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miércoles, 14 de noviembre de 2012

El Espíritu de Dios reforma a su Iglesia y confirma los ministerios

Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México*
Culto conmemorativo por el CDXCV aniversario de la Reforma Protestante, la ordenación ministerial de Gloria González Esquivel y Amparo Lerín Cruz, y el surgimiento de la Comunión Mexicana de Iglesias Reformadas y Presbiterianas (CMIRP), Capilla Anglicana, San Jerónimo 117, 28 de octubre, 2012
Después de estos sucesos,/ derramaré mi espíritu sobre todo ser humano:/ los hijos e hijas de ustedes profetizarán,/ soñarán sueños sus ancianos,/ y sus jóvenes verán visiones./ También sobre los siervos y las siervas/ derramaré mi espíritu en aquellos días.
Joel 2.28-29 (3.1-2), La Palabra (Hispanoamérica), Sociedades Bíblicas Unidas
Cobijados/as en este día tan relevante para la vida y misión de las iglesias en el mundo por la palabra profética de quien anunció la venida renovadora y sorprendente del Espíritu, y también por la palabra apostólica que no dudó en afirmar la validez y vigencia de los ministerios eclesiásticos para hombres y mujeres en medio de la incomprensión que sigue hasta nuestros días, y por la palabra apocalíptica que vislumbró la victoria final de los proyectos divinos en el cosmos entero, a pesar de la oposición violenta de las fuerzas más oscuras y retardatarias, no podemos menos que alzar la mirada al cielo, tomar nuevas fuerzas y mirar hacia adelante, hacia los albores y los signos del reino de Dios que nos toca vivir hoy. Además, y con base en la evidencia escritural, es posible afirmar que el esfuerzo divino por reformar a su Iglesia nunca ha cesado y que, en el fragor de los conflictos históricos y humanos que nos toque vivir, la gracia de Dios nunca la abandona y, por el contrario, sigue suscitando nuevas y refrescantes formas de experimentar el gozo de la salvación en Cristo Jesús, y de traducir todo ello en prácticas consecuentes con los valores de su Reino.
Los 495 años de aquel momento ya legendario, fundador y transformador, al mismo tiempo, en que un monje agustino levantó la bandera de la libertad cristiana y se atrevió a desafiar a todo el sistema político-religioso de su tiempo, marcan no el inicio de algo que Dios en su bondad ha realizado siempre, la reforma continua de su única Iglesia, sino más bien, para constancia de eso mismo, los indicios de un cambio de época, de mentalidad, de civilización y de comprensión del lugar del cristianismo y de la religión en su conjunto en la vida humana. Y es que si las diversas reformas religiosas del siglo XVI han acompañado las transformaciones en la existencia humana desde entonces hasta la fecha, no lo han hecho de manera uniforme ni saludando todos los cambios como resultado de su entendimiento de las acciones divinas. Más bien, muchos de esos procesos han sido resistidos por muchas iglesias, incluidas las protestantes y reformadas, en particular.
Por ello resulta tan pertinente apegarnos una vez más a ese anuncio apocalíptico del profeta Joel en el que, sin dejar lugar a dudas, anuncia que el Espíritu desatará cautiverios, superará barreras de todo tipo, incluidas la clase social y el género, para que los sueños y profecías de esperanza, cambio y, por qué no decirlo, juicio, circulen ampliamente por las plazas y los espacios múltiples de la vida humana para generar nuevas realidades y, en el caso específico de la Iglesia, abrirla a los designios divinos, algo que muchas veces le cuesta trabajo, tanto que ahora alguien se ha preguntado si “tiene salvación” tal como está o “qué tipo de Iglesia tiene salvación”. Obviamente, el contexto de esta “salvación” tiene que ver más con su capacidad para responder a los tiempos que se viven. Porque concilios van y concilios vienen y únicamente las mentalidades triunfalistas, dominadas la “teología de la gloria” que tanto criticó Lutero, ven que ella o ellas han estado dispuestas a cambiar en la medida de las exigencias divinas, que, oh dolor, siempre serán tremendamente altas.
Porque si aceptamos que a veces cuando Dios pone su mano en la Iglesia y decide reformarla, nada ni nadie lo detendrá y “caiga quien caiga” esos propósitos se cumplirán. Y si él decide que tiene que haber nuevas estructuras, nombres o membretes porque los que había ya caducaron, nada ni nadie los hará resucitar, y viceversa, cuando aquello que parece caído o muerto se levanta y resurge como manifestación de la acción divina. Ante esas afirmaciones de la soberanía divina nuestras categorías de pensamiento y acción palidecen y son condenadas al olvido.
Afirmar, entonces, que la Reforma produjo nuevas iglesias es, teológicamente, inexacto, aunque históricamente verdadero. Pues no solamente produjo eso y fracturó la Cristiandad y la unidad política europea, sino que también produjo una nueva forma de ser humano, de ser cristiano/a y, en última instancia, de ser siervos y siervas de Dios. Con la Reforma se acabó, para siempre, al menos teórica y retóricamente, la separación entre clero y laicado, pues la revolución existencial y comunitaria que trató de desarraigar vicios como eso, al menos plantó la semilla de la duda en las mentes inconformistas y desató las lenguas del Espíritu en consonancia con el anuncio de Joel. Cuando el apóstol Pablo en I Corintios 4 externa su visión del apostolado humano desde la experiencia vivida, asume esta acción del Espíritu y presenta, en acción, los goces y las contradicciones inherentes que muchos hombres le han ahorrado a las mujeres, más allá de los argumentos irracionales dominados por la misoginia y los estereotipos. Ser hombre o mujer no marca diferencias en el trato con Dios y en su servicio, los temperamentos, las afinidades y los proyectos difieren y diferirán siempre, porque las tensiones entre la voluntad divina y la comprensión humana de la misma es algo inherente al ejercicio de lo que llamamos ministerios. Si ese capítulo lo hubiera escrito Febe o Junias, tendríamos la visión complementaria de lo que representa ser “administradores/as de los misterios de Dios” (4.1), con todo lo que eso conlleva y acarrea: celos, dudas por la vocación, mezquindades y un larguísimo etcétera.
Lo esencial para ese ejercicio es la fidelidad y la buena conciencia, dice san Pablo (vv. 2, 4), no las credenciales teológicas, de género o de algún otro tipo. Y el criterio definitivo es el escatológico, cuando Dios juzgará todas las cosas: “entonces cada uno recibirá su alabanza [¡qué optimismo!] de Dios”. Así que todos estamos en la balanza escatológica, sin opción de esconder al Eterno nuestra verdadera comprensión de los ministerios que solamente Él confirma, porque si Él llama, ¿quién puede resistirse?, y sólo él pone los medios para su desarrollo, porque su fidelidad es eterna. Pero, con todo, no deja de ser una apuesta existencial, donde la persona se juega el todo por el todo, cuando escucha la voz, esa simple voz, que le dice a un hombre o a una mujer, que lo/a requiere para determinado servicio. Porque ganando, perdemos en ella, en términos humanos, y perdiendo, ganamos, como es la terminología bíblica. Dios no nos saca para su servicio, para desprendernos de la cotidianidad (domesticidad), espacio supuestamente privilegiado para los varones, nos la devuelve transformada y a nosotros transformados también.
Apocalipsis, a su vez, despliega la labor del Espíritu in nuce, esto es, en el corazón mismo de la actividad eclesiástica, repartiendo reconocimientos y críticas abiertas, como casi nunca nos atrevemos, y menos en estos tiempos de tanta corrección política. Cada iglesia del Asia menor escucha una evaluación del Auditor Mayor de la Divinidad, con sugerencias y exhortaciones que aderezan impecablemente el paquete informativo: luces y sombras en claroscuro, tal como sucede siempre en la realidad, aunque el énfasis profético es doble, pues mientras que por un lado los méritos se resaltan en un marco cristológico, los defectos, sin ser magnificados, dejan ver el grado de reforma requerida para responder a las expectativas divinas. De ahí que en el capítulo 5 los consagrados a Dios celebran ya al Cordero inmolado en un estatus victorioso que ha superado los avatares de la historia y los ha elevado, literalmente, a tronos sacerdotales (5.10), tal es la dignidad con que el Señor de la Iglesia ha investido a sus siervos y siervas, millares de millares. El Espíritu de Dios reforma la Iglesia y, al mismo tiempo, confirma los ministerios incluyentes y plurales: hombres y mujeres en igualdad de circunstancias y derechos.
Terminaremos con dos poemas dedicados a Gloria y Amparo:

¿Cuándo?
Concha Urquiza (México, 1910-1945)
¿Cuándo, Señor, oh, cuándo,
te entregarás por siempre a mi deseo?
¿No basta que me veo
a oscuras, suspirando,
tras de mi propia vida rastreando?
Como cierva ligera,
de agudo dardo en el costado herida,
gime sin ser oída
bramando en ansia fiera
tras la dulce, lejana madriguera.
Su grito se derrama
por los vibrantes ecos dilatado;
así cierto he clamado,
mi Dios, así te llama
el corazón preso en la antigua llama.
¿Qué encanto misterioso
—si más que el propio cuerpo estás conmigo,
y en leve pan de trigo
y en sorbo deleitoso
mil veces te me diste por Esposo—;
qué misterioso arte
de mis ávidas manos te desvía?
Como el rayo del día
tal huyes al tocarte,
y sólo puedo verte y desearte.
¿Por qué, si enamorado,
la ley esquivas del abrazo ardiente?
¿Por qué la dulce fuente
hurtas del bien deseado,
dejando labio y corazón burlado?
No pueda la pobreza
hacerte huir, ni la maldad nativa,
si cual de fuente viva
de sola tu belleza
mana toda virtud y fortaleza.
Y más siniestro lazo
desenlazaste de mi cuello un día
ni el cieno en que yacía
fue obstáculo a tu abrazo,
ni el miserable amor te fue embarazo.
Su bandera sobre mí es amor
Julia Esquivel (Guatemala, 1930)
Cantar de los Cantares 2.4
Quiero ser tu pañuelo, Señor,
limpio, suave, pulcro, fuerte,
listo siempre
entre tus manos que sanan.
Puedes usarme como quieras,
convertirme en compresa
para detener la hemorragia
en la frente del borrachito
que se cayó en la esquina
y que se cortó la ceja
con un vidrio de botella.
Si tú lo quieres, con tu pañuelo
seca las lágrimas de Meme,
el niño callejero, vendedor de periódicos
a quien le arrebataron
todo su dinerito
ganado durante el día.
Pañuelo tuyo,
podrías estirarme
hasta convertirme en cabestrillo
y sostener el brazo quebrado
de la Tencha, cargadora de canastos
en la Terminal, que se resbaló
en una cáscara de mango.
Si me necesitas,
podría recibir el esputo
del viejo Andrés, tuberculoso,
que a veces, cuando le alcanza,
come papas asadas
en el rescoldo del fuego
de la noche anterior…
Podría quizás,
en la boca de Jacinta,
la parturienta,
soportar su mordida
entre sus dientes apretados,
cuando puja encuclillada
en el monte
luchando por dar la vida
sin ayuda de su marido
ni de la partera
y menos aún de médico…
Yo, pañuelo tuyo,
deseo con toda mi alma
estar lista siempre
entre tus manos
para cualquier emergencia,
en el pecho, o en los ojos,
en la nariz o en los pies
de mis hermanos, tus pequeñitos…
Y si necesitaras
rasgarme un día
para vendar la cabeza
del soldado
o del combatiente herido,
para fajar una hernia
o para atar un ombligo,
aquí estoy Señor,
bandera de amor entre tus manos…
Y si te crucifican otra vez
y necesitaras mortaja,
puedes convertirme en sudario…
o en la bandera blanca de tu resurrección.

Fuente: Lupaprotestante

*Leopoldo Cervantes-Ortiz

Oaxaca, México, 1962. Licenciado (STPM) y maestro en teología (UBL). Pasante de la maestría en Letras Latinoamericanas (UNAM). Médico (IPN), editor en la Secretaría de Educación Pública y coordinador del Centro Basilea de Investigación y Apoyo (desde 1999) y de la revista virtual elpoemaseminal (desde 2003).

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