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sábado, 9 de julio de 2011

Entrevista al sociólogo Hilario Wynarczyk

Por Nicolás Panotto, Argentina*

Hilario Wynarczyk es el sociólogo argentino que más exhaustivamente ha estudiado a los evangélicos. Hilario es doctor en sociología (Universidad Católica Argentina), máster en ciencia política (U. Federal de Minas Gerais, Brasil), licenciado en sociología (U. de Buenos Aires). Pertenece a varias asociaciones académicas especializadas en temas del campo religioso y sus relaciones con la sociedad, la política y el Estado, en calidad de socio directivo y asesor. Sus aportes bibliográficos más importantes son Ciudadanos de dos mundos. El movimiento evangélico en la vida pública argentina 1980-2001, (UNSAM EDITA, sello editorial de la Universidad Nacional de San Martín, 391 páginas, octubre del 2009) y Sal y luz a las naciones. Evangélicos y política en la Argentina 1980-2001 (Instituto Di Tella y Siglo XXI Editora, 222 páginas, octubre del 2010).
En esta oportunidad, Hilario nos ayuda a pensar sobre diversos temas en torno a la relación entre política y religión, especialmente en el contexto argentino.
¿Cómo ves, desde el punto de vista de la dinámica sociológica, las relaciones entre la religión y la política?
Todos los procesos de movilización social colectiva necesitan un marco de ideas capaz de orientar la acción, si la acción será sostenida en el tiempo. Los marcos brindan una descripción del escenario de la acción, los objetivos, las estrategias, la clasificación de los aliados y los adversarios, y de las tácticas en buenas e inaceptables. Siempre los marcos son articulados por líderes.
Estos marcos pueden nutrirse de diferentes reservorios ideológicos, filosóficos, teológicos o de creencias religiosas en general. Movimientos de rebelión nativista como la que protagonizaron los tobas en el Chaco en 1924, dramáticamente aplastados a balazos, pueden hallarse encuadrados como de hecho sucedió en creencias de tipo religioso. Así fue en las Cruzadas; así fue con el avance de las tribus del tronco de Abraham sobre territorios y culturas politeístas; así con el Destino Manifiesto americano; y así con las revueltas de la Reforma Radical, a las que Martín Lutero, de la Reforma Oficial, les respondió con un contra-marco que legitimó el aplastamiento de las “salvajes hordas campesinas”.
Los marcos de la acción colectiva tienen fases de consolidación. En el caso que nos interesa, los dirigentes que los articulan toman elementos del pensamiento religioso. Luego los convierten en dogmas, legitimados por un supuesto poder sobrenatural y por la autoridad carismática de quienes los articulan y difunden.
Me gustaría aplicar tu razonamiento en un caso práctico. ¿A vos te parece que en tiempos de la primera y la segunda presidencia de Juan Domingo Perón el Justicialismo constituyó un marco que podríamos considerar como católico o algo semejante?
El caso de la Doctrina Justicialista es muy especial en el sentido en que vos lo decís, porque parece un intento de crear una doctrina paralela al catolicismo e independiente del catolicismo a mediados del siglo XX.
De hecho el Justicialismo tenía un núcleo en la Doctrina de la Tercera Posición, pretendidamente equidistante del capitalismo y el comunismo, y una fuente de poder carismático que emanaba del caudillo. También contaba el sistema con una mediadora femenina que recibía el carisma y lo bajaba a “los descamisados de Evita”.
Este marco constituía a los obreros en un sujeto, encuadrado para la acción colectiva en el sistema de los sindicatos con sus propios líderes. En ese momento no había masas de marginados como en este momento en las villas y por consiguiente el marco interpretativo se refería a los obreros.
Con un criterio parecido ¿te parece que es posible distinguir algunos marcos de acción colectiva en las iglesias evangélicas en la Argentina?
Creo que podemos hablar de una sucesión de marcos principales. Hay otros marcos menores pero ahora no tenemos espacio para hablar de ellos. Creo que hubo un primer marco desarrollado entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX sobre las ideas de la laicidad republicana. Su núcleo era la separación de la religión y el Estado y el avance salvacionista como el avance de la luz sobre la oscuridad. Este marco logró buena simpatía con las ideas liberales y socialistas al tiempo que mantenía el eje en la acción religiosa. El conversionismo partía del supuesto de que el bautismo generalizado en la religión católica no garantizaba que la nación estuviese formada por personas que hubiesen tenido un encuentro personal con Jesucristo.
A partir de los 60 hubo dos marcos que en cierta manera pugnaban dentro de las iglesias evangélicas. Uno era el marco conservador bíblico orientado a la acción colectiva de tipo estrictamente religioso para llevar las almas a Jesús. En general se trataba de un marco basado en la idea dualista radical de calumnia del mundo (en términos de Nietzsche) y rechazo de la política como un ámbito pecaminoso. El otro era el marco orientado hacia el énfasis en la justicia social y las relaciones ecuménicas, que a rigor no eran sino las relaciones con el sector progresista de la Iglesia Católica. Para el catolicismo como movimiento social no había un desafío, porque el segmento progresista del protestantismo no buscaba prosélitos. Todo esto tenía mucho que ver con la geopolítica de la Guerra Fría.
En la década de los 90 hubo una confluencia de los evangélicos conservadores bíblicos y los progresistas alrededor del marco de la unidad de la iglesia que partía de la idea de la injusticia, porque el derecho eclesiástico del Estado las colocaba a las iglesias evangélicas en una posición de víctimas del privilegio concedido a la Iglesia Católica. Para entonces un acontecimiento crucial en la cristalización de este marco fue que los evangélicos habían crecido hasta unos cuatro millones de personas y más de diez mil congregaciones. Los dirigentes lo sabían, no estaban dispuestos a tolerar malos tratos, y la reforma Constitucional de mediados de los 90 creaba un clima adecuado para la queja cívica.
El marco de la unidad tenía la finalidad práctica de movilizar el colectivo de las iglesias por medio de sus federaciones aglutinadas en una sola gran federación que tuvo unos años de efectiva vigencia, para abolir la ley de culto y crear otra. Todo esto alcanzó su punto de auge durante el gobierno de Fernando de la Rúa, entre 1999 y 2001, y yo fui testigo porque pertenecía al Consejo Asesor en Materia de Libertad Religiosa de la Secretaría de Culto de la Nación, que existió durante ese mismo lapso aproximadamente.
Entonces los conservadores bíblicos aportaron su notable experiencia de movilización y los progresistas su capacidad intelectual y sensibilidad social para construir un discurso que no fuese tan endogámico como el de los conservadores bíblicos, y sobre todo los pentecostales, tan dirigido solamente a defender los intereses de las iglesias evangélicas, y tan basado únicamente en una retórica que podía tener resonancia en las iglesias pero poca en la arena de la sociedad civil. El discurso se expandió hasta referirse también a los problemas de la sociedad argentina en general. Así trascendió el tema de la igualdad de culto, que en manos de algunos dirigentes evangélicos parecía una causa corporativa, similar a la del clero más conservador católico (y capaz de producir un efecto de empate o suma cero).
Asimismo en los 90 hubo un intento de crear un marco de acción colectiva por parte de laicos y pastores de segunda línea (en este caso hablo de pastores pentecostales). Estos activistas tendían a subvertir el encuadre teológico conservador bíblico y su calumnia del mundo. Sostenían que la política es una actividad noble si está guiada por valores adecuados. Algunos llegaron a sostener que Dios podía levantar ministerios políticos así como levantaba ministerios pastorales. De haber prosperado, hubieran legitimado con un marco de origen teológico su condición de políticos cristianos para juntar votos dentro de las congregaciones y constituirse en una imaginaria sal y luz de la vida cívica.
Este marco encuadró intentos sucesivos tanto de crear un partido político llamado Movimiento Cristiano Independiente, como de organizar fracciones evangélicas que, con el nombre de Movimiento Reformador, se incluían sucesivamente dentro de la Alianza, la Democracia Cristiana y el Polo Social del Padre Luis Farinello. De los primeros intentos a lo largo de este proceso (antes todavía de la consolidación del Movimiento Cristiano Independiente) surgieron líderes de clase media con educación universitaria que pasaron al Partido Demócrata Progresista. Algunos asumieron posiciones afines a las del liberalismo económico radical de la UCEDÉ. Pero el partido evangélico y las fracciones si bien en ciertos momentos movilizaron miles de votos no alcanzaron a colocar ningún evangélico en un cargo del Estado.
¿Por qué fracasaron los intentos?
En primer término porque enfocaban la procura de seguidores en las congregaciones. Pero los pastores no eran muy proclives a dejar que la política dividiese las congregaciones. Posiblemente albergaban el temor de que otros líderes disputasen su capacidad de definir la realidad en términos teológicos. En segundo lugar, sucedió que esos activistas progresivamente se vincularon con católicos de la democracia cristiana que confluían en el peronismo anti-menemista. Por consiguiente se alejaron de la queja social de las iglesias evangélicas por la discriminación del Estado, administrada por los líderes del pastorado. Y en tercer término, estos evangélicos creían que la religión determina el voto, el evangélico debería votar al evangélico. Pero la mayoría de los constituyentes del campo evangélico pertenecen a sectores populares y sus entradas a las iglesias pentecostales, principalmente, tuvieron lugar en la adultez. Estas personas por su origen en la estructura social se hallarían más proclives a votar hacia el Partido Justicialista de acuerdo con una mentalidad estructurada fuera de las iglesias. Al mismo tiempo es válido suponer que otros constituyentes de sectores evangelicales numerosos de clase media (bautistas, hermanos libres) sintonizasen con partidos como la Unión Cívica Radical o variantes socialistas democráticas y liberales.
Yendo ahora a la actualidad, entre los conservadores bíblicos podríamos decir que hay un marco orientado a lograr que las iglesias adquieran influencia en la sociedad argentina, pero también una pulsión hacia la búsqueda de reconocimiento público de los organismos del Estado. Desde tiempos de Perón esta pulsión los constituye a algunos pastores en targets políticos en momentos de tensión entre la Iglesia Católica y el Estado.
De todas maneras sus articuladores no alcanzan todavía un discurso con impacto social notable. En general se advierte cierta falta de experiencia detrás de esta retórica, y unas marcas históricas convergentes. Por un lado es posible distinguir en tal sentido una vigente conexión con la teología del rechazo del mundo (que no es sino una metáfora de la sociedad y la cultura), nutrida de impulsos antimodernos, adversos al relativismo de las teologías críticas, que no tomaban la Biblia en sentido literal. Por otra parte, las marcas de una experiencia cortada de la reflexión histórica y social, a causa del crecimiento evangélico a través de líneas de clase y las capas de menor instrucción.
Por este camino los dirigentes llegan a asumir de hecho posiciones afines con la agenda pública de sectores católicos conservadores en materia de bioética, sin levantar una voz (como en cambio lo hacen los dirigentes católicos a su modo) frente al espectáculo de la multitud de personas que duermen en las calles y las que viven de la basura, o los niños sucios que mendigan en los subterráneos.
Sin embargo, no llega a haber explícitamente, un fenómeno de confluencia más o menos institucionalizada, como en los Estados Unidos, donde la Nueva Derecha Cristiana aglutinó en una misma agenda pública, elementos del catolicismo y las iglesias evangélicas.
Por otra parte, esta descripción va perdiendo su validez. Las dirigencias de este sector evangélico en la Argentina comienzan a ejercer un rol de crítica profética de la moral política e institucional.
Y en cualquiera de las variantes, los pentecostales sobre todo, cumplen una función de agrupamiento de personas y afirmación de identidades colectivas, que es bueno para la nación porque contribuye a la diversidad.
Mientras tanto los sectores progresistas del campo evangélico han incorporado a su enfoque liberacionista (que nunca abandonaron desde la década de los 60), el discurso contra la discriminación de género. Un segmento, minoritario pero bien articulado intelectual y socialmente, asume posturas radicales contra el modelo conservador y patriarcal de la sociedad.-
(*) Nicolás Panotto, Director de GEMRIP, Grupo de Estudios Multidisciplinarios Sobre Religión e Incidencia Pública. Es Licenciado en Teología por el Instituto Universitario ISEDET. Cursa posgrado en Antropología Social en FLACSO, sede Buenos Aires.

Fuente: GEMRIP/Hilario W

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