Por. John R. W. Stott
AQUÍ TENEMOS, por lo tanto, dos mandatos de Jesús: un gran mandamiento a “amar al prójimo”, y una gran comisión a “ir y hacer discípulos”. ¿Qué relación hay entre los dos? Algunos obramos como si creyésemos que son idénticos, de tal manera que si compartimos el evangelio con alguno, creemos haber completado la obligación de amarlo. Pero no es así. La Gran Comisión ni explica, ni agota, ni reemplaza al Gran Mandamiento, Lo que hace es agregarle al requisito de amar al prójimo y servir al prójimo una nueva y urgente dimensión cristiana. Si realmente amamos a nuestro prójimo no cabe duda de que compartiremos con él las buenas nuevas del Señor Jesús. ¿Cómo podemos afirmar que lo amamos, si conocemos el evangelio pero nos rehusamos a comunicárselo? Igualmente, sin embargo, si realmente amamos a nuestro prójimo no nos limitaremos a evangelizarlo. Nuestro prójimo no es un alma incorpórea para que podamos limitarnos a amar su alma, ni tampoco es un cuerpo sin alma para que podamos ocuparnos de su bienestar físico solamente, ni tampoco un cuerpo con alma aislado de la sociedad. Dios creó al hombre, que es mi prójimo, como un cuerpo con alma, integrado en una comunidad. Por lo tanto, si amamos a nuestro prójimo tal cual Dios lo hizo, inevitablemente tendremos que ocuparnos de su bienestar total: el bien de su alma, de su cuerpo y de su vida comunitaria. Más todavía, es esta visión del hombre como ser social, tanto como psicosomático, la que nos obliga a agregar la dimensión política a la preocupación social. La actividad humanitaria se ocupa de las víctimas de una sociedad enferma. Nosotros tendríamos que ocuparnos de la medicina preventiva o de la salud comunitaria también, lo cual significa la búsqueda de estructuras sociales mejores en las que la paz, la dignidad, la libertad y la justicia estén aseguradas para todos los hombres. No hay razón que nos impida, en la prosecución de esta tarea, unir fuerzas con todos los hombres de buena voluntad, aun dado el caso de que no sean cristianos.
En síntesis, como el Señor Jesús, hemos sido enviados al mundo para servir. Porque ésta es la expresión natural de nuestro amor hacia el prójimo. Porque amamos vamos y servimos. Y al hacer esto no tenemos (o no debiéramos tener) motivos ulteriores. Cierto es que al evangelio le falta visibilidad si nos limitamos a predicarlo, y le falta credibilidad si los que lo predicamos sólo mostramos interés en el alma y no nos preocupamos por el bienestar corporal de la gente, ni por sus circunstancias o su situación comunitaria. Sin embargo, la razón que nos lleva a aceptar responsabilidad en lo social no se basa principalmente en el deseo de dar visibilidad o credibilidad al evangelio, pensando que de otra manera no los tendría, sino más bien simple y sencillamente en la compasión. El amor no necesita justificarse. No hace sino expresarse por medio del servicio dondequiera que ve que hay necesidad.
La misión cristiana hoy
Fuente: Iglesia y Misión no.01, 1982; nota 13
AQUÍ TENEMOS, por lo tanto, dos mandatos de Jesús: un gran mandamiento a “amar al prójimo”, y una gran comisión a “ir y hacer discípulos”. ¿Qué relación hay entre los dos? Algunos obramos como si creyésemos que son idénticos, de tal manera que si compartimos el evangelio con alguno, creemos haber completado la obligación de amarlo. Pero no es así. La Gran Comisión ni explica, ni agota, ni reemplaza al Gran Mandamiento, Lo que hace es agregarle al requisito de amar al prójimo y servir al prójimo una nueva y urgente dimensión cristiana. Si realmente amamos a nuestro prójimo no cabe duda de que compartiremos con él las buenas nuevas del Señor Jesús. ¿Cómo podemos afirmar que lo amamos, si conocemos el evangelio pero nos rehusamos a comunicárselo? Igualmente, sin embargo, si realmente amamos a nuestro prójimo no nos limitaremos a evangelizarlo. Nuestro prójimo no es un alma incorpórea para que podamos limitarnos a amar su alma, ni tampoco es un cuerpo sin alma para que podamos ocuparnos de su bienestar físico solamente, ni tampoco un cuerpo con alma aislado de la sociedad. Dios creó al hombre, que es mi prójimo, como un cuerpo con alma, integrado en una comunidad. Por lo tanto, si amamos a nuestro prójimo tal cual Dios lo hizo, inevitablemente tendremos que ocuparnos de su bienestar total: el bien de su alma, de su cuerpo y de su vida comunitaria. Más todavía, es esta visión del hombre como ser social, tanto como psicosomático, la que nos obliga a agregar la dimensión política a la preocupación social. La actividad humanitaria se ocupa de las víctimas de una sociedad enferma. Nosotros tendríamos que ocuparnos de la medicina preventiva o de la salud comunitaria también, lo cual significa la búsqueda de estructuras sociales mejores en las que la paz, la dignidad, la libertad y la justicia estén aseguradas para todos los hombres. No hay razón que nos impida, en la prosecución de esta tarea, unir fuerzas con todos los hombres de buena voluntad, aun dado el caso de que no sean cristianos.
En síntesis, como el Señor Jesús, hemos sido enviados al mundo para servir. Porque ésta es la expresión natural de nuestro amor hacia el prójimo. Porque amamos vamos y servimos. Y al hacer esto no tenemos (o no debiéramos tener) motivos ulteriores. Cierto es que al evangelio le falta visibilidad si nos limitamos a predicarlo, y le falta credibilidad si los que lo predicamos sólo mostramos interés en el alma y no nos preocupamos por el bienestar corporal de la gente, ni por sus circunstancias o su situación comunitaria. Sin embargo, la razón que nos lleva a aceptar responsabilidad en lo social no se basa principalmente en el deseo de dar visibilidad o credibilidad al evangelio, pensando que de otra manera no los tendría, sino más bien simple y sencillamente en la compasión. El amor no necesita justificarse. No hace sino expresarse por medio del servicio dondequiera que ve que hay necesidad.
La misión cristiana hoy
Fuente: Iglesia y Misión no.01, 1982; nota 13
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