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miércoles, 25 de septiembre de 2013

¿Cómo se hacen discípulos de Jesucristo? (III)

Por C. René Padilla, Argentina
La meta en la formación de discípulos es que éstos aprendan a obedecer todo lo que Jesucristo mandó a sus propios discípulos. Como ya hemos visto, sin la obediencia a la voluntad de Dios revelada en Jesucristo no hay verdadero discipulado cristiano. Como dijo Jesús: “No todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el reino de los cielos, sino sólo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo” (Mt 7:21).
Sin embargo, cuando Jesús comisiona a discípulos mandándoles que hagan discípulos que aprendan a obedecer todo lo que él les ha mandado, da por sentado que hay un cuerpo de enseñanza que ellos han recibido de él y que tienen la responsabilidad de transmitir a la nueva generación de discípulos. Cabe preguntarnos, entonces, ¿a qué cuerpo de enseñanza se refiere Jesús?
Una manera de responder a esta pregunta es tomar en cuenta la enseñanza de Jesús en los cuatro Evangelios, especialmente en el de Mateo, que es el que registra la versión de la Gran Comisión con la referencia a lo que Jesús mandó a sus discípulos. En efecto, el Evangelio según Mateo incluye cinco discursos de Jesús: el Sermón del Monte (capítulos 5 a 7), el discurso sobre la misión (capítulo 10), el discurso de parábolas (capítulo 13), el discurso sobre la disciplina en la iglesia (capítulo 18) y el discurso de despedida de Jerusalén (capítulos 23-25). Todos los discursos concluyen con alguna variante de la misma fórmula: “Cuando Jesús terminó de decir estas cosas . . . (7:28; 11:1; 13:53; 19:1; 26:1). De los cinco discursos, el del Sermón del Monte es el que enfoca más directamente la enseñanza ética de Jesús. Es probable que la iglesia del primer siglo lo haya usado como un manual de instrucción para los nuevos creyentes de origen judío, a fin de lograr “que su justicia supere a la de los fariseos y de los maestros de la ley” (Mt 5:20). En otras palabras, a fin de lograr que los creyentes pusieran en práctica la justicia de Jesucristo ya que, como bien afirmó Dietrich Bonhoeffer: “La acción según Cristo no se origina en algún principio ético, sino en la persona misma de Jesucristo”, la Palabra de Dios hecha carne.
La importancia que la iglesia del primer siglo dio a lo que Jesús enseñó a sus discípulos se pone en evidencia a lo largo de todo el Nuevo Testamento. No hay espacio para elaborar el tema en detalle, pero basta notar que los miles que fueron bautizados y se unieron a la iglesia en Jerusalén como resultado de Pentecostés se dedicaron a la enseñanza de los apóstoles (es decir, la enseñanza que los apóstoles habían recibido de Jesús) junto con la comunión, el partimiento del pan y la oración (Hech 2:42). A esa misma enseñanza se refiere el apóstol Pablo cuando años después da gracias a Dios porque los creyentes romanos “ya se han sometido de corazón a la enseñanza que les fue transmitida” (Ro 6:17), como también cuando exhorta a los creyentes colosenses a que “de la manera que recibieron a Cristo Jesús, vivan ahora en él, arraigados y edificados en él, confirmados en la fe como se les enseñó, y llenos de gratitud” (Col 2:6). En ambos casos el apóstol da por sentado que hay una tradición apostólica cuyo origen se remonta a Jesucristo, una tradición que se transmite y se recibe, y que sirve como el medio para la edificación de los discípulos.
La misión de la iglesia es fiel al propósito de Dios en la medida en que se orienta a la formación de discípulos que encarnan en la vida diaria lo que Jesucristo enseñó a sus discípulos, es decir, la tradición apostólica consignada en el Nuevo Testamento para la formación de discípulos en todas las naciones hasta el fin de la historia.

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