Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México
1. La gran metáfora de la paternidad divina
Podría decirse que en las diversas etapas de la revelación contenida en las Escrituras judeo-cristianas aparece un esfuerzo sostenido de Dios por hacerse presente en la humanidad como un auténtico padre, y así poder superar los esquemas y estereotipos dominados por la idea de que, en su carácter de Creador, sustentador de la vida y redentor, ejerce su labor como un ser policiaco y siniestro, más preocupado por instalar una moral de hierro en el mundo que por atender con cuidado amoroso a sus hijos e hijas. La manera en que los autores del Nuevo Testamento captaron la nueva manera de dirigirse a Dios como padre por parte de Jesús y de hacerlo presente en los intersticios de la vida humana aparece como uno de sus mayores logros espirituales en medio de una época (similar a la nuestra) controlada por un uso del poder y la autoridad que poco tiene que ver con el servicio y la sensibilidad. Como escribe A. Torres Queiruga al referirse al primer artículo de la fe cristiana que expresa la experiencia de la paternidad divina en el Credo de los Apóstoles:
Los cristianos no tenemos necesidad de buscar la puerta principal para acercarnos al interior de esa experiencia. La tenemos siempre abierta en el comienzo mismo del Credo, es decir, de nuestro “santo y seña” —eso significa lo de símbolo— de creyentes: “creo en Dios Padre”. Con estas palabras se anuncia el primer artículo de nuestra fe y se abre el acceso a la más genuina oración cristiana. Enunciarlas equivale a asomarse al vértigo del misterio; sólo que se trata de un misterio presentido como cálido, abierto y acogedor: impone respeto, pero no miedo; aparece inmenso, pero no humillante. Todo en la revelación evangélica invita a acercarse a él y a ir temperando a su luz el misterio, pequeño pero entrañable, de nuestra propia vida. Pues Dios como Padre nos revela a nosotros como hijos. Y si de algún modo esta revelación nos alcanza de veras, nuestro entero ser queda iluminado y transfigurado.[1]
De entre los muchos lugares del Antiguo Testamento en los que esta intuición fue anunciada y desarrollada, destaca Jeremías 31 con su énfasis en la posibilidad de que surgiera un nuevo pacto entre Dios y su pueblo, basado esta vez, ya no en la mera obediencia de una serie de preceptos sino también en el establecimiento y fortalecimiento de una relación afectiva, entrañable y auténtica, de Dios como padre y un pueblo formado por hijas e hijos conscientes del cariño divino. Sólo así puede entenderse el lenguaje paternal con que el profeta refiere la voluntad divina de transformar y evolucionar en el trato con su pueblo: “En aquel tiempo, dice Jehová, yo seré por Dios a todas las familias de Israel, y ellas me serán a mí por pueblo. […] Jehová se manifestó a mí hace ya mucho tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia” (vv. 1, 3, Reina Valera Contemporánea). Al dolor con que había afligido al pueblo, le sucede ahora una disposición reconstructiva de la existencia que encuentra en la voz de un padre la vía para manifestarse y anunciar el perdón y la rehabilitación: “He aquí yo los hago volver de la tierra del norte, y los reuniré de los fines de la tierra, y entre ellos ciegos y cojos, la mujer que está encinta y la que dio a luz juntamente; en gran compañía volverán acá. Irán con lloro, mas con misericordia los haré volver, y los haré andar junto a arroyos de aguas, por camino derecho en el cual no tropezarán; porque soy a Israel por padre, y Efraín es mi primogénito” (vv. 8-9).
La esperanza de un retorno a la estabilidad nacional y espiritual encuentra en la metáfora de la paternidad divina la razón de ser de este nuevo pacto y Dios se conduele del sufrimiento de su hijo arrepentido: “Esperanza hay también para tu porvenir, dice Jehová, y los hijos volverán a su propia tierra. Escuchando, he oído a Efraín que se lamentaba: Me azotaste, y fui castigado como novillo indómito; conviérteme, y seré convertido, porque tú eres Jehová mi Dios. […] ¿No es Efraín hijo precioso para mí? ¿no es niño en quien me deleito? pues desde que hablé de él, me he acordado de él constantemente. Por eso mis entrañas se conmovieron por él; ciertamente tendré de él misericordia, dice Jehová (vv. 17-18, 20). Estaba abierta, así, la puerta para un nuevo pacto (vv. 28, 31-34).
2. Los alcances divino-humanos: salvación y vida cotidiana
Dice Jaime Sabines en el poema dedicado a su madre, “Doña Luz”, y autor de ese otro gran poema, “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”: “Sobre tu tumba,/ madre, padre,/ todo está quieto.// Mapá, te digo,/ revancha de los huesos,/ oscuro florecimiento,/ encima de ti, ahora,/ todo está quieto”.[2] Esta manera de hablar, de juntar al padre y a la madre, como una manera de percibirlos como una unidad a la hora de ser visualizados desde la filiación más cercana, retoma mucho de lo que, sensiblemente, expresa I Juan 3 sobre la efectiva posesión de la filiación divina: “¡Miren! Dios el Padre nos ama tanto que la gente nos llama hijos de Dios, y la verdad es que lo somos. Por eso los pecadores de este mundo no nos conocen, porque tampoco han conocido a Dios. Queridos hermanos, ¡nosotros ya somos hijos de Dios! Y aunque todavía no sabemos cómo seremos en el futuro, sí sabemos que cuando Jesucristo aparezca otra vez nos pareceremos a él, porque lo veremos como él es en realidad. Todo el que espera confiadamente que todo esto suceda, se esfuerza por ser bueno, como lo es Jesús” (vv. 1-3, Traducción en Lenguaje Actual). De entrada, al propio autor esta conciencia de tener a Dios como un Padre efectivo, transformó (y “ablandó”) su lenguaje para dirigirse a sus interlocutores (“hijitos”), es decir, Juan aprendió la lección de la ternura divina y las trasladó al ámbito de las relaciones fraternas.
Sobre las palabras juaninas que llegan a afirmar que este Dios-Padre “es amor” (4.8, 16) y que podemos, literalmente, abandonarnos sin temor alguno en los abismos de esa paternidad, dice Torres Queiruga:
Verdaderamente, afirmaciones de este calibre rompen toda posibilidad de comentario. Más bien postulan que nos dejemos arrastrar por la fuerza de su movimiento interno, adentrándonos agradecidos y confiados en las aguas infinitas adonde nos intentan llevar. Digamos únicamente que de un Dios que así se nos quiso revelar el hombre puede esperarlo todo y ‘no tiene derecho’ a temer nada. Entre ese todo y esta nada se le ofrece su lugar a la experiencia cristiana. En su centro está el símbolo sencillo y entrañable del Dios que es Padre.[3]
Experimentar la paternidad divina, sugiere Juan, implica traducirla en relaciones actuales renovadoras de afecto, cercanía y responsabilidad, además de la capacidad de poder ver el rostro de Dios y de nuestros padres humanos no solamente con amor sino también en la justa dimensión de lo que Dios quiere revelarnos a través de ellos, en su forma de ser (identidad) y de hacer (ética). Como lo expresó Rubem Alves al referirse al misterio de la dualidad hombre-mujer:
Me siento mal. ‘Madre’ es un nombre que nunca invocará mi rostro. Soy padre. Estoy excluido. Y con razón: no soy dios, para incluirlo todo. Yo sé que cuando es escuchado este nombre no me toca a mí. […]
A veces, cuando el niño sin madre llora dentro de mí, Madre...
A veces, cuando el niño quiere jugar, Padre...
Cuando anhelo una Madre, Dios es Ella, sólo Ella. Cualquier y agregada a ella sería el fin de mi nostalgia.
Cuando deseo un Padre, Dios es Él, sólo Él: este es el nombre de mi nostalgia, en ese preciso momento...
Si Dios no es llamado por el nombre de nuestra nostalgia más profunda, no hay respuesta. El nombre proferido sin pasión sería una mentira, una blasfemia...[4]
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El amor de Dios como padre debe transformar nuestra vida y nuestras acciones.
[1] A. Torres Queiruga, Creo en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre. Santander, Sal Terrae, 1986, pp. 73-74.
[2] J. Sabines, “Doña Luz” (XVIII), en Maltiempo (1972), Otro recuento de poemas (1950-1991). México, Joaquín Mortiz, 1991, p. 366.
[3] A. Torres Queiruga, op. cit., p. 97.
[4] R. Alves, “A veces”, en Union Seminary Quarterly Review, 40, 3, 1985, pp. 43-53, versión de LC-O, en http://rubemalves-teopoetica.blogspot.com/2007/06/veces.html.
1. La gran metáfora de la paternidad divina
Podría decirse que en las diversas etapas de la revelación contenida en las Escrituras judeo-cristianas aparece un esfuerzo sostenido de Dios por hacerse presente en la humanidad como un auténtico padre, y así poder superar los esquemas y estereotipos dominados por la idea de que, en su carácter de Creador, sustentador de la vida y redentor, ejerce su labor como un ser policiaco y siniestro, más preocupado por instalar una moral de hierro en el mundo que por atender con cuidado amoroso a sus hijos e hijas. La manera en que los autores del Nuevo Testamento captaron la nueva manera de dirigirse a Dios como padre por parte de Jesús y de hacerlo presente en los intersticios de la vida humana aparece como uno de sus mayores logros espirituales en medio de una época (similar a la nuestra) controlada por un uso del poder y la autoridad que poco tiene que ver con el servicio y la sensibilidad. Como escribe A. Torres Queiruga al referirse al primer artículo de la fe cristiana que expresa la experiencia de la paternidad divina en el Credo de los Apóstoles:
Los cristianos no tenemos necesidad de buscar la puerta principal para acercarnos al interior de esa experiencia. La tenemos siempre abierta en el comienzo mismo del Credo, es decir, de nuestro “santo y seña” —eso significa lo de símbolo— de creyentes: “creo en Dios Padre”. Con estas palabras se anuncia el primer artículo de nuestra fe y se abre el acceso a la más genuina oración cristiana. Enunciarlas equivale a asomarse al vértigo del misterio; sólo que se trata de un misterio presentido como cálido, abierto y acogedor: impone respeto, pero no miedo; aparece inmenso, pero no humillante. Todo en la revelación evangélica invita a acercarse a él y a ir temperando a su luz el misterio, pequeño pero entrañable, de nuestra propia vida. Pues Dios como Padre nos revela a nosotros como hijos. Y si de algún modo esta revelación nos alcanza de veras, nuestro entero ser queda iluminado y transfigurado.[1]
De entre los muchos lugares del Antiguo Testamento en los que esta intuición fue anunciada y desarrollada, destaca Jeremías 31 con su énfasis en la posibilidad de que surgiera un nuevo pacto entre Dios y su pueblo, basado esta vez, ya no en la mera obediencia de una serie de preceptos sino también en el establecimiento y fortalecimiento de una relación afectiva, entrañable y auténtica, de Dios como padre y un pueblo formado por hijas e hijos conscientes del cariño divino. Sólo así puede entenderse el lenguaje paternal con que el profeta refiere la voluntad divina de transformar y evolucionar en el trato con su pueblo: “En aquel tiempo, dice Jehová, yo seré por Dios a todas las familias de Israel, y ellas me serán a mí por pueblo. […] Jehová se manifestó a mí hace ya mucho tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia” (vv. 1, 3, Reina Valera Contemporánea). Al dolor con que había afligido al pueblo, le sucede ahora una disposición reconstructiva de la existencia que encuentra en la voz de un padre la vía para manifestarse y anunciar el perdón y la rehabilitación: “He aquí yo los hago volver de la tierra del norte, y los reuniré de los fines de la tierra, y entre ellos ciegos y cojos, la mujer que está encinta y la que dio a luz juntamente; en gran compañía volverán acá. Irán con lloro, mas con misericordia los haré volver, y los haré andar junto a arroyos de aguas, por camino derecho en el cual no tropezarán; porque soy a Israel por padre, y Efraín es mi primogénito” (vv. 8-9).
La esperanza de un retorno a la estabilidad nacional y espiritual encuentra en la metáfora de la paternidad divina la razón de ser de este nuevo pacto y Dios se conduele del sufrimiento de su hijo arrepentido: “Esperanza hay también para tu porvenir, dice Jehová, y los hijos volverán a su propia tierra. Escuchando, he oído a Efraín que se lamentaba: Me azotaste, y fui castigado como novillo indómito; conviérteme, y seré convertido, porque tú eres Jehová mi Dios. […] ¿No es Efraín hijo precioso para mí? ¿no es niño en quien me deleito? pues desde que hablé de él, me he acordado de él constantemente. Por eso mis entrañas se conmovieron por él; ciertamente tendré de él misericordia, dice Jehová (vv. 17-18, 20). Estaba abierta, así, la puerta para un nuevo pacto (vv. 28, 31-34).
2. Los alcances divino-humanos: salvación y vida cotidiana
Dice Jaime Sabines en el poema dedicado a su madre, “Doña Luz”, y autor de ese otro gran poema, “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”: “Sobre tu tumba,/ madre, padre,/ todo está quieto.// Mapá, te digo,/ revancha de los huesos,/ oscuro florecimiento,/ encima de ti, ahora,/ todo está quieto”.[2] Esta manera de hablar, de juntar al padre y a la madre, como una manera de percibirlos como una unidad a la hora de ser visualizados desde la filiación más cercana, retoma mucho de lo que, sensiblemente, expresa I Juan 3 sobre la efectiva posesión de la filiación divina: “¡Miren! Dios el Padre nos ama tanto que la gente nos llama hijos de Dios, y la verdad es que lo somos. Por eso los pecadores de este mundo no nos conocen, porque tampoco han conocido a Dios. Queridos hermanos, ¡nosotros ya somos hijos de Dios! Y aunque todavía no sabemos cómo seremos en el futuro, sí sabemos que cuando Jesucristo aparezca otra vez nos pareceremos a él, porque lo veremos como él es en realidad. Todo el que espera confiadamente que todo esto suceda, se esfuerza por ser bueno, como lo es Jesús” (vv. 1-3, Traducción en Lenguaje Actual). De entrada, al propio autor esta conciencia de tener a Dios como un Padre efectivo, transformó (y “ablandó”) su lenguaje para dirigirse a sus interlocutores (“hijitos”), es decir, Juan aprendió la lección de la ternura divina y las trasladó al ámbito de las relaciones fraternas.
Sobre las palabras juaninas que llegan a afirmar que este Dios-Padre “es amor” (4.8, 16) y que podemos, literalmente, abandonarnos sin temor alguno en los abismos de esa paternidad, dice Torres Queiruga:
Verdaderamente, afirmaciones de este calibre rompen toda posibilidad de comentario. Más bien postulan que nos dejemos arrastrar por la fuerza de su movimiento interno, adentrándonos agradecidos y confiados en las aguas infinitas adonde nos intentan llevar. Digamos únicamente que de un Dios que así se nos quiso revelar el hombre puede esperarlo todo y ‘no tiene derecho’ a temer nada. Entre ese todo y esta nada se le ofrece su lugar a la experiencia cristiana. En su centro está el símbolo sencillo y entrañable del Dios que es Padre.[3]
Experimentar la paternidad divina, sugiere Juan, implica traducirla en relaciones actuales renovadoras de afecto, cercanía y responsabilidad, además de la capacidad de poder ver el rostro de Dios y de nuestros padres humanos no solamente con amor sino también en la justa dimensión de lo que Dios quiere revelarnos a través de ellos, en su forma de ser (identidad) y de hacer (ética). Como lo expresó Rubem Alves al referirse al misterio de la dualidad hombre-mujer:
Me siento mal. ‘Madre’ es un nombre que nunca invocará mi rostro. Soy padre. Estoy excluido. Y con razón: no soy dios, para incluirlo todo. Yo sé que cuando es escuchado este nombre no me toca a mí. […]
A veces, cuando el niño sin madre llora dentro de mí, Madre...
A veces, cuando el niño quiere jugar, Padre...
Cuando anhelo una Madre, Dios es Ella, sólo Ella. Cualquier y agregada a ella sería el fin de mi nostalgia.
Cuando deseo un Padre, Dios es Él, sólo Él: este es el nombre de mi nostalgia, en ese preciso momento...
Si Dios no es llamado por el nombre de nuestra nostalgia más profunda, no hay respuesta. El nombre proferido sin pasión sería una mentira, una blasfemia...[4]
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El amor de Dios como padre debe transformar nuestra vida y nuestras acciones.
[1] A. Torres Queiruga, Creo en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre. Santander, Sal Terrae, 1986, pp. 73-74.
[2] J. Sabines, “Doña Luz” (XVIII), en Maltiempo (1972), Otro recuento de poemas (1950-1991). México, Joaquín Mortiz, 1991, p. 366.
[3] A. Torres Queiruga, op. cit., p. 97.
[4] R. Alves, “A veces”, en Union Seminary Quarterly Review, 40, 3, 1985, pp. 43-53, versión de LC-O, en http://rubemalves-teopoetica.blogspot.com/2007/06/veces.html.
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