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martes, 6 de noviembre de 2012

Grandes mitos sociales del mundo moderno: El contrato social de Hobbes choca con la Biblia

Por. Antonio Cruz Suárez, España*
Las ideas de Hobbes obligan a realizar un ejercicio de comparación con ciertas enseñanzas fundamentales de la Escritura.

En primer lugar surge la importante cuestión acerca de la naturaleza y el origen del mal en el mundo. La teodicea aceptada por el autor de Leviatán le lleva a asumir que el hombre es malo por naturaleza. La situación propuesta en su mito, de una lucha constante de todos contra todos en el mundo primigenio, se debería precisamente a tal condición innata de maldad.
Probablemente Thomas Hobbes, buen conocedor de la Biblia, estaría familiarizado con pasajes como el de Génesis 8:21, en el que después de la gran catástrofe diluviana, Jehová dijo: “No volveré más a maldecir la tierra por causa del hombre; porque el intento del corazón del hombre es malo desde su juventud”. También en el Nuevo Testamento es el propio Jesús quien reconoce de manera implícita, en numerosas ocasiones, la perversidad que demuestra el género humano (Mt. 7:11; 12:34; 15:19; etc.). Sin embargo, ¿es ésta la enseñanza genuina que Cristo quiso transmitir? ¿el mal existente en el universo creado procede siempre de la especial naturaleza humana? ¿cuál es el mensaje bíblico al respecto?
El relato bíblico del Génesis presenta al hombre en el entorno privilegiado del paraíso. Dios no es responsable, por tanto, del sufrimiento humano que se desencadenaría poco después, ya que al principio proveyó para Adán y Eva un ambiente idóneo y protegido. Tampoco habría que buscar el origen del mal en los primeros padres sino que se trataría de algo anterior y extraño al propio hombre. El mal es presentado en la Biblia como un ente suprahumano que se aprovecha de la debilidad y credulidad de la primera pareja. Se trata de la figura tentadora de la serpiente, algo que viene de fuera para seducir el corazón de la mujer y del hombre. Aunque el mal estaría ya presente en el caos primigenio anterior a todo lo humano, es por medio de la serpiente cómo se remarca que el poder del mal se habría originado en una criatura y no en el propio Dios (Gn. 3: 1-5; 14-15).
No obstante, la tentación y la caída se producen, en realidad, por el deseo humano de querer ser como el Creador. De manera que el hombre, al estar situado en un medio ambiente en el que ya existía el bien y el mal, deberá en base a su libre albedrío elegir entre uno u otro. La torpe, aunque también libre, decisión consistió en querer traspasar el orden creado, acceder como criatura al ámbito de lo divino, identificar y decidir personalmente lo que es el bien y lo que es el mal. En una palabra, autodivinizarse . Ser Dios mismo. Traspasar la frontera entre creatura y Creador adueñándose así de toda la creación.
Lo trágico de esta decisión humana fue que eligió lo imposible ya que el pleno conocimiento del bien y del mal estaba reservado exclusivamente a Dios. El ansia de saber lo que Dios sabe se estrella siempre contra la misma ley de la finitud humana. El hombre no puede conocer el origen del bien y del mal, no es capaz de determinarlo, ni de recrearlo. De ahí que todavía hoy tal asunto siga siendo un misterio tanto para la filosofía como para la teología. Pretender ser como Dios, dominando el misterio de la vida o el secreto del bien y del mal, es como querer volar sin tener alas y lanzarse al vacío creyendo que se vencerá la ley de la gravedad. El resultado siempre trágico es parecido a lo que le ocurrió a Adán, descubrió el significado de la palabra “muerte”.
La revelación bíblica no enseña que el hombre sea malo por naturaleza, pues esto trasladaría la responsabilidad del mal a Dios mismo y le culpabilizaría directamente a Él por ser el Creador. El bien y el mal pertenecen ambos a la naturaleza humana pero no como algo inherente a ella misma sino como el producto de la libertad. La Biblia entiende el pecado y la maldad como una decisión equivocada del hombre que desea arrebatarle a Dios el conocimiento que le pertenece. Dar la espalda al Creador es como errar el blanco del destino humano, negar la propia finitud y la dependencia, romper la relación con Él y proclamar la autonomía personal o la autosuficiencia. Esto es precisamente lo que se puso de manifiesto en la torre de Babel (Gn. 11: 4-9). La maldad no está escrita en los genes humanos, como proponen hoy ciertas corrientes de la sociobiología, no es una necesidad biológica constitutiva, sino que se trata del resultado de una libre decisión de cada hombre.
Aquello que Dios prohibió al ser humano, al señalarle el árbol que estaba en medio del huerto, fue la actitud de creerse igual a Él, la autodeificación del hombre. Y no lo hizo arbitrariamente por celos o envidia, como era característico en las demás divinidades míticas de la antigüedad, sino porque sabía que la independencia de Dios era destructiva para la humanidad. El Creador había construido al hombre a partir del polvo de la tierra y sabía también qué cosas podían destruirlo. Los seres humanos no se pueden realizar plenamente sin Dios. La autosuficiencia genera a la larga diversas formas de autodestrucción. Aquí radica la maldad de la decisión original humana . No es que el hombre sea malo por naturaleza es, simplemente, que no supo utilizar su libertad de manera sabia. Sin embargo, aquella primera decisión equivocada puede ser corregida por cada criatura humana mediante la apertura personal a Jesucristo. Este es el mensaje fundamental de la revelación bíblica.
La segunda idea con la que Hobbes adorna su mito del contrato social es la creencia de que el fin supremo del hombre es alcanzar la felicidad mediante la acumulación de bienes materiales, poderes, éxitos y prestigio social (Hobbes, 1999: 93-94). Efectivamente, esto parece haber sido así desde que el hombre es hombre. Sin embargo, la experiencia demuestra que la búsqueda afanosa de la felicidad convierte al ser humano en esclavo de una quimera. Como escribía Víctor Hugo en Los miserables: “La felicidad nos hace olvidadizos. Cuando poseemos el falso objeto de la vida, que es la felicidad, nos olvidamos del verdadero objeto, que es el deber” (Hugo, 1973: 744). Jesús se refirió también a esta creencia popular, que basa la dicha humana sólo en lo material, con estas palabras: “Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee” (Lc. 12: 15). El pensamiento bíblico niega que se pueda servir bien a dos señores a la vez. No es posible servir a Dios y a las riquezas. El cristiano no debe confundir nunca la verdadera felicidad con la abundancia material y mucho menos depositar en ella su confianza.
Tampoco el poder, el éxito o la influencia social tienen que tentar a los creyentes haciéndoles creer que tales logros son los pilares sobre los que descansa la mayor alegría o satisfacción humana. En este sentido el Señor Jesús reveló a Pablo una paradójica escala de valores. El propio apóstol confesó en cierta ocasión que el Maestro le había dicho: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Co. 12: 9). De manera que cuando era rechazado por predicar a Cristo, cuando se le afrentaba públicamente, se le perseguía y angustiaba, es decir, cuando era humanamente débil, Pablo se sentía fuerte en el poder de Jesucristo. Hasta tal punto esto fue así que llegó a escribir: “porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Co. 12: 10). Esta es la clase de poder que da prestigio en la vida cristiana y proporciona la genuina felicidad, la satisfacción de haber cumplido con el deber de servir a Dios a través del prójimo. Tal es el fin supremo del ser humano redimido por Cristo y no la búsqueda ansiosa de una felicidad egoísta y mal entendida.
Por lo que respecta a las relación entre la Iglesia y el Estado ya se trató, en el mito de Maquiavelo, que Jesús no abogó jamás por un Estado religioso ni por una Iglesia nacional. De la misma manera, la obediencia ciega a los gobernantes despóticos o la imposibilidad de protestar contra el Estado tiránico, a que conducían las ideas de Hobbes, chocan frontalmente como se vio contra la ética del Nuevo Testamento . El acatamiento al soberano o al gobierno legítimo del país tendrá siempre un límite claro que será aquel que imponga el respeto a la conciencia individual y a la fe de los ciudadanos. Cuando el apóstol Pablo aconseja a los romanos acerca de su relación con las autoridades superiores, les dice textualmente que el magistrado: “es servidor de Dios” (Ro. 13: 4). ¿Qué significa esto? La obediencia de los súbditos está condicionada al comportamiento del gobernante en relación a los propósitos de Dios. Si un gobierno no actúa de acuerdo a los principios bíblicos fundamentales de respeto a la vida humana y a las creencias religiosas, así como de identificación con los derechos fundamentales de las personas, no merece la consideración ni la sumisión sino todo lo contrario, la resistencia del pueblo.
Cuando se prohíbe la predicación del Evangelio y la vivencia de la fe o cuando se masacra al ser humano por motivos religiosos, culturales, étnicos o ideológicos, se atenta claramente contra la voluntad del Creador . Si las autoridades no sirven a Dios promocionando los valores de la convivencia, la solidaridad, la tolerancia y la libertad, caen en una dinámica de injusticia y pierden su derecho al respaldo divino. En tal situación la legitimidad del gobierno se desvanece y lo que ocurre es que se fuerza al pueblo a la desobediencia o a la rebelión.
La democracia que disfrutan tantas sociedades en el presente tuvo su primer origen en las páginas de la Biblia. El deseo de los reformadores durante el siglo XVI por poner en práctica los valores humanos del Evangelio condujo a la aparición del Estado democrático en los países protestantes. También la Revolución francesa basada en ideales humanistas, liberales y relativistas que rechazaban la existencia de Dios, influyó en la idea moderna de democracia. Sin embargo, como escribe el profesor Godofredo Marín, existe una profunda diferencia entre ambas :
“Las democracias salidas del pensamiento humanista liberal se originaron en este siglo, y presentan rasgos de inestabilidad e ineficacia social, por la ausencia de arraigo en la conciencia del pueblo de los valores de autonomía y productividad. Por su parte, las democracias generadas en los países al calor y sustento de los valores bíblicos, hoy llamados países protestantes o evangélicos o países desarrollados y ricos, como son Suiza, Suecia, Holanda, Inglaterra, Alemania, Canadá, Estados Unidos, etc., son estables y con eficacia social de desarrollo en libertad, por cuanto está muy arraigado en la conciencia del pueblo el valor de la autonomía y la búsqueda permanente de la excelencia.” (Marín, G., Evangelio y progreso social, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1985: 40).
A pesar de los errores históricos posteriores y de las posibles equivocaciones que hayan podido cometer estos pueblos, una cosa es cierta, en su desarrollo económico y social tuvo mucho que ver la aceptación generalizada de la Palabra de Dios y de los principios sociales evangélicos.


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