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sábado, 18 de febrero de 2012

La metáfora del Dios Encarnado

Por. John HICK

DE JESÚS A CRISTO

Otro punto en relación con el cual existe amplio acuerdo entre los estudiosos del Nuevo Testamento es aún más importante para comprender el desarrollo de la cristología. Consiste en el hecho de que el Jesús histórico no reivindicó para sí el atributo de la divinidad, algo que sí sucedió con el pensamiento cristiano posterior: él no se entendió a sí mismo como Dios, o como el Dios Hijo encarnado. La encarnación divina -en el sentido en que la teología cristiana usó la idea- requiere un elemento eternamente preexistente de la divinidad, el Dios Hijo o el Logos divino, encarnado como un ser humano. Pero es extremadamente improbable que el Jesús histórico se haya concebido de manera semejante. En honor a la verdad, él probablemente habría rechazado la idea como blasfema; uno de los dichos que se le atribuyen, dice: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino sólo Dios” (Mc 10.18).
Queda claro que ninguna afirmación sobre lo que Jesús dijo o no dijo, pensó o no pensó, puede hacerse con seguridad. Pero la evidencia existente ha llevado a los historiadores del período a concluir, con impresionante unanimidad, que Jesús no tuvo la pretensión de ser el Dios encarnado. Hoy en día existe un acuerdo tan general a ese respecto que unas pocas citas representativas, tomadas incluso de autores que afirman una cristología ortodoxa, serán suficientes para nuestro propósito presente. En este sentido, el fallecido Arzobispo Michael Ramsey, un erudito en el Nuevo Testamento, escribió: “Jesús no reivindicó la divinidad para sí” (Ramsey 1980, 39). Un contemporáneo suyo, el especialista en Nuevo Testamento C.F.D. Moule, escribió: “Cualquier defensa de una cristología ‘desde arriba’ que dependiese de la autenticidad de las supuestas reivindicaciones de Jesús acerca de sí mismo, en especial en el cuarto Evangelio, sería afectivamente precaria” (Moule 1977, 136). En un importante estudio de los orígenes de la doctrina de la encarnación, James Dunn concluye: “en la tradición más antigua sobre Jesús, no existían evidencias reales de lo que podría llamarse, razonablemente, una conciencia de la divinidad” (Dunn 1980, 60). Más allá de eso, Brian Hebblethwaite, defensor convencido de la cristología niceno-calcedoniana tradicional, admite: “ya no es posible defender la divinidad de Jesucristo haciendo basándose en que Jesús la reivindicara” (Hebblethwaite 1987, 74). Yendo todavía lejos, David Brown, otro leal defensor de Calcedonia, dice: “existen buenas evidencias que sugieren que [Jesús] jamás se vio a sí mismo como un objeto adecuado de culto” y es “imposible basar en su conciencia cualquier alegato en favor de la divinidad de Cristo, una vez que abandonemos el retrato tradicional reflejado en una comprensión literal del Evangelio de Juan” (David Brown 1985, 108).
Esas citas (que podrían multiplicarse) reflejan una transformación notable como resultado del moderno estudio histórico-crítico del Nuevo Testamento. Hasta hace aproximadamente cien años (como aún hoy, de forma muy difundida, en círculos poco instruidos) se tenía por cierto que la creencia en Jesús como Dios encarnado se basaba con toda certeza sobre su propia enseñanza: “Yo y el Padre somos uno”; “aquel que me ha visto, ha visto al Padre”, y otras semejantes. Pero citemos a uno de los más recientes defensores de una cristología calcedoniana, Adrian Thatcher: “difícilmente habrá un estudioso competente del Nuevo Testamento que esté preparado para defender que las cuatro veces que aparece la frase ‘Yo soy’, en Juan, o incluso la mayor parte de sus otros usos, puedan atribuirse históricamente a Jesús” (Thatcher 1990, 77) (1). Leer más

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