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lunes, 18 de abril de 2011

JESÚS, JERUSALÉN Y LA VIDA RECUPERADA

Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México.
Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado. Juan 12.23, RVR 1960

1. Jesús es glorificado al entrar a Jerusalén En el proyecto narrativo del Cuarto Evangelio, la entrada de Jesús a Jerusalén en la fiesta de la Pascua marcó uno de los momentos en los que debía de comenzar la glorificación de su persona como Hijo de Dios en el mundo. A la pregunta popular sobre la actitud que tomaría Jesús en relación con la fiesta, si se presentaría allí o no (11.56b), el evangelio responde afirmativamente (12.12), lo que desencadena una reacción de esperanza expresada en la forma con que lo reciben. Mientras la gente se plantea esa duda, el texto se encarga de mostrar cómo los planes alternativos en su contra también estaban en marcha (11.57), simultáneamente a su decisión previa de entregar su vida voluntariamente. Ambos proyectos, por así decirlo, el divino y el humano, confluirán en los grandes episodios de la Pasión. El complot incluyó también a Lázaro, testimonio viviente de su acción vivificadora (12.10-11), puesto que le ganó a Jesús muchos seguidores. Es más, ése fue el motivo, según se dirá más adelante (12.18) para que la multitud acudiera a recibirlo, pues se trató de uno de los mayores signos que había realizado.

Para Juan, la idea de la realeza de Cristo tiene una enorme importancia, de ahí la cita de Zacarías (9.9) que se utiliza para enmarcar e interpretar los gritos de la multitud. El relato en sí, sumamente escueto, es explicado por los vv. 16-19, que dan cuenta, primero, de la absoluta incomprensión del suceso por parte de los discípulos y, después, de su significado a la luz de su “glorificación” (resurrección) posterior. De modo que ellos visualizarían después en esta “entrada triunfal” a Cristo muerto y resucitado llegando a la ciudad de manera gloriosa, como un auténtico rey. “El rey que llega es el vencedor de la muerte (muriendo)”.[1]


Al no colocar la “purificación del templo” después de su ingreso a Jerusalén, algo que ya había sucedido (2.13-25), el Cuarto Evangelio destaca con mayor intensidad el acto de glorificación que significó su llegada y las palabras que pronunciará para explicar su muerte próxima. Jesús ya había estado muchas veces en Jerusalén y el entusiasmo que despertó esta nueva (y última) visita se debió a la resurrección de Lázaro (v. 17).

La primera parte del relato concluye con un contrapunto: la irónica y amarga afirmación de los fariseos acerca de la manera en que el “mundo” está aceptando el mensaje de Jesús (12.19). La palabra “mundo” tiene un significado muy amplio: “es el ‘mundo’ del género humano al que Dios amó (3.16) y al que Cristo vino a salvar (3.17; 4.42). (Es el mismo juego de palabras que tenemos en 7.4: ‘Manifiéstate al mundo’.) La muchedumbre aclamando al rey que llega es una anticipación de toda la humanidad unida balo la soberanía de Cristo”.[2]


Pero es un rey en la estela mesiánica anunciada por el profeta Zacarías, contradictoriamente montado en un asnillo, aunque Jn ha eliminado la mención a la humildad (destacada, a su vez, por Mt). Las palmas son una evocación de nacionalismo macabeo, pues cuando Judas Macabeo purificó el templo después de la abominación de Antíoco, los judíos de posesionaron de la ciudad llevando ramas de palmera. “Sobre la base de este trasfondo, las acciones de la multitud en la escena joánica parecen tener resonancias políticas, como si recibieran a Jesús en calidad de liberador nacional”.[3]


De ahí que los clamores retomen el “Hosanna” (“Salva ahora”) del salmo 118. Era el grito que se usaba para recibir triunfalmente a los reyes (II S 14.4; II R 6.26). Jesús se sube al asno como reacción a la aclamación de la que es objeto, es decir, la realiza como gesto de glorificación, pero no en el sentido que la multitud supuso, puesto que la multitud reaccionó con un “malentendido nacionalista” (Brown).

Lo decisivo es para Juan la primera frase del v. 15, tomada al parecer de Sof 3.16. El correspondiente pasaje de Sofonías dice a Israel que Yahvé esté en medio de él como “rey de Israel”, pero la imagen de este rey está desprovista de rasgos nacionalistas. Hacia Jerusalén, henchida de la presencia de Yahvé, acudirán gentes de toda la tierra en busca de refugio (3.9-10). Yahvé salvará a Israel de todos sus enemigos; sobre todo salvará a los lisiados y reunirá a los proscritos (3.19). Este pasaje esclarece la forma en que Jesús deseaba que la multitud interpretase la resurrección de Lázaro. Se trata del don de la vida que se ofrece a todos los pueblos de la tierra, no de un signo de gloria nacionalista para Israel. No deben aclamarle como rey terreno, sino como manifestación del Señor su Dios que por fin está en medio de ellos (Sof 3.17) para congregar a los dispersos.[4]


2. Profecía y anuncio de su entrega y victoria

Los fariseos, así, son presentados como testigos involuntarios de la universal aceptación de Cristo por parte de la humanidad. Inmediatamente después de su llegada a la ciudad, un grupo de griegos se acerca a él, mediante los discípulos que llevaban nombres griegos, Felipe y Andrés. Eran prosélitos probablemente, por lo que se encontraban allí para asistir a la gran fiesta judía. Ellos representan a todo el mundo, al que se han referido los fariseos y son algo así como la “vanguardia del género humano” (Dodd) que viene a Cristo. Desean “ver a Jesús”, una frase que, para el vocabulario juanino, no puede significar sino un empeño espiritual por alcanzar la visión de Dios y de la vida eterna (6.40). La presencia de ese tipo de peregrinos es el marco para que Jesús subraye la universalidad de su obra redentora a partir de la metáfora de la semilla que muere para dar vida. Jesús habla como si estuviera ya delante de la consumación misma de su obra, es decir, su pasión. Se subraya que la hora de la crisis ha llegado, pero siempre en la clave de la “glorificación” (v. 23).

Jesús expresa, en un orden admirable de enseñanza, que él es la semilla que morirá para ofrecer vida (v. 24); que la vida aparentemente perdida se desdoblará en vida eterna (v. 25) y que seguirlo a él significará ser honrado por el Padre (v. 26). A eso le sigue una exclamación de turbación (v. 27), equivalente a la manifestada en el Getsemaní según los Sinópticos (y a Heb 5.7-9) , pero ahora respondida desde los cielos mediante una auto-afirmación de la gloria divina (vv. 28-29). “El juicio de este mundo” (v. 31) ha comenzado y él anuncia que será levantado, sacrificado, para “atraer a todos hacia sí mismo” (v. 32). Este levantamiento, su martirio, provocará una aceptación de su trabajo salvador que las comunidades juaninas vieron como una comprobación de su glorificación.

La incomprensión por sus palabras se hace presente ante la duda por la permanencia del Mesías (v. 34) y el pasaje concluye con una obligada referencia a la luz, cuya impronta sigue presente en su actuación (v. 35), pero que será apartada pronto. El final del v. 36 provoca un suspenso y un instante climático: “Estas cosas habló Jesús, y se fue y se ocultó de ellos”. “La Luz se retira; los incrédulos quedan en tinieblas” (Dodd).

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[1] C.H.Dodd, Interpretación del Cuarto Evangelio. Madrid, Cristiandad, 1978, p. 371.

[2] Idem.

[3] R.E. Brown, El evangelio según Juan. Vol. I. Madrid, Cristiandad, 1979, p. 793.

[4] Ibid., pp. 794-795. Énfasis agregado.

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