías un profeta universalista, que propone un Gran Israel mundial al que se incorporan “religiosamente” los otros pueblos, dejando a sus propios Dioses. La lectura empero que corresponde mejor al texto y su contexto de producción considera a este profeta como un reconstructor utópico “de Israel”, sacándolo de en medio de las naciones, donde vive desmembrado y sin identidad. Las naciones no son las que se convertirían para adherirse a Israel, sino el ámbito donde está el Israel disperso, del cual hay que redimirlo.[2]
Un recurso notable usado en esta segunda sección del libro es la inclusión de los llamados “cánticos del siervo de Yahvé”, que concentran la visión paradójica de que Yahvé encarga una labor al pueblo mientras lo reconstruye como una comunidad visible en el mundo, a contracorriente de las coyunturas políticas que lo pusieron a merced de las sucesivas hegemonías de su tiempo: Asiria, Babilonia, Medo-Persia. En 41.1-7 se advierte a los diversos pueblos que Yahvé sigue dirigiendo los sucesos y a continuación (41.8-10) califica explícitamente a Israel como su siervo para realizar su obra en medio del mundo. El resto de ese capítulo se ocupa de prometer la restauración del pueblo en el marco de un mensaje que también reconoce la vanidad y futilidad de los seres humanos.
La figura del siervo domina en 42.1-13 y complementa la visión teocéntrica de los dos capítulos anteriores, pues ahora se trata del turno de este “agente llamado”, como lo califica Walter Brueggemann, pues Yahvé actúa en la historia representado por instancias humanas. [3] El espíritu divino es la garantía para que este siervo realice la misión de “llevar derecho [justicia] a las naciones”, una tarea que evidentemente rebasaba la mentalidad cerrada con que el antiguo Israel entendió la labor que su Dios le había encomendado. Además, la actitud con que se describe la realización de este esfuerzo, totalmente alejada de formas activas o perniciosas de activismo, propaganda o escándalo, contrasta notablemente con la manera en que se practica la proclamación de la voluntad divina.
Al mencionar tres veces la justicia (vv. 1, 3-4), se planteas la necesidad de que, como parte de la tradición mosaica y profética, “se reordene la vida y el poder social para que los débiles (viudas y huérfanos) puedan vivir una existencia digna, segura y plena de bienestar. Si se asume de este modo tal noción sustantiva de justicia (bien explicada por Paul Hanson), entonces la comunidad exílica como sierva es despachada por Yahvé para reordenar las relaciones sociales en favor de las personas vulnerables. […] Israel mismo está en esa condición y debe estar atento a los demás que la experimentan”. [4]
Así, la existencia del pueblo en forma de diáspora en el mundo es lo que da otro sentido a la tarea impuesta: ya sin las amarras de una nación establecida, de una monarquía abusiva o de un sacerdocio corrompido, la comunidad de fe será capaz de llevar por todas partes la luz de la justicia divina que será capaz de abrir los ojos de los ciegos, liberar a a los cautivos y ofrecer luz a quienes viven en las sombras (v. 7). A diferencia de Babilonia, o de cualquier otro poder mundano, el Israel exílico transformado “romperá esas cañas y apagará esas mechas” para aplicar la justicia divina en el mundo. Ésas serán sus “buenas nuevas” ahora, después de la purga del exilio y su nueva manera de existir en la historia para servir a su Dios.
Las cosas nuevas anunciadas por Él vienen a romper todos los esquemas anteriores e incluso si la interpretación posterior ve en Ciro o en Jesús mismo la encarnación del siervo divino, estas cosas seguirán vigentes, como lo están hasta hoy para las comunidades que se llaman a sí mismas cristianas, pues son desafiadas a continuar esta tradición de lucha y servicio.
Así lo describe Carol J. Dempsey: “El texto es la visión de un poeta que captura el drama de la vida de una comunidad que vive bajo el peligro y la promesa. […] Isaías declara lo que ve como inevitable para su pueblo, y al mismo tiempo anuncia una visión magnífica de lo que Dios desea en el momento no sólo para Israel sino para el cosmos entero, la creación de unos nuevos cielos y de una nueva tierra que vendrán a establecer un nuevo orden mundial cuya piedra de toque será la justicia, la equidad, las buenas relaciones, la compasión, el amor permanente y la paz”. [1] De ahí que las palabras con que abre ese capítulo marcarán definitivamente el tono con que la profecía vino a instalar un nuevo trato verbal que fuera capaz de orientar la fe y la acción de las comunidades que habían sobrevivido a la hecatombe de Israel y de Judá. El énfasis en el consuelo y en la necesidad de reconstruir los cimientos espirituales de lo que fue una nación constituida a partir del pacto con Yahvé salta a la vista pero sin dejar de subrayar la majestad, fidelidad y providencia divinas. Con esto en la mente, resulta llamativo también que, a pesar de todo lo sucedido, la segunda parte del libro insista en el hecho de que la comunidad de fe sigue teniendo una misión en el mundo.
Severino Croatto hizo un notable resumen crítico de estos capítulos:
Es muy diferente leer Isaías 40-55 como el mensaje de un profeta “misionero” que convoca a los “paganos” a convertirse a Yavé, que leerlo como una propuesta hacia adentro, al propio Israel. En el primer caso, el profeta habla desde la superioridad de una fe que los otros no tienen; en el segundo, lo hace desde la nada, desde el sufrimiento. La lectura tradicional hace del Déutero-Isaías un profeta universalista, que propone un Gran Israel mundial al que se incorporan “religiosamente” los otros pueblos, dejando a sus propios Dioses. La lectura empero que corresponde mejor al texto y su contexto de producción considera a este profeta como un reconstructor utópico “de Israel”, sacándolo de en medio de las naciones, donde vive desmembrado y sin identidad. Las naciones no son las que se convertirían para adherirse a Israel, sino el ámbito donde está el Israel disperso, del cual hay que redimirlo.[2]
Un recurso notable usado en esta segunda sección del libro es la inclusión de los llamados “cánticos del siervo de Yahvé”, que concentran la visión paradójica de que Yahvé encarga una labor al pueblo mientras lo reconstruye como una comunidad visible en el mundo, a contracorriente de las coyunturas políticas que lo pusieron a merced de las sucesivas hegemonías de su tiempo: Asiria, Babilonia, Medo-Persia. En 41.1-7 se advierte a los diversos pueblos que Yahvé sigue dirigiendo los sucesos y a continuación (41.8-10) califica explícitamente a Israel como su siervo para realizar su obra en medio del mundo. El resto de ese capítulo se ocupa de prometer la restauración del pueblo en el marco de un mensaje que también reconoce la vanidad y futilidad de los seres humanos.
La figura del siervo domina en 42.1-13 y complementa la visión teocéntrica de los dos capítulos anteriores, pues ahora se trata del turno de este “agente llamado”, como lo califica Walter Brueggemann, pues Yahvé actúa en la historia representado por instancias humanas. [3] El espíritu divino es la garantía para que este siervo realice la misión de “llevar derecho [justicia] a las naciones”, una tarea que evidentemente rebasaba la mentalidad cerrada con que el antiguo Israel entendió la labor que su Dios le había encomendado. Además, la actitud con que se describe la realización de este esfuerzo, totalmente alejada de formas activas o perniciosas de activismo, propaganda o escándalo, contrasta notablemente con la manera en que se practica la proclamación de la voluntad divina.
Al mencionar tres veces la justicia (vv. 1, 3-4), se planteas la necesidad de que, como parte de la tradición mosaica y profética, “se reordene la vida y el poder social para que los débiles (viudas y huérfanos) puedan vivir una existencia digna, segura y plena de bienestar. Si se asume de este modo tal noción sustantiva de justicia (bien explicada por Paul Hanson), entonces la comunidad exílica como sierva es despachada por Yahvé para reordenar las relaciones sociales en favor de las personas vulnerables. […] Israel mismo está en esa condición y debe estar atento a los demás que la experimentan”. [4]
Así, la existencia del pueblo en forma de diáspora en el mundo es lo que da otro sentido a la tarea impuesta: ya sin las amarras de una nación establecida, de una monarquía abusiva o de un sacerdocio corrompido, la comunidad de fe será capaz de llevar por todas partes la luz de la justicia divina que será capaz de abrir los ojos de los ciegos, liberar a a los cautivos y ofrecer luz a quienes viven en las sombras (v. 7). A diferencia de Babilonia, o de cualquier otro poder mundano, el Israel exílico transformado “romperá esas cañas y apagará esas mechas” para aplicar la justicia divina en el mundo. Ésas serán sus “buenas nuevas” ahora, después de la purga del exilio y su nueva manera de existir en la historia para servir a su Dios.
Las cosas nuevas anunciadas por Él vienen a romper todos los esquemas anteriores e incluso si la interpretación posterior ve en Ciro o en Jesús mismo la encarnación del siervo divino, estas cosas seguirán vigentes, como lo están hasta hoy para las comunidades que se llaman a sí mismas cristianas, pues son desafiadas a continuar esta tradición de lucha y servicio.
[1] C.J. Dempsey, Isaiah: God’s poet of light. Atlanta, Chalice Press, 2010, p. 1.
[2] J.S. Croatto, “El Déutero-Isaías, profeta de la utopía”, en RIBLA, núm. 24, www.claiweb.org/ribla/ribla24/el%20deutero%20isaias.html .
[3] W, Brueggemann, p. 41.
[4] Ibid., p. 42.
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